Decía Einstein que el peor de los errores es hacer siempre lo mismo y esperar resultados diferentes. Tan simple como, por lo visto, difícil de ponerle remedio. Volveremos a verlo el viernes, cuando el Consejo de ministros español bendiga la reforma laboral número ene que, como todas, viene anunciada como la definitiva y, como todas, no lo será. Lo malo es que de versión en versión, el producto degenera y avanzamos retrocediendo. Y cuando los datos lo demuestren, la burra volverá al trigo: nueva llamada a la negociación, nueva ruptura y nuevo decreto que dejará las cosas un escalón por debajo de donde estaban.
¿Hay modo de pegarle un tajo a esta espiral perversa? Lo dudo porque para ello habría que echar abajo varios puntos de partida irrenunciables y sospecho que eso no está en el guión de ninguno de los llamados —siempre me ha resultado curiosa la expresión— “agentes sociales”, que en el fondo son, cada uno a su modo, muy conservadores. Si alguna vez, sin embargo, fueran capaces de desprenderse de las orejeras, podrían preguntarse para qué sirve cambiar el cuerpo de la legislación laboral. La respuesta única en este momento donde el suelo se abre bajo nuestros pies es que se hace para luchar contra el paro o, en enunciado positivo, para crear empleo.
Como intención es irreprochable, desde luego, pero si nos detenemos a pensar, estamos dando carta de naturaleza a la caza de moscas a cañonazos. En lugar de hacer frente a un problema específico y con herramientas específicas, desmontamos todo el tinglado y lo volvemos a montar pieza a pieza para encontrarnos, oh sorpresa, con que el problema sigue donde estaba, si es que no ha crecido. Al paro se le hace frente, opino humildemente, con medidas concretas y actuando en la raíz. Otra cosa es que no sepa, que no se pueda o que no se quiera y se combata la impotencia por ello haciendo indefinidamente una reforma sobre otra reforma.