Cien abogados, 98 procesados, trescientos periodistas. Y no hablemos del pastón que alimentó la trama. Los del Caso Malaya son números de superproducción audiovisual, y como tal nos la van a administrar en vena. No hay más que ver las promociones pintureras con música de thriller que nos han venido atizando los canales de televisión para ir poniéndonos en ambiente. Ha comenzado el espectáculo.
Y en eso se quedará, en una gran función a mayor gloria del share que miraremos en la pantalla como cualquier otra serie de consumo. ¿Ficción, realidad? Tanto da. Dejémoslo en entretenimiento. Lo de menos es el pufo descomunal perpetrado -presuntamente, vale- por los glamurosos reos o el descorazonador retrato de la política que hay debajo.
La corrupción en los partidos es muy mediática, pero nada más. Los escandalosos titulares provocan respingos sin excesiva convicción, alguna que otra conversación de barra de bar o máquina de café -¡Qué sinvergüenzas, hay que ver!- y, en el fondo, mucha indiferencia. Ni un solo voto se pierde por el camino y no son raros los casos en los que un curioso efecto boomerang hace que los envueltos en marrones pasen de mayoría simple a absoluta, de caciquillos a cacicazos, con la bendición del pueblo soberano.
La conciencia tranquila
Gürtel, Miñano, Pretoria, Osatek… no pasan de ser nombres más o menos afortunados para mantener en marcha el carrusel informativo. En las ejecutivas se saben de memoria el protocolo establecido cuando el dedo señala a alguno de los suyos: un buen “Y tú más”, de saque, acompañado por la jaculatoria “Será la Justicia quien decida” y un irrintzi clamando por la presunción de inocencia. Si el micrófono llega a los directamente afectados, indefectiblemente escucharemos un “Tengo la conciencia muy tranquila” o, en el caso de los más audaces, “Estoy deseando que me llamen a declarar”. Luego, claro, se mueve Roma con Santiago para impedir la comisión parlamentaria correspondiente, que tampoco es cuestión de darle tres cuartos al pregonero.
Me temo que no queda otra que resignarse a la repetición de este ritual. Mientras no haya riesgo de recibir un buen mordisco en las urnas, los partidos no van a mover un dedo para limpiar sus bodegas de arribistas y chanchulleros. Los dejarán medrar a su antojo y hasta tirarán de ellos cuando necesiten -que será más de una vez- de alguien que sepa moverse por las alcantarillas del sistema. Si acaba cayendo el foco sobre los contratos a los amigos o las recalificaciones engrasadas, ocurrirá lo de siempre: nada.
Carece de lógica que la ciudadanía no exija a sus políticos honradez y transparencia. La sucesión de pequeñas corruptelas, porque salvo un par de casos, no son de verdad relevantes, lo que supone es el desenganche con la política y al final hace votantes más maleables.