Cuidado con la ola silenciosa

Perdonen que les cuente una batallita personal. Después de dos años y pico esquivando al bicho y sin padecer ni un triste resfriado, hace mes y medio acabé mordiendo el polvo. Con una afonía y una congestión nasal nada exagerada como síntomas, me metí el hisopo hasta lo más profundo de ambas narinas, y el joío cacharro me respondió con la rayita lila bien marcada sobre el cartón absorbente. Y así, en las cuatro repeticiones posteriores, hasta que en la quinta, el artilugio me dio por librado del virus. Salvo por el engorro del aislamiento (ma non troppo), sobre todo, para no contagiar a los vejetes de mi tribu, la cosa resultó de lo más llevadera. Cuatro mocos, dos toses, cierta sensación de lija en la garganta, pero la cabeza y la musculatura en perfecto estado de revista; gracias a las vacunas, supongo.

Cuando por fin el rasca y gana de farmacia, como les contaba arriba, dio negativo, sentí un gran alivio. Pensé, cándido de mí, de quedaba exento por unos meses. Pero fue que no. Hace diez días volvieron los síntomas, quizá una gota más cabroncetes, de lo que yo solo pude pensar que era un catarrillo de verano. Hasta que perdí totalmente el olfato, por supuesto. Ahí tuve claro que, como el cartero, el covid puede llamar dos veces en apenas cinco semanas. La moraleja no es tanto para mí, que ya he vuelto a salir (salvo por la faena de no poder oler tres en un burro), sino para quienes me leen. Si no han pasado por algo parecido, seguro que conocen a alguien que sí. La ola silenciosa está ahí, acechando para, como poco, fastidiarles un trozo de verano. Ojalá sea solo eso. Como decía el teniente Furillo, tengan mucho cuidado ahí fuera.

En memoria de Karlos A.

La primera patada en el estómago fue una esquela junto al mercado de mi barrio. En la foto, un crío con sonrisa de pillo. Una cara que podía haber visto mil veces sin fijarme. Cualquiera de tantos chavales que a los de mi quinta nos parecen casi idénticos. Y que nos recuerdan, más allá de las similitudes físicas, a nuestros propios hijos adolescentes. Quizá por eso el impacto es mayor. Uno no puede evitar pensar… bueno, ya saben qué. Tenía 15 años y se llamaba Karlos. No dejó de bailarme el nombre en la cabeza hasta que en la edición digital de mi propio periódico me asaltó la primera noticia, aún a falta de detalles. Ahí se nos contaba que había aparecido muerto en su cama. Su tía fue a despertarlo y encontró su cuerpo inerte.

No tardamos demasiado en saber algo más. Estaba lleno de moratones de los pies a la cabeza. Todo apuntaba, como se confirmó un poco más tarde, a una muerte violenta. Un homicidio, según el informe forense. Una o varias personas le habían propinado una paliza que, a la postre, resultó fatal. En el momento de escribir estas líneas, la Ertzaintza continúa investigando lo sucedido. Y poco más les puedo contar. Por alguna razón que se me escapa, esta vez no ha habido concentraciones ni declaraciones de condena. Las fiestas de San Pedro siguieron tal cual. A trescientos metros de mi casa y doscientos del domicilio en que Karlos expiró su último aliento, la música siguió atronando. Es verdad que entre trago y trago, en las terrazas o en las txosnas se cuchicheaba sobre lo ocurrido. Pero la dolorosa sensación era que, en general, la muerte violenta de un casi niño no resultaba especialmente anormal.

Protección animal… mejorable

Celebro la aprobación, con una amplia mayoría, de la ley vasca de protección de animales domésticos. Me complace que se les otorgue la condición de “seres sintientes”, que, aunque sea una expresión que suena raro, es la forma de dejar claro que no son cosas. Parecería una obviedad si no fuera por la cantidad de miembros de la especie teóricamente humana que tratan a los animales como puñeteros objetos.

Una vez dicho lo principal, no puedo dejar de anotar que echo en falta una mayor valentía a la hora de hincarle el diente legal a la cuestión. La tauromaquia y sus derivados vuelven a quedar en el limbo. Por lo visto, no somos capaces de hacer frente a las pretendidas tradiciones o, perdón por la rima, a nuestras contradicciones. Quizá también a ciertos intereses, como se ve todavía más claramente en que los perros de caza no gozarán de la misma protección que sus congéneres de compañía. No generalizaré, porque conozco a dueños de estos chuchos que los tienen como marajás y sienten por ellos un cariño infinito. Pero igualmente sé de un montón de escopeteros que los tratan a baquetazos y les dan una vida perra en el peor sentido de la palabra. Se me escapa por qué se pierde la oportunidad de meter en vereda a estos tipejos.

Por lo demás, y volviendo al ámbito de las mascotas más habituales, no habría sobrado subrayar que la responsabilidad de los humanos que los poseen (no encuentro verbo mejor, lo siento) no es solo hacia los animales sino respecto a sus convecinos. Eso implica evitar que hagan sus necesidades mayores o menores en los espacios comunes o cuidar de que no se abalancen sobre el prójimo.

Víctimas arrinconadas

La comisión de valoración de abusos policiales en Euskadi ha acreditado 46 nuevas víctimas en los últimos doce meses. Detrás de cada uno de los expedientes, hay decenas de horas de trabajo, de búsqueda de documentos, tomas de declaración, comprobaciones, cruces de datos… Es una labor sorda, realizada fuera de los focos y, desde luego, lejos de los ruidos mediáticos y políticos. Aun así, como denunció la presidenta del organismo, Juana Balmaseda, en la presentación de los datos, la tarea se ha visto vergonzosamente torpedeada por los que pretenden ejercer el sufrimiento régimen de monopolio. Hablamos nada menos que de la presentación masiva por parte de miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado de solicitudes de reconocimiento con la plena conciencia de que no reunían los requisitos. Resulta siniestro pero también revelador que parte de los victimarios hayan pretendido pasar por víctimas.

Sin necesidad de que los uniformados pusieran palos en las ruedas, la labor ya se presenta lo suficientemente complicada. De ahí que resulte vital que las instituciones tomen nota de la llamada de auxilio de los integrantes de la comisión. El número de solicitudes rebasa de largo la capacidad de resolución. Hacen falta más medios humanos y materiales para que sea posible acercarse al objetivo de procurar amparo y reparación a las centenares de personas que en este país apenas anteayer han sufrido abusos a manos de los teóricos encargados de velar por el cumplimiento de la ley. Y al margen de las cuestiones logísticas, hace falta un acto público de reconocimiento a estas víctimas hasta ahora arrinconadas.

Inflación de dos dígitos

Después de rozarlos en los cuatro últimos meses, en este junio que termina hoy, lo hemos conseguido. Inflación de dos dígitos. 10, 2 % para ser exactos. Y como esto es acumulativo, no hay palabras para definir el rejonazo en el bolsillo que llevamos sufriendo desde principios de año. Porque, aunque sea desgañitarse en vano, hay que decir que esto viene desde antes de la invasión rusa de Ucrania. Luego, sí, tras la entrada del primer tanque, todo se desbocó, que es el verbo que nos gusta utilizar a los plumíferos en estos casos. Se juntaron el hambre, las ganas de comer y la gula de un puñado de jetas que vieron su oportunidad de pescar en río revuelto. O sea, de forrarse.

No hay que ser Nobel de Economía para comprender que, si bien la agresión putinesca de un país que nos suministra multitud de productos básicos le dará un gran meneo a los precios, en buena parte de los casos, las subidas son consecuencia de la especulación más pura y dura. Y aunque quizá algún que otro tendero de la esquina se haya abonado a la picaresca, están siendo las grandes plataformas de distribución las que se llevan la palma. Si tienen por ahí un ticket de la compra de enero, compárenlo con otro de anteayer, verán qué cabreo impotente les entra. Para perfeccionar la tormenta, buena parte de las medidas de choque del gobierno español incentivan la inflación que es un primor. La subvención de 20 céntimos por litro de combustible, los pomposos cheques de 300 euros o las rebajas de impuestos del recibo de la luz acaban subiendo los precios en la misma cuantía que la supuesta rebaja. Siento haberles amargado (más) el día.

Kote Cabezudo, esto no ha terminado

Violación, abusos, pornografía infantil y estafa. En total, cuatro tipos penales para diez delitos probados. Eso es lo que lleva en el zurrón el fotógrafo depredador Kote Cabezudo. La sentencia global es de 28 años de cárcel, cuando la fiscalía solicitaba 250 y las acusaciones particulares, más de 2.600. Sin ser muy ducho en Derecho, cabría pensar que es una condena generosa, a la vista de la gravedad de los hechos que se dan por confirmados y de la reincidencia múltiple del fulano. Eso, sin contar, que todos sabemos que el tiempo inicial no se será el de cumplimiento efectivo. Y en cuanto a la parte económica, con 116.000 euros de indemnización a repartir (en diferentes cantidades ridículas en algún caso) entre nueve víctimas, solo puedo manifestar mi más absoluta incomprensión. Se diría que está literalmente barato incurrir en ciertas conductas. Por lo demás, no debemos perder de vista que no se trata de una sentencia firme. Todas las partes, incluido el condenado, parece que tienen la intención de recurrir al Supremo.

Al margen de lo puramente penal, habrá un buen número de cuestiones que quedarán sin aclarar. Por ejemplo, el oscurantismo que rodeó el caso cuando empezamos a tener las primeras informaciones casi con cuentagotas. Más grave que eso, y en cierto modo, como consecuencia de lo anterior, hubo quien aprovechó el caso Cabezudo para desprestigiar gravemente a diferentes personalidades públicas de Donostia. Uno de ellos, Odón Elorza, todavía aguarda que se resuelva la querella por vulneración del derecho al honor que interpuso contra el abogado del fotógrafo depredador.

El covid sigue ahí

Como en el requeteversioneado microcuento de Monterroso, cuando nos levantamos, el covid seguía ahí. De hecho, lleva sin moverse del sitio dos años y cuatro meses. Otra cosa es que en los últimos tiempos, sobre todo desde que nos liberaron de las mascarillas en la mayoría de los interiores, hayamos desarrollado la capacidad no ya de no verlo, sino de ni siquiera pensar en él. Por alguna razón que quizá lleguen a explicar la psicología, la neurología, la sociología o la antropología, llevamos un carro de semanas viviendo prácticamente como antes de febrero de 2020. Y obramos así, fíjense lo que les digo, incluso los que al humo de las velas, acabamos dando positivo después de haber esquivado el bicho en lo más crudo del crudo invierno pandémico.

La cosa era que, mientras dábamos por pasada la página y estábamos a otra cosa —los hachazos al bolsillo en estos tiempos de inflación galopante, por ejemplo—, los números se parecían bastante a los de la época en que no nos llegaba la camisa al cuello. La semana pasada, sin ir más lejos, impactó frente a mis ojos el mapa de colores de la CAV. Una amplia mayoría de municipios de los tres territorios aparecía tan en rojo como en los días en que esa variedad cromática suponía cierres de bares, comercios y espectáculos, amén de la prohibición de abandonar nuestra demarcación. Gracias a las vacunas —un saludo a los zumbados conspiranoicos—, ya no estamos en esas. Pero el dato oficial más reciente, que es el que ha inspirado esta columna, da mucho qué pensar: hay 400 pacientes ingresados en planta y en la última semana han fallecido 30 personas. Ahí lo dejo.