Vamos a por la séptima

Palabra, que uno no quiere ser pájaro de mal agüero, pero me está pareciendo ver cosas que ya he visto antes. En seis ocasiones, de hecho. Sí, es verdad que todavía no estamos para echar las sirenas a berrear. También lo es que estamos vacunados casi todos y que en los últimos 26 meses se ha acumulado un conocimiento estratosférico sobre el bicho. Igualmente, se han cometido unos quintales de errores que deberían habernos servido para no reincidir. Sin embargo, por pura precaución y en evitación de desagradables fiascos para los días estivales que tenemos a la vuelta de la esquina, haríamos bien en no perder de vista los números. Insisto: todavía no alarmantes, pero quizá ya preocupantes: en las últimas semanas estamos por encima de la veintena de muertes. Poca broma.

Y no. Nadie vea estas líneas como un asomo de crítica a las medidas de relajación de restricciones que nos han devuelto una vida bastante parecida a la que teníamos antes de febrero del infausto 2020. Aunque haya quien tenga la tentación de venir con el yoyaloadvertí, a fecha de hoy hay más motivos para pensar que fueron decisiones correctas que para defender lo contrario. Sin negar que todavía podemos llevarnos una sorpresa porque también hemos aprendido que hay factores impredecibles, podemos estar razonablemente satisfechos. Con algún tropezón, vamos haciendo realidad en anhelo de convivir con el virus. Desde luego, como estamos comprobando incluso en personas de renombre y/o a nuestro alrededor, seguirá habiendo contagios. Una férrea vigilancia y la flexibilidad para actuar en caso necesario será la clave para superar esta nueva ola.

El primer día (casi) sin mascarilla

La de ayer fue la jornada perfecta para dedicarse a la investigación social parda. A pesar de la lluvia inclemente y de que no ando escaso de tareas, dediqué un rato a constatar a golpe de vista cómo se comportaba el personal en el día del casi adiós a las mascarillas. Fue un ejercicio sin el menor valor científico, por descontado, pero de lo más entretenido. Les cuento.

Empecé por mi propio centro de trabajo, al que llegué dubitativo y con la boca y la nariz cubiertas, por si acaso, para comprobar que la totalidad de mis compañeras y compañeros lucían también la protección de tela. Y tanto en las oficinas de alrededor como en los espacios comunes, tres cuartos de los mismo. Parecía que no había pasado la supuestamente decisiva hoja del calendario.

La tónica se repetía en los mercados de todos los tamaños que pude visitar: un híper, un súper, una panadería, una frutería y una charcutería, concretamente. Todo el personal de los establecimientos y la inmensa mayoría de la clientela llevaba tapada la parte inferior del rostro. Quienes no portaban el adminículo obligatorio hasta anteayer daban la impresión de estar un tanto turbados.

La única excepción se daba allá donde era más imaginable: en los locales de hostelería. Ahí sí se veían las caras al natural disfrutando de consumiciones y conversaciones sin distancia. Nada muy distinto, en realidad, a lo que ya venía ocurriendo. Aunque los parroquianos llevaran la mascarilla bajo el mentón, en los bares y restaurantes se aplicaba oficiosamente desde tiempo atrás la medida ahora oficial. ¿Conclusión? Mejor la dejamos para dentro de un par de semanas.

¿Gripalizar o no gripalizar?

No ganamos para nuevos palabros. Sin asimilar todavía lo de flurona, que presuntamente alude a una infección simultánea de gripe y coronavirus que la OMS asegura que todavía no ha ocurrido, nos llega el verbo gripalizar. Pasando por alto que juraría que está mal construido de acuerdo a los parámetros lexicológicos (joder, qué fino me pongo a veces), la pura intuición nos señala que se refiere, de nuevo, a la gripe común. Se trataría, pues, de abordar el covid como si fuera una gripe común.

De entrada, el planteamiento acongoja porque recuerda a los inicios de la peste, hace ahora dos años, cuando los más sabios del lugar nos aseguraban que el virus entonces recién censado no nos daría más quebraderos de cabeza que el que nos visitaba, convenientemente mutado, una vez al año. Poco tardamos en comprobar que su capacidad mortífera era muchas veces más alta. Seis olas después, y en medio de una explosión incontrolable de contagios con predominio de casos no excesivamente graves, se nos dice que ha llegado el momento de dejar de contar y rastrear cada positivo, salvo que afecte a los colectivos vulnerables. Puede que tenga su lógica científica (ahí no voy a entrar), pero suena más a lo que ya apunté por aquí: a asunción del principio de realismo. Dado que, pese a las ensoñaciones lúbricas de los que no van a verse en el marrón de gestionar el cataclismo, es imposible que haya una docena de sanitarios por barba, se tira por la calle de en medio. Se priorizan los casos más graves, se vigila el resto en la medida de lo posible y se acepta el imponderable: en seis semanas uno de cada dos habremos pillado el bicho.

Malotes antimascarillas

Justo un peldaño por debajo de los antivacunas y dos de los negacionistas rabiosos, nos han salido unos malotes de lo más enternecedor. Son los que, a raíz de la reciente norma que vuelve a hacer obligatorio el uso de mascarillas en exteriores, se han puesto megamaxifarrucos y se proclaman aguerridos desobedientes. “¡Pues yo no me pienso poner el bozal en la calle!”, porfían tontos del haba como Arcadi Espada, Macarena Olona o el más corto de luces de nuestro barrio. Deben de sentirse como los Sans-culottes de la revolución francesa o las feministas que quemaban los sostenes cuando hacerlo suponía jugársela de verdad. En este caso, estamos apenas ante el mendrugo postureo de enfants terribles que no llegan a mocosetes consentidos. Ni merece la pena desearles que otro mastuerzo como ellos les atice a la jeta descubierta un buen estornudo con tropezones que, pasado el periodo de incubación, los lleve a una estancia de dos semanas boca abajo en la UCI.

Por mi parte, y dado que la inmensa mayoría de mis congéneres cumple con lo determinado incluso sin estar convencidos de su verdadera utilidad, me importa una higa lo que hagan estos Martin Luther King de pacotilla. Me basta con saber que su pretendida rebeldía se debe a la seguridad de que en este punto de la pandemia interminable no va a venir un guardia a cascarles una multa. Otra cosa es que al tener su bocaza destapada tras mi cogote en la parada del bus, me reserve el derecho de pensar para mis adentros que son tipos y tipas que, amén de creerse más listos que los demás cuando son lo contrario, rezuman insolidaridad por cada poro de su piel.

Clases presenciales, por supuesto

Todas las comunidades del Estado han acordado por unanimidad que la vuelta a las aulas el próximo lunes sea presencial en todos los niveles educativos. De entrada, es una excelente noticia que ha habido el mayor de los consensos allá donde suele primar la división y hasta el intercambio de trastos a la cabeza. Ojalá cunda el ejemplo. Y yendo ya al fondo, nos encontramos ante una decisión absolutamente lógica que se encuadra, sin más y sin menos, en el principio de pura realidad. En el punto de la pandemia en el que estamos, incluso con la explosión de contagios (o quizá, justamente por la explosión de contagios), no cabía hacer otra cosa que agarrar el toro por los cuernos y apostar por las clases en vivo. Lo contrario habría sido un paso atrás.

Con todo, y siguiendo el mismo principio de realidad que citaba, hay que tener claro que es altamente posible que en las primeras jornadas se acumulen las incidencias. Ojalá no ocurra, pero debemos estar preparados para un considerable flujo de aislamientos preventivos y aulas cerradas. Lo indican la intuición y el cálculo de probabilidades. Si ocurre, sería de gran ayuda que los habituales capitanes A Posteriori se abstengan de echar las redes en el río revuelto. Era antes cuando debían haberse hecho escuchar y, como venimos contando, el acuerdo tiene el aval de la comunidad educativa y de autoridades sanitarias de prácticamente todo el arco ideológico. Es de esperar que si surgen problemas, se mantenga la misma unidad para hacerlos frente. Si esto sale bien, habremos avanzado un buen trecho en el camino de la ansiada convivencia con el virus.

Vayamos paso a paso

Casi 9.500 positivos en la CAV el pasado domingo. Son más de la mitad que en Alemania, que tiene 83 millones de habitantes frente a los 2,2 millones que suman Araba, Bizkaia y Gipuzkoa. La incidencia es estupefaciente: 4.469, el doble que hace una semana. Y ojo, que frente a esa verdad a medias del escaso impacto en los hospitales, ahora mismo tenemos 560 personas ingresadas en planta por covid y 132 en la UCI. En el histórico contemplamos cifras más altas, eso nadie lo niega, pero tampoco cabe tomarse a la ligera estos registros. Mucho menos si, como queda a la vista de todos, y como no dejo de señalar desde hace dos semanas, la brutal explosión de contagios tiene prácticamente colapsado el sistema sanitario en su puerta de entrada. No hay manos suficientes (y no podría haberlas de ningún modo, digan lo que digan los listos desde la barrera) para gestionar las pruebas.

Lo desconcertante es que en esta situación se sigan lanzando las campanas al vuelo. Algunos de los medios que se tienen por más serios anuncian la inminente consecución de la tan cacareada y hasta ahora fallida “inmunidad de grupo”. Y yo digo que ojalá sea así, y no niego que hay cierta lógica en lo que se nos dice. Pero no puedo evitar recordar que también la había cuando se nos aseguraba que la íbamos a conseguir con el 70 por ciento de la población vacunada. Ya hemos visto que no es así, del mismo modo que también hemos comprobado que haber padecido la enfermedad hace relativamente poco tiempo no está impidiendo la reinfección. ¿Cómo podemos saber que no ocurrirá lo mismo con los contagiados por la variante ómicron dentro de dos o tres meses? Vayamos paso a paso.

Casos leves, consecuencias graves

Miren a su alrededor. ¿Cuántos positivos o sospechosos de serlo tienen cerca, quizá empezando por ustedes mismos? Hablamos de 10.000 contagios diarios entre la CAV y Navarra, y de 100.000 ya en el conjunto del Estado español. No se libra nadie. Políticos, deportistas, actores y actrices, comunicadores y toda suerte de personajes públicos anuncian su diagnóstico en lo que empezó como un goteo y ahora es un torrente que no para de crecer. Incontables actividades dejan de realizarse no ya por precaución o en cumplimiento de las restricciones, sino directamente por imposibilidad material y, sobe todo, humana: quienes deben llevarlas a cabo están tocados por el virus. Hay sectores que no pueden dar servicio y otros a cinco, cuatro, tres, dos, un minuto del colapso, empezando por el sanitario.

Y ahí era donde quería llegar yo porque la gran cantinela de estos días es que la desmesura de la variante ómicron en cuanto a contagios no tiene su reflejo proporcional en ingresos hospitalarios y ocupación de UCI. Pero eso es una verdad a medias, o sea, el peor tipo de mentira. Puede, efectivamente, que no se llenen las camas ni de planta ni de las unidades de críticos con enfermos de covid. Sin embargo, el mero intento de atender a las miles y miles de personas que requieren una prueba y todo lo que ello conlleva tiene ahora mismo prácticamente bloqueado nuestro sistema sanitario público desde su puerta de entrada, que es la atención primaria. Una vez más, los grandes damnificados son quienes sufren patologías distintas del covid, que vuelven a quedarse en el banquillo porque simple y llanamente no hay manos para ocuparse de ellos.