Macrobotellones: el problema crece

Ahora que parece que hay datos para confiar de verdad en que nos acercamos al principio del fin de la pandemia, atisbamos también, y con creciente claridad y zozobra, una de sus consecuencias que no fuimos capaces de prever. Porque teníamos constancia de las secuelas físicas y de las psicológicas, del mismo modo que intuíamos que el poso de lo vivido nos acompañaría de forma más o menos inconsciente en los comportamientos individuales y colectivos. Con lo que no creo que contáramos es con el fenómeno de los botellones masivos y violentos protagonizados, ojo, por un tipo de jóvenes que no responde ni remotamente a los perfiles clásicos que identificábamos con nitidez detrás de las conductas agresivas y/o destructivas. Ni son matones procedentes de entornos desestructurados ni chavalería ideologizada o con el coco comido para liarla parda contra el sistema opresor.

Qué va. Son niños y niñas medio bien que quizá no se hayan criado en la opulencia, pero a los que no les ha faltado ni les falta de casi nada. La mayoría, con consola de 400 euros, varios pares de deportivas de marca y, desde luego, móvil chachipiruli con tarifa infinita de datos. Cuentan como aliados con la legión habitual de felicianos que te escupen de partida la melonez del «no hay que criminalizar ni estigmatizar» complementada con la letanía del «es que lo han pasado muy mal» y rematada con las matracas del ocio neoliberal, la falta de alternativas o la razonable pero mal sacada a colación alusión al problema que tenemos con el alcohol. Creo sinceramente que ha llegado la hora de preocuparnos y buscar un modo eficaz de pararlo.

Ocio neoliberal

¿Cómo no habríamos caído en ello? La culpa de las incívicas, insolidarias y reiteradas hasta la náusea grescas alcohólicas de madrugada de los últimos meses es del modelo de ocio neoliberal. Palabra de Arnaldo Otegi, que después de haber hecho sus pinitos como epidemiólogo, salta a un campo que por formación le es más cercano, el de la sociología. Lástima que sea la parda, por no decir directamente la cuñadil, la que se expresa a brochazo limpio a base de consignas más trasnochadas que las propias manifestaciones de violencia etílica alevín a las que estamos asistiendo. Menos da una piedra, esta vez no aplaude a las criaturas que se enfrentan a la Ertzaintza y a las policías locales, pero por aquello del caprino tirando el monte, sí justifica su actitud y pide pelillos a la mar, apelando a los comodines de la precariedad y la falta de perspectivas de futuro. Media docena de malvados con memoria entre los que me cuento sonreímos al evocar al propio Otegi en La pelota vasca de Julio Médem. “El día en que en Lekeitio o en Zubieta se coma en hamburgueserías y se oiga música rock americano y en vez de contemplar los montes se esté en internet, será un mundo tan aburrido que no merecerá la pena”, afirmó en 2003 el ya por entonces líder indiscutible del soberanismo fetén. Ahora sale con lo mismo, añadiendo la sobada alusión al neoliberalismo, como si desde los egipcios para acá los humanos de cualquier parte del globo no se hubieran entregado con denuedo al bebercio intensivo. Incluso, oh sí, en los tiempos de la martxa eta borroka y la juventud alegre y combativa. Menudas cogorzas se agarraban en los gaztetxes.

Memos sin edad

Doscientos idiotas en un botellón en Artxanda. Salen en estampida al llegar la Ertzaintza. No todos. Un puñado de ellos se quedan y se encaran con los agentes. Que si no son terroristas, que a ver dónde pone que está prohibido quedar con los amigos a socializar. Leo en el diario de la acera de enfrente que, incluso, hay una enfermera de 25 años que se viene arriba y suelta una docena de mentecateces. Me muerdo las yemas de los dedos para no escribir que manda narices con la generación más preparada de todos los tiempos o la que dispone de más medios de acceder a la información. Sería, por añadidura, una generalización injusta. Les puedo presentar a un buen montón de chavales y chavalas en esa edad crítica que hacen todo lo posible y más por no expandir el bicho. Al precio, eso tampoco se me pasa por alto, de tener la juventud aparcada en el arcén de la pandemia.

Eso, sin contar que pasarse las recomendaciones por el forro no es una cuestión de renovaciones de carné. Son incontables los memos talluditos que se apelotonan en los bancos públicos con un café en vaso de parafina comprado en el bar de enfrente, que se agolpan en los merenderos a compartir tortilla, fumeque y fluidos o que salen a corretear o bicicletear en manada porque las normas son solo para los pardillos que tratamos de cumplirlas.

El botellón de Pedro Jota

Hay que reconocer que las disculpas del ministro Salvador Illa han ido más allá del formulismo y que sonaban absolutamente sinceras. No me queda la menor duda de que se siente afligido y avergonzado de verdad. Sin embargo, su encomiable acto de contrición no borra de un plumazo la gravedad de su comportamiento. Es del todo indefendible que, en lo más crudo de la segunda ola de la pandemia, el titular de la cartera de Sanidad se deje camelar para participar en una fiestaza con 150 personas o, en este caso, personajes. Por lo demás, si analizan los pequeños detalles, cuando en la parte más infantil de su discurso, Illa pretendió quitarle una gota de hierro a su patinazo aclarando que no se había quedado a la cena, acabó señalando a todos los que sí lo habían hecho.

De esos, el resto de los selectos convidados al botellón de alta alcurnia organizado por Pedro Jota, todavía estamos esperando algo parecido a una explicación. Hasta la fecha, y salvo algún farfulleo autojustificativo amén de falso (“Todo era legal”), solo hemos asistido a un espeso silencio que retrata perfectamente a los ínclitos Robles, Casado, Arrimadas, Dolores Delgado y demás chufleros con pedigrí. Es una indecencia sin matices irse de mambo cuando a la currita y al currito de a pie se les prohíbe poner flores a sus difuntos.