¿Pandemia? ¿Qué pandemia?

Toc, toc. Lamento interrumpir el plácido goce y disfrute de lo que dimos en llamar, tomando prestada la expresión al portavoz de Lakua, Bingen Zupiria, “la vida de otra manera”. Que sí, que yo también he pecado. Desde el mismo día en que decayó el decreto de emergencia sanitaria y el LABI pasó a la reserva, todos nos entregamos a la recuperación del tiempo perdido. Ya antes habíamos ensayado, pero en cuanto se cortó la cinta imaginaria, redoblamos nuestro ímpetu. Nos hicimos creer que llevábamos centurias de hambre atrasada y nos dispusimos a ajustar cuentas como si literalmente no hubiera un mañana ni un pasado mañana. Las mascarillas van desapareciendo del paisaje y nos arracimamos con el prójimo como no hacíamos antes de la irrupción del bicho. ¿Qué puede salir mal?

Pues, de momento, parece que todavía nada demasiado gordo. Estamos a tiempo de levantar el pie del acelerador vital. Sepan solamente que nuestra comunidad es una de las seis en las que el virus está técnicamente en expansión. Hemos pasado del verde al amarillo en ese mapa que hace no tanto escrutábamos con ansiedad y ahora pasamos un kilo y medio de mirar. Bien es cierto que algo de culpa tienen las autoridades que, por algún motivo, han considerado que ya no es necesario aportarnos los datos diariamente. La traducción de ese mensaje entre una ciudadanía con ansia de sepultar en el olvido este año y medio de limitaciones es que la pandemia está superada. Ya estamos viendo que todavía no podemos cantar victoria, pero por desgracia, parece tarde para dar marcha atrás. A lo bueno nos acostumbramos pronto.

El domingo, tonto el último

Empezaré apuntando una maldad. Los que han decidido que no son necesarias ni la prórroga del estado de alarma ni una legislación específica a partir del domingo son los mismos que pensaron que era una buena idea presentar una moción de censura en Murcia. En uno y otro caso subyace el principio ludopático que rige sus actuaciones, que es el que mi profesor de cuarto de EGB enunciaba así: si sale con barbas, San Antón; si no, la Purísima Concepción. Lo tremendo es que en el caso que nos ocupa, esta apuesta a cara cruz se puede traducir en decenas de miles de contagios y en una buena cantidad de muertes. Alguna experiencia tenemos en desescaladas a tontas y a locas y en salvaciones del verano, las navidades o la semana santa.

Escribo esto, no lo niego, bajo los efectos del inmenso canguelo que me da pensar en el monumental pifostio que se puede montar pasado mañana, cuando el personal sienta que tiene permiso para hacer de su capa un sayo. Y la cuestión es que será literalmente cierto porque decaerán las medidas troncales para hacer frente a la pandemia. Como poco, el toque de queda y los cierres perimetrales. Todo lo demás deberemos fiárselo a los tribunales de Justicia. Con los precedentes que nos han dejado sus señorías, solo nos queda rezar para que el virus se tome un respiro. Ojalá.

El pifostio de AstraZeneca

Me he pasado las últimas horas poniendo la oreja a conversaciones ajenas. Sin rigor estadístico alguno, he constatado que cerca de la mitad de esas charlas robadas tenían como asunto el inmenso pifostio de la vacuna de AstraZeneca. Había valientes que decían que no tendrían el menor reparo en chutarse una dosis del antídoto de marras y también personas muy ponderadas que sostenían lo obvio, que el riesgo es incomparablemente inferior a los beneficios. Estamos hablando de un muerto por cada millón de pinchazos frente a miles de vidas salvadas. Ahí llegaba la apostilla de no pocos de mis espiados: eso, si damos por cierto lo que nos han venido contando, cuestión que no resulta nada fácil a la vista de los sucesivos espectáculos de las últimas semanas y no digamos de los incontables cambios de criterio sobre las franjas de edad para las que es adecuada.

La conclusión es que se ha instalado la sospecha y va a ser muy difícil restaurar la confianza. Los antivacunas se están dando un festín en medio de esta ceremonia de la confusión. Ocurre esto justo cuando parecía que la mayoría de la población había entendido la necesidad de vacunarse y también cuando empezábamos a coger ritmo en la inmunización. ¿Cómo arreglarlo? Con una herramienta que las autoridades sanitarias usan regular: la comunicación.

Fiesta… ¿impune?

67 mastuerzos se pasan las medidas vigentes entre las ingles para celebrar un fiestón nada menos que en la hospedería de un convento de Derio. Sin mascarilla, sin distancia y sin ventilación, faltaría más. Son jóvenes —tampoco unos críos exactamente— y se creen inmortales. ¿Que pueden contribuir a matar a otros, incluidos sus mayores? Vayan e intenten que les entre en su única neurona. A ellos, plín, que para eso duermen en el Pikolín del egoísmo abismal y la falta oceánica de empatía. Lo primero, sus culos narcisistas, qué pena de patada con unos zapatos de chúpame la punta.

Claro que lo peor de todo es la impunidad. Oigo cuentos y cuentas de la lechera sobre los puros que les pueden caer a estos memos jactanciosos. Pero, por de pronto, la Ertzaintza tuvo que esperar durante horas a que salieran para identificarlos de uno en uno. Resulta que nuestro fastuoso estado de derecho no permite que la policía entre a unas dependencias privadas cuando solo se está incurriendo en un infracción administrativa. Y aunque al común de los mortales nos parezca que el asunto era más grave, como poco, un comportamiento que pone en peligro la salud colectiva, no hay tutía. Ya será suerte que si el asunto llega a sede judicial no aparezca una de tantas señorías heroicas a dejar marchar de rositas a los gañanes.

Memos sin edad

Doscientos idiotas en un botellón en Artxanda. Salen en estampida al llegar la Ertzaintza. No todos. Un puñado de ellos se quedan y se encaran con los agentes. Que si no son terroristas, que a ver dónde pone que está prohibido quedar con los amigos a socializar. Leo en el diario de la acera de enfrente que, incluso, hay una enfermera de 25 años que se viene arriba y suelta una docena de mentecateces. Me muerdo las yemas de los dedos para no escribir que manda narices con la generación más preparada de todos los tiempos o la que dispone de más medios de acceder a la información. Sería, por añadidura, una generalización injusta. Les puedo presentar a un buen montón de chavales y chavalas en esa edad crítica que hacen todo lo posible y más por no expandir el bicho. Al precio, eso tampoco se me pasa por alto, de tener la juventud aparcada en el arcén de la pandemia.

Eso, sin contar que pasarse las recomendaciones por el forro no es una cuestión de renovaciones de carné. Son incontables los memos talluditos que se apelotonan en los bancos públicos con un café en vaso de parafina comprado en el bar de enfrente, que se agolpan en los merenderos a compartir tortilla, fumeque y fluidos o que salen a corretear o bicicletear en manada porque las normas son solo para los pardillos que tratamos de cumplirlas.

La salud era lo primero

Caramba con los severísimos pontificadores de la consignilla “la salud es lo más importante”. En cuanto rascas con el canto de un duro, te encuentras que su superioridad moral y su rectitud engorilada no aguantan medio soplido. Qué imágenes, las del pasado fin de semana, de multitudes arremolinadas, pasándose por el forro de los caprichos todas las letanías sobre la distancia de seguridad, la responsabilidad individual y me llevo una.

Oiga, mireusté, que llevaban mascarilla, por lo menos cinco de cada diez. No me compare, que era por una noble causa, ya verá cómo el bicho sabe distinguir a quién llevarse por delante y a quién no. No joda, que era a las puertas de la fase tres, mientras los cayetanos fachirulos de los barrios madrileños de alcurnia salieron en la uno mal contada y con banderas españolas y palos de golf, que son vehículos seguros de difusión del virus. Milongas, milongas y más milongas que contienen el autorretrato de los medidores de doble, triple, cuádruple vara o lo que haga falta. Ya ni siquiera es hipocresía. Es cinismo del más alto octanaje entreverado con la soberbia de los que siempre salen vencedores de cada envite porque si alguien les afea la conducta, se encabritan y le ponen de fascista para arriba. Pues sea, que uno no se va a callar a estas alturas de la tragicomedia.

Diario del covid-19 (47)

Asisto con una ceja enarcada al debate sobre la vuelta a las aulas el próximo lunes de parte del alumnado de la demarcación autonómica. Como padre de uno de los chavales a los que les toca el regreso presencial, soy el primero no ya en comprender el recelo, sino en compartirlo. Por lo mismo, pero también porque tiendo a escuchar todos los argumentos antes de apostarme en la trinchera y disparar, me hago cargo de los muchos y diversos motivos por los que se considera inoportuna la medida. Hablo, insisto, de razonamientos, no de consignillas de a duro como esa letanía estomagante que ha hecho correr —con fortuna, reconozcámoslo— el equipo paramédico habitual: “Esto es para poder justificar las elecciones en julio, raca, raca, raca”.

Dejo para otro rato extenderme sobre esa mandanga que sirve para rotos y descosidos, y retomando la cuestión, anoto aquí lo que parece, más que una paradoja, una enorme contradicción o, incluso, una colosal muestra de hipocresía. Cualquiera que haya salido a la calle estos días en las franjas permitidas habrá sido testigo de la presencia masiva de cuadrillas de adolescentes de cuatro, seis, ocho y hasta quince integrantes haciendo exactamente lo mismo que antes de la pandemia. Y por tanto, arriesgándose a lo mismo por lo que no queremos que vuelvan a clase. ¿Entonces?