Comer o no comer

Las verdades duran lo que duran. Incluso, a pesar de la brasa que nos dan, las científicas. O especialmente esas, y con particular querencia, las que tienen relación con las cosas de comer y beber. No vean, además, la prisa que gastan los sabios de la materia en mudar de alfa a omega, de arre a so, de cero a infinito y/o viceversa. Que antes, por lo menos, desde que se creaba un mito hasta que se desmentía transcurrían unas cuantas generaciones. El durante siglos despreciado pescado azul pasó un día a la categoría de mano de santo, y aguanta en el Olimpo de la nutrición más de dos décadas después de la muerte de Grande Covián. Hoy, sin embargo, las pontificaciones tardan dos pestañeos en contradecirse.

Ahí tienen la perversidad sin límite ni freno del aceite de palma. Hace nada, armados de profundísimos e irrefutables estudios, andaban proponiendo estampar en los envases de las margarinas imágenes como las de las cajetillas de tabaco. Se acusaba a la grasa del diablo de genocidios silenciosos sin cuento. ¡Con qué acojono nos hemos estado dejando los ojos frente a los lineales del híper en el a veces vano intento de discernir si tales galletas o cual mayonesa incorporaban el veneno!

Pues para bien poco, porque acaban de desembarcar eruditos que, apoyándose en trabajos tan documentados como los otros, concluyen que tampoco es para tanto. Después de abroncar al ignorante común de los mortales por dejarse amedrentar, anotan con displicencia que bueno del todo no es, que al final de algo hay que morir, y que hay cosas peores. Como el glutamato o los refrescos light, vigentes malvados hasta nueva orden.

Nutrición parda

Dicen -y de hecho se estudia como tal- que la Nutrición es una ciencia, pero buena parte de los que la ejercen actúan como si se tratara de una fe o una nigromancia. Allá donde los no iniciados en los secretos del condumio esperamos unos consejos racionales sobre qué llevarnos a la boca, los hechiceros de la tribu nos obsequian con furibundas advertencias del infierno que nos aguarda si metemos en nuestro cuerpo tal o cual vianda. Imposible, buscar una lógica en sus recomendaciones siempre disfrazadas de prohibición tajante so pena de infartazo o cáncer galopante. Lo que un día es la panacea de la eterna juventud se convierte a la mañana siguiente en el pasaporte directo a la tumba.

Treinta años tratando de convencerme a mí mismo de que las insípidas acelgas y espinacas eran un manjar excelso, y resulta que me podía haber evitado el autoengaño. A buenas horas sale un sanedrín llamado Agencia Española de Seguridad Alimentaria y Nutrición (suena a cosa seria, ¿no?) a dictar un ucase contra las verduras de hoja, bajo la acusación de contener nitratos asesinos sin cuento. Puedo asumir el daño continuado que le he infligido a mi organismo durante décadas, pero pienso en los sanísimos purés que, haciendo caso omiso a sus protestas, le he estado dando a mi hijo, y me siento Lucrecia Borgia. Pobre criatura. Cuánto mejor para su desarrollo equilibrado si lo hubiera cebado con phoskitos y bollicaos.

Exagero, sí, y también reduzco al absurdo, pero al hacerlo no ando muy lejos de los modos que gastan en su comunicación los sabios con estudios y membretes oficiales. La diferencia es que lo que acabo de escribir es una chorrada que nadie va a tomar como dogma de fe. La cosa es más grave cuando es una lista con aval del Ministerio español de Sanidad la que, sin más explicaciones, asegura que comer atún rojo te muta en termómetro o que chupar la cabeza de una gamba hace de tu churumbel una pila alcalina.