Un restaurante no apto para niños

Un restaurante de Bilbao ha conseguido su cuarto de hora de fama y su publicidad gratuita porque, por lo visto, es el primero de la Villa —no sé si de Euskadi o incluso del Estado— que prohíbe la entrada de niños. O para ser más exactos, de menores de 18 años, que no es lo mismo. La justificación del responsable de marketing del local va de lo medianamente lógico a lo peregrino. Por un lado, se supone que se pretende crear un ambiente donde los adultos estén cómodos y, en el doble tirabuzón final, se arguye que los sabores de su carta seguramente no son aptos para paladares infantiles. Como excusatio non petita, se añade que el mismo grupo posee otros establecimientos específicamente dedicados a las familias en los que las criaturas son recibidas con los brazos abiertos.

Si me preguntan qué hay de malo en la iniciativa empresarial en cuestión, les diré que, en principio, nada. Otra cosa es que mi imaginación vuele y les plantee directamente a ustedes qué nos parecerían otras limitaciones de edad. Fíjense que no lo voy a poner fácil preguntando si sería lícito o moralmente defendible un restaurante que no admitiera mujeres, personas LGTBI o inmigrantes. Qué va. Centrémonos solo en los calendarios vividos. Me consta que hay tasqueros que echan las muelas porque en sus garitos se apalancan abuelos y abuelas que pasan la tarde entera consumiendo un café con leche y, además de espantarles otro tipo de clientela, no les salen nada rentables. ¿Sería admisible que impidiesen el acceso a mayores de 65 años? Si nos parece que no, ¿por qué, sin embargo, le encontramos una lógica al veto a los niños?

Ocio neoliberal

¿Cómo no habríamos caído en ello? La culpa de las incívicas, insolidarias y reiteradas hasta la náusea grescas alcohólicas de madrugada de los últimos meses es del modelo de ocio neoliberal. Palabra de Arnaldo Otegi, que después de haber hecho sus pinitos como epidemiólogo, salta a un campo que por formación le es más cercano, el de la sociología. Lástima que sea la parda, por no decir directamente la cuñadil, la que se expresa a brochazo limpio a base de consignas más trasnochadas que las propias manifestaciones de violencia etílica alevín a las que estamos asistiendo. Menos da una piedra, esta vez no aplaude a las criaturas que se enfrentan a la Ertzaintza y a las policías locales, pero por aquello del caprino tirando el monte, sí justifica su actitud y pide pelillos a la mar, apelando a los comodines de la precariedad y la falta de perspectivas de futuro. Media docena de malvados con memoria entre los que me cuento sonreímos al evocar al propio Otegi en La pelota vasca de Julio Médem. “El día en que en Lekeitio o en Zubieta se coma en hamburgueserías y se oiga música rock americano y en vez de contemplar los montes se esté en internet, será un mundo tan aburrido que no merecerá la pena”, afirmó en 2003 el ya por entonces líder indiscutible del soberanismo fetén. Ahora sale con lo mismo, añadiendo la sobada alusión al neoliberalismo, como si desde los egipcios para acá los humanos de cualquier parte del globo no se hubieran entregado con denuedo al bebercio intensivo. Incluso, oh sí, en los tiempos de la martxa eta borroka y la juventud alegre y combativa. Menudas cogorzas se agarraban en los gaztetxes.

Macrobrotes

Pues seguimos para bingo pandémico. O, como poco, para hacer la línea de la quinta ola, si no llevo mal las cuentas. De entrada, me van a permitir un saludo a los esforzados miembros del equipo paramédico habitual. Ya es mala leche que justo cuando volvían a darnos la matraca con datos super-mega-maxi fehacientes que probaban que la peña se pone chunga en el curro, la cabrita realidad nos haya vomitado cifras contantes y sonantes que demuestran de una forma no ya abrumadora sino insultante una realidad bien distinta. Tomen solo los últimos números, los del viernes. En la demarcación autonómica, 498. En la foral, 152. Y no hace falta ser un rastreador apache para llegar al origen del reventón de positivos: desfases en Mallorca y Salou y ‘no fiestas’ en un porrón de localidades, con Hernani ofreciendo registros de escándalo. Me voy a despiporrar un kilo cuando el científico oficial de la resistencia nos saque la gráfica en la que se vea claramente que todo quisque pilló el bicho en la oficina o mientras reponía las estanterías del híper. Algún día hablaremos de las batas blancas a las que hemos concedido estatus de oráculo cuando toda su divulgación parda atiende a unas siglas.

Pero no va ser hoy, porque el espacio que le queda a esta columna debe ser para tratar de hacer ver a los lectores que hemos entrado en una deriva endiablada. Mi gran temor es que la mayor parte de mis congéneres ha tomado la directa al viejo modo de vida. Como mucho, mantendrá la mascarilla en exteriores —mal puesta, sin cambiar en semanas— a modo de prueba de compromiso. Solo las vacunas puestas nos salvarán. Eso espero.

Distraerse en el cine

Me confieso sin rubor un paleto cósmico en doce millones de materias. En la audiovisual, por ejemplo, que ya no sé si es séptimo arte, octavo o ni llega a entresuelo desde que la gran pantalla se ha dejado comer la tostada por las medianas, las pequeñas y las ultracanijas. Fíjense qué ignorancia la mía, que hasta anteayer no tuve conocimiento de la existencia de un astro del firmamento cinematográfico-televisivo-platafórmico que atiende por Luca Guadagnino. “Hombre, Vizcaíno, no me joda que no conoce al insigne autor de esa ambrosía para los sentidos titulada Call me by your name”, se mesarán los cabellos los lectores más puestos. Y servidor contestará que no, y que de hecho, le importa media higa, especialmente después de haber leído en un diario de la acera de enfrente una entrevista al susodicho, que a la sazón es presidente del jurado de la actual edición del Zinemaldia.

Definitivamente, entre ese tipo y yo hay, como cantaba Serrat, algo personal. “El cine debe crear en el público emoción y una necesidad incómoda y permanente de cambiar de ideas, no entiendo a la gente que dice ir al cine para distraerse”, proclama el señorito, tomándonos por escoria a los que más de una y más de quince veces nos repanchingamos en la butaca esperando olvidar por un ratito que casi todo es una mierda. Un respeto.

Contágiame, mi amor

Qué bulla más tonta, por favor. Que si son los jóvenes. Que si pues anda que los mayores. Que si también son las reuniones familiares y nadie dice nada. Por no hablar de los memos babeantes que, a estas puñeteras alturas, siguen dando la matraca con las elecciones, cuando, si algo acaba de demostrarse —¡joder, ya!— es que no pudo haber mejor momento para celebrarlas. Ya está bien de profecías autocumplidas y hechos alternativos (o sea, putas fake news). No hace falta estar en posesión de ningún máster en epidemiología avanzada para tener medio claro lo que está pasando en las últimas semanas.

Igual que con muchas de nuestras causas de muerte más habituales antes de la pandemia, como las enfermedades cardiovasculares o los accidentes de tráfico, volvemos a estar ante la opulencia y la pachorra como origen. Mal que les pese a los doctores Tragacanto de aluvión, aquí no hay asesina Confebask ni pérfido gobierno neoliberal que valga. Esto va de señoritos con derecho a voto de diferentes edades que se pasan por la sobaquera las recomendaciones más básicas para que el jodido bicho se dé un festín. Hace falta ser destalentado y tonto con enes infinitas para estabularse en un local cerrado a compartir fluidos a discreción. Claro que también les vale un rato a nuestras queridas autoridades por no impedirlo.

De brote en brote

Al foco de Ordizia, que a la hora de escribir estas líneas alcanza 58 positivos, se suma el de Tutera, con 23 contagios. Ambos casos tienen un elemento común que nos da la medida de por dónde va a derrotar la peste en esta etapa: el origen está en actividades de carácter social o, directamente, de ocio. Y ahí ya pueden rascarse la cabeza y enarcar las cejas los profetas del apocalipsis que señalaban a las malvadas patronales y sus esbirros de los gobiernos neoliberales como causantes de infecciones masivas. Por descontado que no es descartable que el bicho se cebe en lugares de currele —ahí tenemos Lleida—, pero de momento, los episodios que nos tienen con las piernas temblorosas en Hego Euskal Herria han sido consecuencia, dicho en plata, de las ganas de mambo del personal unidas a una cachaza del nueve largo. ¿Mascarillas? ¿Distancia? ¿Higiene? Yo quiero marcha, marcha…

Vale esto último de forma especial para el brote de Ordizia, convenientemente extendido por el Goiherri y más allá. Cabe preguntar a los dicharacheros integrantes del equipo paramédico habitual de qué modo podría haberse evitado. ¿Manteniendo el confinamiento por los siglos de los siglos, todos en casa y con la pata quebrada? No espero respuesta. Y menos, en medio de las celebraciones de los cuantopeormejoristas. Ni disimulan.