Dicen -y de hecho se estudia como tal- que la Nutrición es una ciencia, pero buena parte de los que la ejercen actúan como si se tratara de una fe o una nigromancia. Allá donde los no iniciados en los secretos del condumio esperamos unos consejos racionales sobre qué llevarnos a la boca, los hechiceros de la tribu nos obsequian con furibundas advertencias del infierno que nos aguarda si metemos en nuestro cuerpo tal o cual vianda. Imposible, buscar una lógica en sus recomendaciones siempre disfrazadas de prohibición tajante so pena de infartazo o cáncer galopante. Lo que un día es la panacea de la eterna juventud se convierte a la mañana siguiente en el pasaporte directo a la tumba.
Treinta años tratando de convencerme a mí mismo de que las insípidas acelgas y espinacas eran un manjar excelso, y resulta que me podía haber evitado el autoengaño. A buenas horas sale un sanedrín llamado Agencia Española de Seguridad Alimentaria y Nutrición (suena a cosa seria, ¿no?) a dictar un ucase contra las verduras de hoja, bajo la acusación de contener nitratos asesinos sin cuento. Puedo asumir el daño continuado que le he infligido a mi organismo durante décadas, pero pienso en los sanísimos purés que, haciendo caso omiso a sus protestas, le he estado dando a mi hijo, y me siento Lucrecia Borgia. Pobre criatura. Cuánto mejor para su desarrollo equilibrado si lo hubiera cebado con phoskitos y bollicaos.
Exagero, sí, y también reduzco al absurdo, pero al hacerlo no ando muy lejos de los modos que gastan en su comunicación los sabios con estudios y membretes oficiales. La diferencia es que lo que acabo de escribir es una chorrada que nadie va a tomar como dogma de fe. La cosa es más grave cuando es una lista con aval del Ministerio español de Sanidad la que, sin más explicaciones, asegura que comer atún rojo te muta en termómetro o que chupar la cabeza de una gamba hace de tu churumbel una pila alcalina.