Cuesta creer que haya que seguir mirando el calendario para comprobar que estamos ya en el siglo XXI bien avanzado. ¿Puede ser verdad que todavía hoy la utilización de un verbo y/o un sustantivo impida una declaración unánime para decir que está muy feo que unos matones golpeen a unos jóvenes por su ideología política? Lo es, de hecho. Siguiendo lo que más que una costumbre es un empecinamiento, el grupo de EH Bildu en el ayuntamiento de Gasteiz no ha querido firmar el documento en que se condenaba la agresión que sufrieron un dirigente del PP alavés y sus amigos a manos de nueve tipejos mientras se tomaban algo en una terraza de la Kutxi. Ya ocurrió hace una semana en el ayuntamiento de Donostia, cuando la coalición soberanista no quiso suscribir un texto contra las pintadas en la sede de la tenencia de alcaldía de Altza. En ambos casos y en toda la retahíla de los anteriores la excusa ha sido la misma: la negativa a emplear la palabra condena y el verbo condenar. Volvemos a los años del plomo, cuando ante cada atentado la izquierda abertzale respondía con la manida letanía: las condenas son estériles. Luego, claro, si la víctima era de su lado, no había empacho en usar el vocablo estigmatizado. Lo tremendo es que esa doble vara se haya mantenido hasta el presente de forma tan contumaz. No tengo los conocimientos de semántica suficientes para distinguir todos los decimales que hay entre condenar, rechazar, censurar o reprobar. Cualquiera de ellos o todos me valen para aplicar a los hechos de los que estamos hablando, que son puro gansterismo intolerable. Y no expresarlo rotundamente es una forma de complicidad.