Aquí me tienen, en primer tiempo de saludo después de un mes casi a cuerpo de marajá. Si me conocen algo, ya saben que no soy de lloriquear por regresar a un curro razonablemente remunerado que, además, es el que, con sus más y sus menos, me sigue poniendo pilongo. Les dejo la matraca del síndrome postvacacional a los postureros, los pobres de espíritu y los que, estando en una situación seguramente mejorable, no se dan cuenta de que deberían entonar el virgencita que me quede como estoy. La vuelta más jodida es —amarren la paradoja por el rabo— la de quienes no pudieron irse a ningún lado y, por tanto, en realidad no tienen ni a dónde ni a qué volver. Les deseo con toda mi alma, queridos lectores, que no se encuentren ni remotamente cerca de tal situación.
Dicho lo obvio, no les niego cierto acongoje (o, directamente, acojone) al arrancar del calendario la última página de agosto e inaugurar la primera de septiembre. Llevan desde junio advirtiéndonos de que hoy es el primer día del apocalipsis. De aquí en adelante nos aguarda una sucesión de desgracias y sinsabores sin cuento. Los precios, que ya llevan tres meses subiendo por encima del diez por ciento, seguirán desbocados. Las crisis de la pandemia y de las hipotecas basura nos parecerán una broma en comparación con esta, en la que deberemos quitarnos la mugre con agua fría y calentarnos, en el mejor de los casos, con mantas zamoranas. Es lo que no se cansan de anunciar los agoreros con cargo público adosado al tiempo que nos llaman a los mismos sacrificios de los que ellos encontrarán el modo de librarse. Apuesten algo.
Pues sí que te han sentado bien las vacaciones. Tanto optimismo es inusual en ti. Mira que pensar que vamos a tener agua, aunque sea fría, para ducharnos cuando queramos..