El terrorismo islamista está ganando la tercera guerra mundial —igual es ya la cuarta o la quinta— sin bajarse del autobús. Como acabamos de ver en Niza (y diría que también en Orlando), ni siquiera le hace falta formar asesinos ni planificar matanzas. Se apuntan en su tanteador las que cometen, en su nombre o no, zumbados de variado pelaje que comparten la fe en Alá. Al final, casi es anecdótico o circunstancial que las carnicerías las perpetre una célula de barbudos fanáticos al uso locales o de importación, o que sean fruto del cuelgue de uno de tantos seres oscuros que arrastran su rencor por el mundo hasta que la lían. El efecto es prácticamente el mismo: decenas de vidas rotas, impotencia infinita, reiterativas proclamas de papagayo en labios de las atribuladas autoridades, bochornosos circos mediáticos, y como resumen y corolario, un miedo creciente apoderándose de cada ciudadano de esta parte del mundo.
Esa es la prueba definitiva de la victoria de los propagadores del horror, que para empeorarlo todo, cuentan con interminables legiones de idiotas que saltan como gacelas a justificar cada masacre cuando aún está la sangre fresca. Cacarean que nos matan porque nos lo merecemos. En su argumentación de jardín de infancia, los criminales eran pacíficos pastorcillos que comían dátiles y bebían leche de camella hasta que los malvados occidentales les obligamos a hacer la guerra para venderles armas. ¡Cómo se enfadan los muy gañanes cuando, como desfogue menor ante tanta miseria moral, hay tres o cuatro dedos que señalan su ceporrez cómplice!
Uno de esos dedos es el mío. Celebro que les moleste.
Celebro que lo digas alto y claro, porque tánto pavor causan estos «odiosos odiadores» (y perdón por la expresión casi de tebeo) como los tarugos justificadores con complejo de culpabilidad colectiva.
Gracias a estos giliprogres (con deficiencia de empatía hacia los malvados blanquitos, por cierto), la Santa Hermandad de la Sangre y la Fe Verdadera campa a sus anchas entre nosotros riéndose en nuestra cara por tener una conciencia tán estrecha que no cabe en ella ni el instinto de conservación más elemental.
No me atrevo a más, con el código captcha de los gemelos…