Perdonen que les cuente una batallita personal. Después de dos años y pico esquivando al bicho y sin padecer ni un triste resfriado, hace mes y medio acabé mordiendo el polvo. Con una afonía y una congestión nasal nada exagerada como síntomas, me metí el hisopo hasta lo más profundo de ambas narinas, y el joío cacharro me respondió con la rayita lila bien marcada sobre el cartón absorbente. Y así, en las cuatro repeticiones posteriores, hasta que en la quinta, el artilugio me dio por librado del virus. Salvo por el engorro del aislamiento (ma non troppo), sobre todo, para no contagiar a los vejetes de mi tribu, la cosa resultó de lo más llevadera. Cuatro mocos, dos toses, cierta sensación de lija en la garganta, pero la cabeza y la musculatura en perfecto estado de revista; gracias a las vacunas, supongo.
Cuando por fin el rasca y gana de farmacia, como les contaba arriba, dio negativo, sentí un gran alivio. Pensé, cándido de mí, de quedaba exento por unos meses. Pero fue que no. Hace diez días volvieron los síntomas, quizá una gota más cabroncetes, de lo que yo solo pude pensar que era un catarrillo de verano. Hasta que perdí totalmente el olfato, por supuesto. Ahí tuve claro que, como el cartero, el covid puede llamar dos veces en apenas cinco semanas. La moraleja no es tanto para mí, que ya he vuelto a salir (salvo por la faena de no poder oler tres en un burro), sino para quienes me leen. Si no han pasado por algo parecido, seguro que conocen a alguien que sí. La ola silenciosa está ahí, acechando para, como poco, fastidiarles un trozo de verano. Ojalá sea solo eso. Como decía el teniente Furillo, tengan mucho cuidado ahí fuera.