La ola que no iba a existir, según Simón

Una de las noticias más leídas ayer en las webs de los diarios del Grupo Noticias daba cuenta de las últimas palabras del gran profeta Fernando Simón. En la presentación del cabezudo de cartón-piedra que le ha dedicado una comparsa de Zaragoza (se lo juro), el todavía director del Centro español de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias dijo que no había que descartar la recuperación de nuevas restricciones de movilidad y horarios. Una vez vistos los pelendengues al bicho, macho.

Lo gracioso de la declaración del tipo relegado a la nevera pese a mantener cargo y sueldo es que en su penúltima intervención registrada en las hemerotecas, en el mes de octubre, había dado por finiquitada la pandemia. Aseguró entonces que veía realmente complicado que hubiera una sexta ola, y que de haberla, sería más pequeña y más lenta. O sea, exactamente lo contrario de lo que estamos viendo y padeciendo: hoy se baten récords estratosféricos de contagios y a una velocidad de vértigo. Y es verdad, nos ha jodido mayo con las flores, que las vacunas nos están librando de una catástrofe en cuanto a muertos. Pero eso no impide el hecho cierto de que se sigue produciendo un número de defunciones considerable y que también los hospitales vuelven a sudar la gota gorda tanto en ingresos en UCI como en planta. Eso, sin contar con que la verdadera tensión provocada por la explosión de positivos se está notando dramáticamente en la atención primaria y en las actividades sanitarias no relacionadas con el covid. La sexta ola es real. A buenas horas mangas verdes, Sánchez se ha dado cuenta y convoca una cumbre de presidentes… para nada.

Sálvese quien pueda

Les confieso mi absoluta zozobra con ribetes de sensación de irrealidad y hasta unas gotas de impotencia. En el sur de Euskal Herria hemos alcanzado una velocidad de crucero de casi 3.000 contagios diarios con una incidencia a 14 días que supera los mil por cada 100.000 habitantes. Como dijo ayer en Onda Vasca la consejera Gotzone Sagardui, en la lotería del covid, cuanto mayor es el número de positivos, mayor es el número de papeletas para que nos toque el premio indeseado de acabar en el hospital o, si la suerte es más chunga aún, en la UCI. Y sin necesidad de que nos lo cuenten las autoridades sanitarias, todos tenemos uno o varios familiares o amigos que han dado positivo directamente o que están en el entorno estrecho de alguien infectado. Sin ser un experto en cálculo de probabilidades, parece bastante razonable pensar que estamos a cinco minutos de incrementar el balance de mañana o pasado mañana.

Una situación así sería delicada en cualquier época del año, pero se antoja que lo es más en unas fechas en las que se multiplican por ene los contactos sociales. La más elemental de las prudencias nos llevaría no ya a limitarlos sino a evitarlos directamente. Pregúntense si están dispuestos a hacerlo. Si son sinceros con ustedes mismos, dirán que esta vez no. Incluso los más cautelosos tendrán que claudicar ante la resistencia de su círculo inmediato. La consigna general es que sí o sí habrá celebraciones casi a la antigua usanza y que salga el sol por Antequera. A ver cuál de las arriba mentadas autoridades sanitarias es la guapa que toca el pito y se atreve a cortarnos el vacilón. Ya les digo yo que ninguna.

La manía de buscar culpables

Tenemos bandas sonoras para elegir. Podríamos tirar por Albert Hammond (“Échame a mí la culpa de lo que pase”), aunque somos más de Def Con Dos (“La culpa de todo la tuvo Yoko Ono”) o de Gabinete Caligari (“La culpa fue del chachachá”). No somos nadie señalando con el dedo, cuando en el caso que nos ocupa, el sexto subidón de contagios, no parece que sea ni justo ni acertado atribuir la responsabilidad a un solo elemento.

Ni siquiera es atinado centrarse en exclusiva en los que insolidariamente no han querido vacunarse, aunque estén documentados como fuente principal del aumento. Son solo una parte de la explicación, a la que no somos ajenos los que sí hemos pasado por los dos (o según casos, tres) pinchacitos. Que tire la primera piedra quien no haya bajado la guardia en la calle, en los bares, en el curro o en casa. Tampoco ganamos nada fustigándonos o, más hipócritamente, afeando la conducta de nuestros congéneres mientras nos damos por absueltos.

Y en cuanto a las autoridades sanitarias de distinto ámbito, desde el local al planetario, ya he escrito aquí mismo que no se libran de su cuota, sobre todo, por haber contribuido a difundir la idea de que habíamos superado la pandemia. Pero hasta ahí. Es de un ventajismo atroz que los partidos de oposición (me da igual dónde) se obstinen en aprovechar que pintan bastos para convertir en pimpampum a los gobiernos de turno. Máxime, si desde el minuto uno de la irrupción del virus, estas formaciones han actuado de doctores Tragacanto de aluvión y han ido pifiando cada uno de sus vaticinios apocalípticos.

¿Pandemia? ¿Qué pandemia?

Toc, toc. Lamento interrumpir el plácido goce y disfrute de lo que dimos en llamar, tomando prestada la expresión al portavoz de Lakua, Bingen Zupiria, “la vida de otra manera”. Que sí, que yo también he pecado. Desde el mismo día en que decayó el decreto de emergencia sanitaria y el LABI pasó a la reserva, todos nos entregamos a la recuperación del tiempo perdido. Ya antes habíamos ensayado, pero en cuanto se cortó la cinta imaginaria, redoblamos nuestro ímpetu. Nos hicimos creer que llevábamos centurias de hambre atrasada y nos dispusimos a ajustar cuentas como si literalmente no hubiera un mañana ni un pasado mañana. Las mascarillas van desapareciendo del paisaje y nos arracimamos con el prójimo como no hacíamos antes de la irrupción del bicho. ¿Qué puede salir mal?

Pues, de momento, parece que todavía nada demasiado gordo. Estamos a tiempo de levantar el pie del acelerador vital. Sepan solamente que nuestra comunidad es una de las seis en las que el virus está técnicamente en expansión. Hemos pasado del verde al amarillo en ese mapa que hace no tanto escrutábamos con ansiedad y ahora pasamos un kilo y medio de mirar. Bien es cierto que algo de culpa tienen las autoridades que, por algún motivo, han considerado que ya no es necesario aportarnos los datos diariamente. La traducción de ese mensaje entre una ciudadanía con ansia de sepultar en el olvido este año y medio de limitaciones es que la pandemia está superada. Ya estamos viendo que todavía no podemos cantar victoria, pero por desgracia, parece tarde para dar marcha atrás. A lo bueno nos acostumbramos pronto.

Malvenida, quinta ola

Estábamos tan contentos haciéndonos selfis mientras nos vacunábamos, que no la vimos venir. Pero ahí está la quinta ola, marcando una vertical endiablada que parece un calco de la etapa del Mont Ventoux que se va a subir hoy en el Tour. Sinceramente, hacemos el ridículo más espantoso si nos preguntamos cómo ha podido pasar. Las abrumadoras cifras cantan sobre entre quiénes y dónde ocurren los contagios. Y sin rascar mucho, hallamos también el porqué, que no solo reside en la irresponsabilidad inconsciente de ciertos jóvenes, sino en la evidencia de que hace unas semanas, coincidiendo con el fin del estado de alarma, se decretó el fin de la pandemia. Como en las primeras semanas la cosa fue bastante mejor de lo esperado, hasta los más cenizos nos creímos la fantasía animada. Poco tardó el virus en venir con la rebaja, enfundado para más acojone en una variante, la Delta, que parece que se transmite con la mirada. La gran faena es que esta nueva acometida nos pilla con moral negacionista, ríanse ustedes de Bosé. La asamblea de majaras ha decidido que, se ponga como se ponga la curva, nos toca sol y buen tiempo. No se aceptará de buen grado una vuelta de tuerca a las restricciones que no sea de cara a la galería. Como la insignificante marcha atrás decretada por Nafarroa a principios de semana o como los retoques testimoniales que probablemente aprobará hoy el LABI en la CAV. Personalmente, y a riesgo de ser tildado como revientaglobos, creo que no estaría de más curarse literalmente en salud y ponernos a cubierto a ver si escampa el aguacero de positivos de los cachorros de la manada. Ojalá su anunciada vacunación ayude.

Cansinos pandémicos

Sonrío entre la resignación y el cinismo ante las imágenes de las movilizacones del primero de mayo. Si servidor fuera un abogado de esos juicios de serie de Netflix o HBO, entonaría el clásico: no hay más preguntas, señoría. Como banda sonora, Chimo Bayo. Esta multitud arracimada sí, esta otra, no. O al revés. Qué mal, las concentraciones ante el autobús del equipo de nuestros amores, pero qué bien si se trata de pasarse por el arco del triunfo la distancia interpersonal y los cierres perimetrales para menesteres dizque reivindicativos. Todo justísimo y de lo más necesario, seguro, pero abiertamente contradictorio con lo que se proclama a voz en grito. ¿No estamos tan horriblemente mal por culpa de la autoridad (in)competente que no nos ha encerrado en casa como el año pasado? ¿Qué hacen entonces los espolvoreadores de tal matraca arengando a la peña a echarse al asfalto en alegre y promiscua biribilketa?

Ni siquiera espero una respuesta. Todo esto va de la feroz hipocresía que es seña de identidad del siempremalismo rampante. No oculto, en todo caso, que esa querencia desparpajuda por la ley del embudo empieza a resultarme cansina hasta el borde de la náusea. Supongo que es mi versión personal e intransferible de la cacareada fatiga pandémica. Qué hartura de ventajistas que siempre ganan.

Fútbol y pandemia

Sinceramente, no creo que tengamos motivos para estar muy satisfechos tras estas jornadas festivo-futboleras o viceversa. Al margen de la satisfacción o la felicidad de los vencedores —Zorionak, errealzales— y de la dolorosa decepción de los perdedores —Ánimo, athleticzales—, lo ocurrido antes, durante y después de la final de Copa debería darnos motivos para la reflexión. No generalizaré ni mucho menos. Soy bien consciente de que los descerebrados de Lezama, Zubieta, Pozas y la Parte Vieja, además de haber mostrado diferentes gradaciones de memez, donde ganan con diferencia los del sábado por la tarde en Bilbao, no representan ni de lejos a las aficiones a las que dicen pertenecer.

Estoy convencido de que la mayoría de los seguidores de uno y otro equipo estuvieron a la altura de lo que se nos pide en tiempos de una pandemia que ha estrenado con brío su cuarta ola. Sin embargo, el número de congregados y la gravedad de sus comportamientos son lo suficientemente significativos como para hacernos pensar sobre todo lo que falló y sobre las consecuencias que traerá. Me río con lágrimas al pensar que hubo quien pretendía que el encuentro se jugase con público. Al tiempo, me tiemblan las piernas ante la perspectiva de que dentro de menos de dos semanas queda otra final, aunque esta vez no sea un derbi.