¡Por fin! Sanidad toma cartas en el asunto ya que Educación no ha hecho nada por evitar que entre nuestras escuelas, colegios e institutos proliferasen auténticos surtidores de vida insana que han convertido a la joven población española en la más expuesta a contraer obesidad mórbida y diabetes de toda la Unión Europea, cuando no hace tanto, éramos referente para todo el mundo gracias a nuestra saludable gastronomía, la famosa dieta mediterránea. Mas, como quiera que todos estamos al tanto del colesterol y las dañinas grasas saturadas, esta vez aprovecho el desliz de las autoridades a favor de la población, para llamar la atención sobre lo que he denominado “La Conspiración de las Golosinas”.
Como un niño recién desengañado de los Reyes Magos que no hace ascos a los regalos de Navidad, así debí sentirme tras escuchar por primera vez de adolescente en boca del ajedrecista Félix Izeta citar el azúcar como una droga, pues todavía andaba yo comprando chuches cuando lo correcto para mi edad hubiera sido estar fumando porros, circunstancia que me avergonzaba, pero no tanto como para renunciar a regalices, gominolas, y demás golosinas a las que me había acostumbrado, que lograba sofocar adquiriendo productos de apariencia más seria, como patas fritas, frutos secos, y aceitunas, cuya función era esconder en lo posible la presencia del improcedente género goloso, pues lo salado parecía más respetable cuando entonces.
El caso es que, en aquellas palabras de advertencia, di con el principio que justificaba mi comportamiento. Sin embargo, me quedé con la copla, sin dejar de ingerir tan tiernos manjares, pues soy de esos vanguardistas morales que no tiene inconveniente en pensar una cosa, opinar lo contrario, decir algo distinto, y hacer lo que me apetezca, que generalmente suele coincidir con algo que detesto intelectualmente. Así me informé de que, el familiar azúcar, a diferencia de la sal, apenas era conocido en la antigüedad, tanto es así que lo llamaban sal India, bautizándola en tiempos de Nerón con el término saccharum en referencia a una miel sólida apreciada en la época; Y no lo era, no porque aquellas culturas capaces de extraer metales como oro, hierro, elaborar vino, cerveza, pan, fabricar cerámica, vidrio, obtener seda, lino, etc fracasaran en su búsqueda…sino porque dicha sustancia no se da en la naturaleza tal cual, como la cocaína, requiere de un minucioso proceso de refinado que toma como base la caña de azúcar o la remolacha, poniendo a disposición del consumidor un potente estimulante de rápida absorción sanguínea que llega de inmediato ¡cómo no!, al goloso por excelencia: nuestro cerebro, el músculo que más consume en estado basal, provocando leves momentos de euforia que rápidamente sume en cuantos la ingieren de modo cotidiano en más largos periodos de depresión dada la dependencia que genera su prolongado consumo que priva al cuerpo de su natural estado de equilibrio dejando de activar los milenarios mecanismos metabólicos para obtener su fuente calórica de alimentos como las frutas verduras, lácteos, etc. La consecuencia es clara: Tras acostumbrar a nuestro organismo a esta inocente sustancia, su dependencia es tal que no podemos vivir sin ella a todas horas ¡literalmente! De ahí que cada vez más, veamos a personas adultas comer chuches, chocolatinas, bollitos, ya sin inmutarse qué pensará el resto de su regresión infantiloide. Y es que, sin comer galletitas o beber refrescos, estaríamos con el respectivo mono, mostrándonos inquietos, nerviosos, irascibles, a la vez que cansados, decaídos, inapetentes, casi sin poder pensar. Para evitarlo, recurrimos a lo fácil, meternos buenas dosis de azúcar bajo cualquier excusa como tomar un cafelito. El resultado es que, cada vez necesitamos dosis mayores para obtener el mismo efecto, acrecentando el defecto. Las sucesivas crisis de glucosa y el aplazamiento continuo de su reequilibrio, somete a estrés a las glándulas adrenales cuya disfunción puede provocar a la larga que el cerebro no distinga entre lo real y lo irreal, apareciendo procesos de esquizofrenia o paranoia, porque para que el cerebro funcione correctamente, el nivel de glucosa en el torrente sanguíneo que lo riega, debe estar en perfecto equilibrio.
Pero la ingesta continua de azúcar, también está asociada a la aparición de caries, la obesidad, y la temible diabetes en los niños y jóvenes. Por si todo ello fuera poco, no faltan los estudios y los especialistas que empiezan a asociar sin tapujos la alta ingesta de azúcar en la infancia con el aumento de la hiperactividad de los menores, su incapacidad mayor para aprender, y la aparición de múltiples alergias. Pero como no deseo parecer exagerado, dejo a su curiosidad y responsabilidad informarse un poco más de los detalles de este asunto, bien en Escohotado y su célebre “Historia de las drogas” o pinchando en cualquier buscador el capítulo dedicado al azúcar en la obra “Las drogas tal cual” de la investigadora Karina Malpica.
Porque lo que me interesa es destacar que hay una auténtica conspiración forjada entre la industria del dulce para garantizarse una clientela adicta de por vida y la de los gobiernos occidentales, para domesticar a las masas, que antes de la caída del Muro de Berlín, parecían entregadas a estudiar, leer periódicos, informarse, asociarse y esas insanas costumbres tan magistralmente retratadas por F. Truffault en Fahrenheit 451. Si no…¿en qué cabeza cabe que se exponga como se hace con el concurso de todas las autoridades sanitarias, industriales, comerciales, educativas, deportivas y hasta parroquiales, a los más pequeños desde su infancia a tan peligroso y descontrolado consumo? Desde que el niño se desteta, siente la necesidad de llevarse algo a la boca, impulso oral freudiano que otrora se calmara, primero con el dedo, luego con el bolígrafo, después con el cigarro, para terminar como siempre termina toda elucubración libidinosa de tan insigne autor, final mucho más sano que el recorrido que ahora trazamos desde el chupete, al pirulí, del pirulí a la botella de Coca Trola, y de aquí a los donuts, kitkats, filipinos, y cuanto se ponga por delante, que todo es poco para satisfacer el síndrome de abstinencia colectiva al que nos tienen sometidos, y la indetectable dependencia que nos han generado en apenas dos décadas.