Jaiak bai, borroka ere bai. No es ninguna casualidad que la bronca entre las dos facciones alevines de la autoproclamada izquierda patriótica vasca tenga como campo de batalla los espacios festivos de Euskal Herria. La pugna es por ver cuál de los bandos representa mejor aquella soplagaitez de “la juventud alegre y combativa”. Desde que uno recuerda —finales de los 70 hacia acá—, las fiestas patronales han sido eventos en los que marcar paquete hegemónico. Con las viejas y muy cruentas guerras de las banderas, con las fotos de los héroes encarcelados en las txosnas, con pancartas del mismo tenor en el pueblo que tocase y no pocas veces, con homenajes y besamanos a matarifes en los programas. Todo, aderezado con un silencio espeso de nosotros, los equidistantes, que nos tomábamos un talo con txistorra y un txakoli como quien silba a la vía.
Por todo esto, lo que ha ocurrido estos días atrás en Mutriku resulta una estimulante novedad. Una zipaia, una malvada ejecutora de la represión nativa de la localidad ha tenido los santos ovarios de reclamar su derecho a participar en las fiestas de su pueblo. Se limitó a pedir su camiseta y una silla en la comida popular ante los que se erigían en fuerzas vivas del terruño, una panda de fascistillas con escasas renovaciones del denei, que la vetaron por “enemiga del pueblo”. Ella no se arredró. Cual la mitificada Rosa Parks, desafió a los supremacistas blancos y machirulos abertzaloides. Seguramente, la valiente ertzaina quedará señalada para los restos, pero ha conseguido que hasta EH Bildu, que gobierna en Mutriku, denuncie el apartheid. Es un notable avance.