Dicen que estudiar Historia sirve para entender el presente; Yo opero a la inversa: estudio el presente para entender la Historia.
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La solución del cónclave
El Siglo de las Luces puso convenientemente el foco de su crítica en los lugares más tenebrosos del periodo anterior del que buscaba diferenciarse a la vez que dejaba en penumbra premeditadamente sus aspectos más coloristas y luminosos que le pudieran hacer sombra a su ramplona pretendida ilustración de una historia en continuo ascenso por la escalera piramidal del Progreso, de la cual, se presentaba pretenciosamente como cúspide.
Uno de los más bellos claros perdidos entre el follaje interesadamente sembrado de tergiversaciones por la historiografía moderna que de modo despectivo denominó al periodo Edad Media, lo constituyo el alumbramiento por parte de la sabiduría popular del singular procedimiento conocido como “Cónclave” a finales del siglo X en tierras de la Toscana al objeto de apremiar en las asambleas de los Municipios a los Principales responsables en la toma de decisiones que afectaban sobre todo a los más humildes de la comunidad. La iniciativa buscaba de una parte que las reuniones no se dilataran en exceso en debates estériles, discursos reiterantes y recesos continuos y de otra, la libertad de los intervinientes impermeables a la influencia y presiones externas de terceros interesados en los asuntos allí tratados.
La Idea, pronto fue adoptada por la sabia Iglesia Católica animada sobre todo por el hospitalario Pueblo Romano anfitrión titular harto como estaba de tener que costear el alojamiento, cuidado y manutención del grueso cuerpo Cardenalicio y el no menor séquito que entusiasta lo acompañaba cada vez que era necesaria su presencia para la elección Papal, demorándose como se demoraban en el calendario sus deliberaciones que llegaron en ocasiones a durar años, consecuencia por otra parte del todo comprensible, viviendo como vivian sus purpuradas Eminencias agasajados de fiesta en fiesta entre castillos y palacios tratados a papo de rey, circunstancia terrenal que también explicaría el tino con el que escogían para el Trono de San Pedro candidatos de salud frágil o edad demasiado avanzada que les garantizase volver en breve a experimentar lo más parecido al Paraíso perdido entre las páginas del “Génesis” que la Fe sola no parecía poder alcanzar.
El Cónclave, como su propio nombre indica del original latín “cum clavis” literalmente “con llave” consistía en encerrar bajo llave a los miembros de una reunión hasta que alcanzasen algún acuerdo o decisión. Las condiciones de su enclaustramiento temporal, según fuera transcurriendo el tiempo y se fuera agotando la paciencia de quienes ansiosos aguardasen el fruto de sus deliberaciones, iba en progresivo endurecimiento, restringiéndose bebida, alimentos, limpieza de los aposentos con el fin de aumentar su incomodidad y acelerar el proceso. Como se puede apreciar, las gentes medievales eran más prácticas de lo que nos pretenden hacer creer en la escuela siempre recordándonos sus discusiones teológico-bizantinas acerca del sexo de los Ángeles o en torno a la terrible cuestión de si la rosa era rosa porque era rosa o se le decía rosa porque se llamaba rosa.
Así pues, lo propuesto por La directora gerente del Fondo Monetario Internacional, Christine Lagarde de encerrar a los líderes europeos en una habitación, llevarse la llave dejándolos allí hasta que acordaran un exhaustivo y completo plan para reformar Europa y ofrecer soluciones adecuadas a la crisis… no parece aportar innovación alguna un milenio después. Es más, tal y como se ven por el Telediario lo surtidos que están los centros de mesa de estos Príncipes de la Democracia, seguro estoy que en vez de un avance al respecto nos hallaríamos ante un palmario retroceso que podría requerir un aumento considerable del IVA para sufragar los gastos derivados de la puesta en práctica de su propuesta.
Al amparo de este mio temor, es que me atrevo a sugerir desplazar la idea del cónclave a favor de la idea de un Banquete. Pero no de un Banquete Dionisiaco o Socrático. Estoy pensando más en algo que imite al ofrecido por Ulises a sus amigos poco después de llegar casa tras su larga travesía.
La historia después del fin de la historia
Sabía que en algún sitio no muy lejano en el tiempo ni en el espacio de mi biblioteca, había leído una reflexión sumamente esclarecedora sobre aquel panfleto de Fukuyama que circulara a bombo y platillo anunciando “El fin de la Historia” a finales de los Ochenta y principios de los Noventa a colación de la caída del sistema Comunista en los países del Este Europeo, pero nunca imaginé que además de ser profundamente certero en el análisis del fugaz momento, fuera también de carácter profético, a tenor de lo que ha venido ocurriendo en el último “Plan quinquenal de la Banca” si es que se me permite la paradójica expresión para designar lo acontecido desde el 2007 hasta la actualidad. ¡Cómo podría! El relieve profético de una advertencia adquiere su condición en su cumplimiento. Y miren por donde, acudiendo de consulta a una de las obras más agudas en lo concerniente a los planteamientos filosóficos de la historiografía reciente escrita allá por el olímpico y exposicional año del 92 por mi historiador de cabecera, Josep Fontana, que desde entonces desbancara en dicho honor nada menos que a todo un Hobsbawm, descubro en el texto cuyo título he tomado para este artículo, justo en su capítulo final que, “de la época en que se nos prometía un año 2000 de opulencia y hartura para todos, en el que el mayor problema sería en qué iba a ocupar la gente su tiempo de ocio, hemos pasado a la amarga realidad de escuchar alarmistas previsiones que anuncian nada menos que “El fin del Mundo Occidental” que se parecerá al hundimiento padecido por los países del este, pero cuyos responsables, lógicamente no serán aquí los ineptos, corruptos y decrépitos jerarcas de los Partidos Comunistas, sino los banqueros, culpables de haber cometido en el marco del Capitalismo ortodoxo, errores semejantes a los cometidos por aquellos en el denominado Socialismo real”. ¡Así de claro!
Y es que ¡Menuda historia! Hay historias e historias. Está la historia de los historiadores y otra muy distinta la historia que nos cuentan los libros de historia. Esta última se parece más a una historieta narrada con fantasía por los abuelos a sus inocentes nietos que a otra cosa. De ahí, que muchos exclamen en tono despectivo eso de ¡No me vengas con historias! cuando alguien desea darle algún tipo de explicación demasiado intrincada y difícil de digerir. Pero independientemente de cómo se escriba la historia, de si lo hacen, como dicen, los vencedores o si por fortuna, aunque la mentira vuele a doble página por los periódicos, la verdad se arrastra por esta rama del saber…la historia de los hechos, esa que es objeto de análisis, estudio, observación, registro, documentación e interpretación, continua su parsimoniosa marcha despreocupada de si su circularidad beneficia a quien atiende los signos de los tiempos o por el contrario su progresión rectilínea ayuda a no repetir sus errores a quienes conservan en la memoria sus enseñanzas, ande suelto el desenvolvimiento del espíritu Hegeliano o sea el mayor de los azares el que guie sus pasos al más puro estilo de la evolución darwiniana, si es que todavía nos atrevemos a manejar dicho vocablo ahora que ya no se habla de países en vías de desarrollo, por darse lo contrario.
Los criminales que ostentan y detentan el Poder, siempre se han ocupado de controlar a los historiadores, quienes a su vez han procurado controlar la historia, cuando esta no es otra cosa que el discurrir de los sucesos humanos en el tiempo. Pero si “el tiempo es lo que pasa, cuando no pasa nada”, la historia es precisamente lo que pasa, cuando pasa, pero muy de pasada. La historia que se ha pretendido hacer creer, es que la meta espiritual del cristianismo y la utilidad de su herramienta mundana el marxismo, ya son historia, confundiendo la historia con el pasado y el pasado con la historia; Porque cierto es que la historia se ocupa del pasado, pero sólo es historia lo que se cuenta del pasado y no el pasado mismo. Y la historia que se le ha contado a la gente ultimamente habla de la muerte de las ideologías, la desaparición de las clases sociales, que la Lucha contra la opresión no lleva a ninguna parte y resto del relato imperante que no precisa ya de púlpitos para propagarse como “Opio del Pueblo”, por cuanto la población se autoabastece directamente a través de los medios de comunicación que repiten una y otra vez la misma historia, presentando la crisis presente como ¡lo último! cuando no es otra cosa, que más de lo mismo en esta sesión continua de esta Historia Interminable de las élites contra las masas, de los gobernantes contra sus pueblos, de los opresores contra los oprimidos. En definitiva, del individuo contra la especie.
Casadas, monjas, rameras y brujas, de Manuel Fernández Álvarez
Aunque en su prólogo nada dice al respecto el autor, el atractivo título, sospecho le fuera impuesto por la editorial, para compensar la sesuda erudición profesional de todo un Catedrático con la que se arranca sus primeras páginas introductorias acorde con su más que seguro título inicial propio de un seminario universitario reza “La olvidada historia de la mujer española en el renacimiento” que con minúscula cursiva aparece camuflado en el subtítulo para evitar que mentes impacientes, poco dadas a los circunloquios académicos, se espanten antes de adquirirlo en las librerías.
De hecho, yo mismo, amigo de los tochos que dejé de leer novela hará cosa de un cuarto de siglo, esta vez, tras quedarme sin material que llevarme al cerebro en un viaje con retrasos de aeropuerto, pero algo agotado mentalmente después de pelearme con un concienzudo texto de Teología, precisamente lo escogí por lo que sugerían sus jugosas letras gordas, pues prometía más entretenimiento que el intelectual.
Cuál sería mi sorpresa, que sin querer fui a dar con un estudio que empezaba preguntándose ¿Qué es el Renacimiento? cosa que ya me ponía sobre aviso de que me había equivocado en mi elección, pues sólo los filósofos se preguntan obviedades que cualquier escolar estaría en condiciones de responder con dos líneas y en cambio estos, acaso no les basta un libro entero. A punto estuve de cerrar sus páginas y aparcarlo para mejor ocasión. Pero, aquella introducción sobre las claves del Renacimiento, eran tan claras y profundas en su exposición anclando sus conocimientos en autores como Michelet o Huizinga que como quiera que por momentos aprendiera como que la fatiga mental desapareció recuperando el placer de una lectura con enjundia.
El esfuerzo tuvo su otra recompensa. Como si de una prueba de resistencia se tratara, antiguo modo de evitar al perezoso censor, tan pronto sus párrafos se adentraron en materia, apareció aquel horizonte de textura más sabrosa que a todos nos remite el primero de los títulos, mas sin abandonar nunca la compostura de quien está acostumbrado a dar conferencias en un ámbito comedido que no concede licencia a su expresión más allá de lo tolerable, capaz de convertir la narración de “Siete semanas y media” en un objeto de investigación antropológico.
Toda la obra está estructurada de lo general a lo particular recorriendo círculos concéntricos. De este modo, primero en la introducción se presenta el marco renacentista europeo, para después ver las semejanzas y diferencias con el caso español para finalmente describir la situación social de la mujer en aquella época. Hecho lo cual, pasa a diseccionar en capítulos sucesivos la realidad histórica y cultural de la mujer contrastando los distintos testimonios artísticos literarios ora idealizaciones, ora fieles cuadros costumbristas de la época, con la documentación y registros rigurosos de los archivos con los que cuenta el investigador.
Con la habilidad de un cirujano de la intrahistoria, Manuel Fernández Álvarez, disecciona la variopinta fenomenología femenina dando razón de los distintos roles asignados a este sexo, como la de ser mujer casada tratado en el segundo capítulo, en cuyo caso podía ser La Perfecta casada, la infiel, dentro del contexto del matrimonio acordado por los progenitores, la diferencia de edad entre los contrayentes y las de carácter económico cuya relevancia se ponía de manifiesto en la desgracia de ser viuda, más allá del sufrimiento sentimental; El perfil de la soltera aparece en el tercer capítulo junto al caso de la solterona despreciada por ser una carga familiar dentro de la tragedia de las madres solteras y el abandono de niños y hasta del infanticidio; Del caso de la monja pasa a ocuparse en una cuarta sección donde habla de su relevancia social como ideal teórico de mujer, aunque se distingue la Monja perfecta, la desesperada por haber ingresado sin vocación a la fuerza, la infiel, consecuencia de la anterior y hasta de la monja en fuga que abandonaba los hábitos y el convento sin consentimiento. Acto seguido, como buscando el contraste, en el capítulo quinto, se ocupa de las criadas, mancebas, barraganas, rameras y esclavas en evidente relación con la soltería y las engañadas confiadas y abandonadas por los Don Juanes, celestinas, señoritos y buscavidas que pululaban a su alrededor. Casi al final reserva un sexto tramo para abordar a las mujeres marginadas por su raza o religión como fueron las conversas, moriscas y gitanas. Y por último, en el capítulo séptimo, aparece el caso de la bruja, real o imaginaria perseguida por el pueblo llano, las instituciones y la Inquisición.
Esta exhaustiva taxonomía de la mujer española renacentista, además de magníficamente elaborada para su buena comprensión, está aderezada con incrustaciones descriptivas de cuanto se va comentando haciendo su lectura a ratos entretenida, a ratos amarga, según sean los retales de los autores que como el Arcipreste de Hita, Erasmo, Vives, Moro, Fernando de Rojas o Santa Teresa de Jesús jalonan el texto que sin duda resulta más divertido para el lector masculino, cuanto instructivo para toda mujer de nuestro tiempo que desee saber por qué todavía hoy, ser mujer es una desgracia entre nosotros.
Para terminar esta reseña, me gustaría resaltar el hecho de que así como hay historiadores que están realizando una encomiable labor de iluminar el claroscuro medieval poniendo de manifiesto que para nada todos aquellos siglos merecen ser identificados ya de manera tan despectiva dado el color y viveza ahora redescubiertos en todos los órdenes de su existencia, Manuel Fernández Álvarez nos ha mostrado con gracia pero no menor rigor, las sombras y humedades de ese periodo que se presenta a escolares e incluso a universitarios como tan brillante y esplendoroso, contribuyendo con su aportación a recuperar la realidad histórica que se esconde tras la “Venus” saliendo del mar de Botticelli.
Las memorias de ZP
¿Por qué? ¿Qué mal hemos hecho? ¿Cuál ha sido nuestro pecado para que la editorial Planeta fustigue nuestro quebradizo ánimo amenazándonos con publicar las memorias de Zapatero? ¿Es que no ha sido suficiente castigo su mandato como para torturarnos también con su recuerdo? Hasta los criminales en la Edad Media tenían derecho a que se les pusiera fin a su suplicio. ¡Por favor! ¡Déjenos descansar un poco! O cuando menos, túrnense en hacernos la vida más insoportable, no sea que por exceso de manos expertas en provocar padecimientos, nos volvamos insensibles por costumbre.
Descartes hablaba de la posibilidad de la existencia de un Genio Maligno que disfrutaba manteniéndonos en un engaño perpetuo y Maxwell de un Diablillo empeñado en ordenar la realidad llevándola la contraria. Pues bien, los dos se deben haber dado cita en el Consejo de administración de tan prestigioso sello cultural, pues si no, no se explica la reincidencia en la publicación de las memorias de los ex Presidentes. De no ser, que un ser pérfido y malvado la goce riéndose de nuestra desgracia presente, anterior y futura, no permitiéndonos apartar de la mente sus desmanes bebiendo de la fuente del Lete.
Si la Historia la escriben los vencedores, la memoria la selecciona el Yo. Y como quiera que los Yoes de los ex Presidentes suelen marcharse con el rabo entre las piernas de Moncloa, se sobrentiende que sus recuerdos responden a la verdad con menos atino que aquellos que hablan de lo sucedido a terceros por mucho afecto que se les tenga, por lo que no le veo necesidad alguna ni de escribirlas ni de leerlas ya que a lo único que pueden contribuir es a hacernos todavía más desgraciados de lo que somos de pretenderse presentar como sinceras, pues puestos a elegir, prefiero olvidar el pasado y repetirlo, que repetirlo y no reconocerlo como tal de distinto a que se nos ha contado.
Pero, además de lo dicho, sucede que hay otro problema más desagradable si cabe…No sé a ustedes, pero a mí, me pasa lo siguiente: si leo un libro de cuyo autor desconozco la voz, le suelo leer con mi voz interior, la misma con la que me escucho pensar y que suena tan distinta a como la oye el resto de la gente. Mas, cuando leo a alguien de quien conozco su timbre de voz, su acento se me viene a la cabeza y si me descuido, hasta sus gestos, de manera que de llagar a mis manos las memorias de ZP en formato libro, ya me veo leyendo la primera página durante una hora con ese ritmo parsimonioso en el que daba tiempo a introducir publicidad entre palabra y palabra, con su teleñeca sonrisa Mr.Bean, la inquieta ceja subiendo y bajando, incluso entonando como esdrújulas palabras que el corrector seguramente habrá puesto adecuadamente sobre el papel. Algo parecido a lo que le sucede a cualquiera de mi generación que escuche decir eso de ¡Por consiguiente…! que difícilmente podemos evitar resuene con ese toquecillo propio de Isidoro de Sevilla, o ese tonecillo nasón aznariano del ¡Mire usted! que todavía repite en el actual Presidente Rajoy. Je,Je.