La derecha en aumentativo —derechaza, derechona, derechorra— no tiene mejores aliados que los progreguays, palabro que no por casualidad se acuñó en el ultramonte diestro. Hay que ser pardillo o jeta redomado para embutirse por iniciativa propia en el traje de Tonetti que te han cosido los de enfrente con el único propósito de descojonarse de ti. Pero claro, ahí está la gongorada para explicarlo: ándeme yo caliente y ríase la gente. Se saca un capitalito y se ensancha el ego una barbaridad yendo de tertulia en tertulia para fungir de sparring del facherío cañí, que ese sí que va entrenado y ejerce desde pequeñito y con afición. Como la claque que jalea al otro lado de la pantalla cojea de la misma neurona, nadie repara en el fraude, y todos contentos. Los primeros, los dueños del canal requetechachi, que realquilan los rebaños a las agencias de publicidad a una tarifa cada vez más suculenta. Y a los bomberos toreros tampoco les va mal: elevan el caché, les salen bolos o se montan un chiringuito electoral a imagen y semejanza del de Rosa Díez, pero rojete en lugar de magenta.
Que sí, que fue una zafiedad machista del quince que el vividor Alfonso Rojo le llamara gordita a Ada Colau en presencia de las cámaras. Pero más que eso, fue un incidente perfectamente evitable. Si saltas el vallado en Estafeta, no vale lamentarse cuando el Cebada Gago te ha hecho un agujero de repuesto en el tafanario. Al aceptar formato y compañía —esto lo aprendí del gran Fernando Poblet—, por muy digno que te pretendas, dejas de pertenecerte. Pasas a ser pimpampum sin más derecho que recibir un cheque tras la brea.