No dejaré de sorprenderme por los sucesivos descubrimientos de la pólvora que celebramos como si realmente estuviéramos ante lo nunca visto. El penúltimo fenómeno de este tipo es la incendiada polémica sobre si los jóvenes de hoy viven peor que sus padres. Parece ser que esta vez el melón lo ha abierto (o sea, reabierto) Ana Iris Simón, una escritora que aún no ha cumplido los treinta. Ya les hablé de ella hace unos días. Una intervención suya en Moncloa, donde lanzó esta idea, provocó la polvareda que a esta hora ya ha derivado, más allá de las diatribas cruzadas entre partidarios y contrarios, en un aluvión de sesudos reportajes sobre la cuestión. ¿Y cuál es la conclusión? Pues la que cabía esperar: que depende. Cada joven que aporta su testimonio a estas piezas periodísticas tiene su propia experiencia y, por lo tanto, su propia respuesta. Hay veinteañeros que gozan de una situación muy superior a la que tenían sus padres a su edad y otros que ni pueden soñar todavía con empatar a sus progenitores. Diría, con todo, que son más los primeros, porque por muy demagogos y apocalípticos que nos pongamos, los factores objetivos de bienestar de la actualidad en sociedades como la nuestra están muy por encima de los que había hace veinte, treinta y no digamos cuarenta años. Otra cosa es que, como ha ocurrido en casi todas las generaciones desde la del baby-boom, siempre haya habido circunstancias individuales concretas. Y de eso va, por cierto, la novela de Ana Iris Simón que ha dado pie al debate. Lo que ella cuenta —y de un modo delicioso— es su historia, que no necesariamente coincide con la de toda su generación.