No creo ser sospechoso de simpatizar ni personal ni (mucho menos) políticamente con los diputados descarriados de UPN en el Congreso Sergio Sayas y Carlos García Adanero, pero me cuesta horrores creer que votaron contra la reforma laboral porque el PP les había untado con pasta. Es verdad que se les puede poner a caer de cien burros por la brutal hipocresía que lucieron al asegurar que, pese a no estar de acuerdo, acatarían el mandato de su partido para terminar pasándose tal mandato por la sobaquera. Y también que en sus declaraciones y actitudes posteriores, uno y otro han vuelto a demostrar lo que, por otra parte, ya sabíamos de ellos: que son un par de vividores de la política a los que les da igual arre que so con tal de seguir chupando de la piragua. Quizá incluso se puede interpretar que obraron del modo en que lo hicieron como inversión de cara al futuro.
Pero hasta ahí. Acusarles de dejarse comprar como han hecho primero la hiperventilada Adriana Lastra y después el gran fontanero de Sánchez Santos Cerdán, que llegó a mentar a la mafia, es una demasía que, si creyéramos de verdad en tres o cuatro principios básicos, no deberíamos tolerar por muy mal que nos caiga el PP. Para empezar, cabe exigirles que nos enseñen las pruebas. Y para seguir, procede reflexionar en voz alta sobre si no volveremos a estar en el clásico de la viga y la paja. Porque si hablamos de compraventas de voluntades, resulta que este es el minuto en que el PSOE no ha explicado qué le ofreció al presidente de UPN, Javier Esparza, a cambio del sí en aquella misma votación. Tampoco importa porque todo el mundo lo sabe.