En la carrera profesional que me he trazado, el trabajo y sueldo se hallan en relación inversamente proporcional, por lo cual, procuro trabajar lo menos posible, aunque ello me suponga prescindir del dinero, que ciertamente no da la felicidad, pero con cuarenta y cinco años he comprendido que la compra.
Hasta este lunes 30 de septiembre, no había deseado nunca ser millonario; quizás sí, poseer una mansión como la de Playboy o una Escuela como la de Pitágoras, pero ambicionar riquezas materiales no ha sido mi punto flaco y menos todavía dinero que es propio de pobres. Mas, hoy leyendo la prensa tomando café buscando motivo para ponerme a escribir sobre los criminales que nos gobiernan, he sido interrumpido por un señor de unos cuarenta años mal llevados quien con un par de calcetines en la mano, se me ha dirigido con un ¡Perdón! para vendérmelos. Yo le he despachado con un mecánico e irrespetuoso ¡No gracias! a lo que sin insistir respondió ¡Perdone! de nuevo con mayor educación de la por mi ofrecida yéndose a la mesa de otros clientes. En su tono aprecié una profunda paz de quien hace lo que puede por salir adelante por sus propios medios, sin envidia de la suerte de los demás, ni rencor por cómo le ha tratado la vida, en las perores circunstancias en que una persona puede verse, a saber: pedir para comer entre gente que como yo vive en la abundancia. Pero lo que me llamó la atención fue el uso del ¡Perdón! como forma de cortesía tanto para saludar como despedirse.
Por un instante se asociaron en mi mente el par de calcetines con el par de perdones. Aquel buen hombre, me acababa de solicitar mi perdón dos veces. ¿Qué mal había cometido este ciudadano para pedirme perdón? ¿Pertenecía al Partido Popular? No parecía…¿Pertenecía al Partido Socialista? Me costaría creerlo. Entonces, ¿qué motivo tenía dicho individuo para pedirme perdón?
Todavía con la mirada perdida, en la mirada perdida de una instantánea de Rajoy, sentí esa superioridad moral que a todos nos embarga cuando se nos pide perdón. ¡Oh! ¡Dios! Qué gran placer a disposición de todo católico, la capacidad espiritual de desatar los nudos de la vida. Y yo, de verdad, sentí unas ganas terribles de perdonar a ese desconocido suplicante, pero por coherencia interna, no podía perdonarle sin haberlo condenado antes. ¿Cuál era su culpa? ¿Cuál era su falta?
Meditabundo en el asunto, reparé en un niño de unos cuatro añitos edad que fuera del establecimiento se mantenía agarrado a un carro de la compra del que sobresalían calcetines; y uno que es medio ciego pero muy observador, entendí que en la estampa no había propósito de utilizar al menor como técnica de mercadería, antes al contrario, su padre procuraba mantenerle ajeno a la vergüenza pública de ir por los bares vendiendo calcetines y si lo llevaba con él, seguramente sería por no tener con quien dejarlo, ni dinero para pagar la matrícula de un colegio infantil.
Cuando aquel ciudadano se disponía a salir del local con el mismo par de calcetines con el que había entrado, le hice una seña y le entregué cinco euros a cambio de la mercancía. Y por primera vez en mi vida, he tenido ganas de ser millonario para poder comprar todos los pares de calcetines del mundo a todos los bienaventurados que nos ruegan una ayuda con su compra. Para mi sorpresa, el hombre se despidió con una aliteración de perdones cuyos significados adoptaron esta vez el sentido de “gracias”.
Perdido en mi horizonte visual, de su recuerdo sólo me quedaba un par de calcetines rosas ¡A rayas! ¿Qué podía hacer yo con un par así? Bueno, poniéndome un poco bíblico podría exclamar aquello de ¡Dejad que las niñas se acerquen a mi! Pero, recordando que en ciertos países musulmanes los ciudadanos acostumbran a arrojar zapatos a los mandatarios en señal de protesta, siendo nosotros un país cristiano consideré más oportuno enviar el par de calcetines por correo a la Moncloa a quien verdaderamente merece todo nuestro perdón.