Mascarillas, una aclaración

Compruebo por ciertas reacciones que mis letrajos de ayer iban pasados de vitriolo. Personas por las que siento gran estima se las han tomado como una colección de insultos gratuitos y me lo han hecho saber. En general, además, la mayoría de las respuestas venían envueltas en una formulación respetuosa. Eso hace que mi sentimiento de culpa sea mayor. Me parecería una excusa pobre decir que mi pretensión no era ofender puesto que parece evidente que lo he hecho. Y no exactamente a los principales destinatarios de mi diatriba que no eran los que no se ponen la mascarilla en exteriores sino quienes presumen públicamente de no hacerlo como si fuera una heroicidad.

Es con esas tipas y esos tipos en concreto con quien tengo algo personal. Lo que intentaba decir en mi columna de ayer es que a estas alturas de la pandemia me la bufa bastante ver rostros sin mascarilla en la calle. Salvo que se acerquen a mí en la parada del autobús o en una cualquier situación de concentración para echarme el aliento, de los suyo gastan. Lo único que les pido es que no me den la murga con sus chorradas contra el tapabocas y, vuelvo a repetir, que no me presenten su morro a cielo abierto como una muestra de rebelión del carajo contra el sistema. Añado también que me sobran las lecciones presuntamente científicas con citas a expertos que sostienen que la mascarilla en exteriores sirve de bien poco. Solo por pura intuición, ya comprendo que no es la panacea. Pero ocurre que también hay otros expertos con (por lo menos) la misma autoridad que creen que sí ayuda para frenar el virus. Por si resultara que esa teoría es cierta, yo la llevo. Sin más.

Malotes antimascarillas

Justo un peldaño por debajo de los antivacunas y dos de los negacionistas rabiosos, nos han salido unos malotes de lo más enternecedor. Son los que, a raíz de la reciente norma que vuelve a hacer obligatorio el uso de mascarillas en exteriores, se han puesto megamaxifarrucos y se proclaman aguerridos desobedientes. “¡Pues yo no me pienso poner el bozal en la calle!”, porfían tontos del haba como Arcadi Espada, Macarena Olona o el más corto de luces de nuestro barrio. Deben de sentirse como los Sans-culottes de la revolución francesa o las feministas que quemaban los sostenes cuando hacerlo suponía jugársela de verdad. En este caso, estamos apenas ante el mendrugo postureo de enfants terribles que no llegan a mocosetes consentidos. Ni merece la pena desearles que otro mastuerzo como ellos les atice a la jeta descubierta un buen estornudo con tropezones que, pasado el periodo de incubación, los lleve a una estancia de dos semanas boca abajo en la UCI.

Por mi parte, y dado que la inmensa mayoría de mis congéneres cumple con lo determinado incluso sin estar convencidos de su verdadera utilidad, me importa una higa lo que hagan estos Martin Luther King de pacotilla. Me basta con saber que su pretendida rebeldía se debe a la seguridad de que en este punto de la pandemia interminable no va a venir un guardia a cascarles una multa. Otra cosa es que al tener su bocaza destapada tras mi cogote en la parada del bus, me reserve el derecho de pensar para mis adentros que son tipos y tipas que, amén de creerse más listos que los demás cuando son lo contrario, rezuman insolidaridad por cada poro de su piel.