Macrobrotes

Pues seguimos para bingo pandémico. O, como poco, para hacer la línea de la quinta ola, si no llevo mal las cuentas. De entrada, me van a permitir un saludo a los esforzados miembros del equipo paramédico habitual. Ya es mala leche que justo cuando volvían a darnos la matraca con datos super-mega-maxi fehacientes que probaban que la peña se pone chunga en el curro, la cabrita realidad nos haya vomitado cifras contantes y sonantes que demuestran de una forma no ya abrumadora sino insultante una realidad bien distinta. Tomen solo los últimos números, los del viernes. En la demarcación autonómica, 498. En la foral, 152. Y no hace falta ser un rastreador apache para llegar al origen del reventón de positivos: desfases en Mallorca y Salou y ‘no fiestas’ en un porrón de localidades, con Hernani ofreciendo registros de escándalo. Me voy a despiporrar un kilo cuando el científico oficial de la resistencia nos saque la gráfica en la que se vea claramente que todo quisque pilló el bicho en la oficina o mientras reponía las estanterías del híper. Algún día hablaremos de las batas blancas a las que hemos concedido estatus de oráculo cuando toda su divulgación parda atiende a unas siglas.

Pero no va ser hoy, porque el espacio que le queda a esta columna debe ser para tratar de hacer ver a los lectores que hemos entrado en una deriva endiablada. Mi gran temor es que la mayor parte de mis congéneres ha tomado la directa al viejo modo de vida. Como mucho, mantendrá la mascarilla en exteriores —mal puesta, sin cambiar en semanas— a modo de prueba de compromiso. Solo las vacunas puestas nos salvarán. Eso espero.

Sanidad judicializada

Me dicen que se me fue el vitriolo en la columna de ayer. Y no niego un exceso de visceralidad y quizá cierta carencia de argumentos razonados. Pero sigo suscribiendo prácticamente cada coma. Simplemente, no es de recibo que el mismo día en que se certificaron 766 muertos por covid en el conjunto del Estado, unos jueces que habitan en su propia realidad se arroguen el papel de avezados epidemiólogos y dictaminen cómo, cuándo y dónde se producen los contagios. Como escribía atinadamente Juan Ignacio Pérez, que algo sí sabe de ciencia, la ignorancia de estos magistrados del Superior de Justicia Vasco es muy atrevida.

Yo subo la apuesta: más que atrevimiento es soberbia, arrogancia, prepotencia y, en resumen, una superioridad moral ayuna, valga la paradoja, de moralidad. Ni por asomo van a pensar sus señorías que sus designios pueden reventar las UCIs, destrozar familias y dar más trabajo a las funerarias. Deciden sobre las existencias de los demás como si estuvieron resolviendo un sudoku o un crucigrama. Y cuando les llamas la atención sobre la sinrazón que implica que ante un hecho exactamente igual se emitan fallos o sentencias de sentido diametralmente opuesto, aún tienen el cuajo de espetarte que eso es lo bonito del Derecho, que esté al albur de la interpretación de cada diosecillo con toga.

No somos ovejas

No entiendo cómo puede estar azotándonos una terrible pandemia cuando vivimos rodeados de tipas y tipos que saben perfectamente lo que hay que hacer para acabar con ella. Los sabios incuestionables están por todos lados. Desde las barras de bar a las cátedras del recopón, pasando, cómo no, por Twitter. Fue precisamente en esa corrala donde el jueves leí a una individua que en los CIR —Centros de Instrucción de Reclutas, aclaro a los insultantemente jóvenes— se vacunaba a 5.000 soldados en una mañana. Tal garrulez nostálgica empató en cuñadismo barato con la proclama de un fulano al que escuché decir en la parada del bus que si su suegra se inyectaba la insulina o hasta el yonki más bruto era capaz de chutarse una dosis, no veía por qué no obligaban a que cada cual se vacunase contra la covid-19.

Pero como en la canción de Rosa León, entonces llegó un doctor —en veterinaria, en este caso— afirmando que los de su gremio habían vacunado en un mes a dos millones de (¡tatachán!) ovejas, lo cual venía a ser la prueba irrefutable de que tanto las autoridades como el personal sanitario eran unos mantas que no sabían hacer su curro. Lo tremendo para mi no fue la comparación vomitivamente ofensiva, sino el aplauso de paladines de la ciencia que, en efecto, nos ven a los seres humanos como ganado lanar.

Diario del covid-19 (34)

Hubo un tiempo nada lejano en que yo también solo veía virtudes infinitas en Fernando Simón. Mil veces lo puse como ejemplo de comunicación en la gestión de crisis peliagudas. Me parecía sinceramente un tipo que sabía transmitir confianza y calma en situaciones de zozobra, cuando el común de los mortales, o sea, servidor, empezaba a acongojarse ante lo que ya se iba dibujando como un episodio de alta gravedad. Y por ahí empezaré el desmontaje del mito. Hoy es el día en que está documentado que, en el caso más favorable para él, no sabía tanto como aparentaba. En los archivos está su declaración categórica, el 23 de febrero pasado, de que el virus no había entrado en el Estado español, cuando para esas fechas, según el informe del Instituto Carlos III, ya campaba a sus anchas en, por lo menos, una quincena de focos.

Nadie venga con la soplagaitez del Capitán A Posteriori, que ya en esos días había voces —y no únicamente de tertulieros fachuzos— alertando de la posibilidad que Simón negó no solo con contundencia sino con displicencia. Y así, en un sinfin de ocasiones en estas semanas tremendas en las que hemos podido comprobar que en numerosas ocasiones no son los datos técnicos y científicos los que basan las decisiones políticas, sino al revés. La ciencia sirve de coartada a la política.

Coronalistos

Deseo fervientemente que algún día podamos reírnos de esto. Me consta que algunos lo están haciendo ya, no sé si por inconsciencia, como antídoto del miedo o, sin más, porque oye, qué le vas a hacer, si de esta palmamos, que nos vayamos al otro barrio bien despiporrados. Servidor, que seguramente será un sieso, no le encuentra la gracia a la mayoría de los chistes negros que circulan. Ojalá a nadie se le congele la carcajada cuando compruebe en su entorno inmediato que lo que estamos viviendo no es ninguna broma.

Claro que los graciosos que hacen chanzas de octogenarios muertos —ayer mismo, con el primer fallecimiento en Euskadi, hubo jijí-jajás, se lo juro— resultan mas soportables que los requeteenterados que saben de buena tinta que todo se está haciendo mal. Los coronalistos son una epidemia paralela al coronavirus. Se queda uno asombrado de sus conocimientos enciclopédicos sobre transmisiones víricas, enfermedades contagiosas, protocolos, tratamientos y medidas de contención infalibles.

Y lo más pistonudo es que los integrantes de esta banda de sabiondos pontificadores no han pisado una facultad de Medicina en su vida y, en el mejor de los casos, sus conocimientos científicos se reducen a haber jugado con el Quimicefa. Pero ahí los tienen, oigan, igual proclamando que esto se pasa con zumo de naranja y paracetamol que cacareando que las autoridades sanitarias no tienen ni pajolera idea. O, por ir al asunto central de estas líneas, acusando a los profesionales sanitarios de Araba de haber propiciado la difusión del Covid-19 en el territorio, amén de su propia cuarentena. Lo llaman periodismo y no lo es.

Comer o no comer

Las verdades duran lo que duran. Incluso, a pesar de la brasa que nos dan, las científicas. O especialmente esas, y con particular querencia, las que tienen relación con las cosas de comer y beber. No vean, además, la prisa que gastan los sabios de la materia en mudar de alfa a omega, de arre a so, de cero a infinito y/o viceversa. Que antes, por lo menos, desde que se creaba un mito hasta que se desmentía transcurrían unas cuantas generaciones. El durante siglos despreciado pescado azul pasó un día a la categoría de mano de santo, y aguanta en el Olimpo de la nutrición más de dos décadas después de la muerte de Grande Covián. Hoy, sin embargo, las pontificaciones tardan dos pestañeos en contradecirse.

Ahí tienen la perversidad sin límite ni freno del aceite de palma. Hace nada, armados de profundísimos e irrefutables estudios, andaban proponiendo estampar en los envases de las margarinas imágenes como las de las cajetillas de tabaco. Se acusaba a la grasa del diablo de genocidios silenciosos sin cuento. ¡Con qué acojono nos hemos estado dejando los ojos frente a los lineales del híper en el a veces vano intento de discernir si tales galletas o cual mayonesa incorporaban el veneno!

Pues para bien poco, porque acaban de desembarcar eruditos que, apoyándose en trabajos tan documentados como los otros, concluyen que tampoco es para tanto. Después de abroncar al ignorante común de los mortales por dejarse amedrentar, anotan con displicencia que bueno del todo no es, que al final de algo hay que morir, y que hay cosas peores. Como el glutamato o los refrescos light, vigentes malvados hasta nueva orden.

Medir el sufrimiento

Hasta hace un par de días ni se me había ocurrido que pudiera existir una tabla de pesos y medidas para determinar científicamente la cantidad y la calidad del sufrimiento. Lo descubrí escuchando, debo decir que atónito, a uno de los forenses que han intervenido en el juicio al que en los medios llamamos teatralmente ‘el falso shaolín’ cuando quizá bastaría referirnos a él como ‘el asesino del gimnasio’. El experto hablaba, en concreto, de Ada Otuya, la última víctima del matarife, la que tenía casi literalmente entre las manos en el momento de su detención. Fue hallada agonizante, ingresó en el hospital en estado de coma, y falleció tres días después.

Al impresionable común de los mortales como usted y yo se le ponen los pelos como escarpias y se le encoge el alma imaginando los padecimientos de la mujer. Pues con la cinta métrica oficial en la mano, no tenemos motivos para ello. Según afirmó el perito con una mezcla de frialdad y lo que parecía cierta molestia por tener que explicar cosas que en su círculo profesional son de parvulitos, Ada no fue sometida a un sufrimiento excesivo ni inhumano. Vamos, que fue el dolor corriente y moliente de cuando a alguien de complexión fuerte le está matando un tipo bajito con conocimientos de artes marciales.

Seguramente, desde el punto de vista técnico, la argumentación es impecable y, desde luego, imposible de refutar por quien, como servidor, sabe de la ciencia forense lo que ha visto en las películas y en las mil series sobre la materia. No puedo, sin embargo, dejar de anotar mi estupor y mi desazón al comprobar que hasta lo más íntimo es tasable.