El primer día (casi) sin mascarilla

La de ayer fue la jornada perfecta para dedicarse a la investigación social parda. A pesar de la lluvia inclemente y de que no ando escaso de tareas, dediqué un rato a constatar a golpe de vista cómo se comportaba el personal en el día del casi adiós a las mascarillas. Fue un ejercicio sin el menor valor científico, por descontado, pero de lo más entretenido. Les cuento.

Empecé por mi propio centro de trabajo, al que llegué dubitativo y con la boca y la nariz cubiertas, por si acaso, para comprobar que la totalidad de mis compañeras y compañeros lucían también la protección de tela. Y tanto en las oficinas de alrededor como en los espacios comunes, tres cuartos de los mismo. Parecía que no había pasado la supuestamente decisiva hoja del calendario.

La tónica se repetía en los mercados de todos los tamaños que pude visitar: un híper, un súper, una panadería, una frutería y una charcutería, concretamente. Todo el personal de los establecimientos y la inmensa mayoría de la clientela llevaba tapada la parte inferior del rostro. Quienes no portaban el adminículo obligatorio hasta anteayer daban la impresión de estar un tanto turbados.

La única excepción se daba allá donde era más imaginable: en los locales de hostelería. Ahí sí se veían las caras al natural disfrutando de consumiciones y conversaciones sin distancia. Nada muy distinto, en realidad, a lo que ya venía ocurriendo. Aunque los parroquianos llevaran la mascarilla bajo el mentón, en los bares y restaurantes se aplicaba oficiosamente desde tiempo atrás la medida ahora oficial. ¿Conclusión? Mejor la dejamos para dentro de un par de semanas.

Vayamos paso a paso

Casi 9.500 positivos en la CAV el pasado domingo. Son más de la mitad que en Alemania, que tiene 83 millones de habitantes frente a los 2,2 millones que suman Araba, Bizkaia y Gipuzkoa. La incidencia es estupefaciente: 4.469, el doble que hace una semana. Y ojo, que frente a esa verdad a medias del escaso impacto en los hospitales, ahora mismo tenemos 560 personas ingresadas en planta por covid y 132 en la UCI. En el histórico contemplamos cifras más altas, eso nadie lo niega, pero tampoco cabe tomarse a la ligera estos registros. Mucho menos si, como queda a la vista de todos, y como no dejo de señalar desde hace dos semanas, la brutal explosión de contagios tiene prácticamente colapsado el sistema sanitario en su puerta de entrada. No hay manos suficientes (y no podría haberlas de ningún modo, digan lo que digan los listos desde la barrera) para gestionar las pruebas.

Lo desconcertante es que en esta situación se sigan lanzando las campanas al vuelo. Algunos de los medios que se tienen por más serios anuncian la inminente consecución de la tan cacareada y hasta ahora fallida “inmunidad de grupo”. Y yo digo que ojalá sea así, y no niego que hay cierta lógica en lo que se nos dice. Pero no puedo evitar recordar que también la había cuando se nos aseguraba que la íbamos a conseguir con el 70 por ciento de la población vacunada. Ya hemos visto que no es así, del mismo modo que también hemos comprobado que haber padecido la enfermedad hace relativamente poco tiempo no está impidiendo la reinfección. ¿Cómo podemos saber que no ocurrirá lo mismo con los contagiados por la variante ómicron dentro de dos o tres meses? Vayamos paso a paso.

Triunfalismo con la ómicron

Es humanamente comprensible que necesitemos dar y recibir buenas noticias sobre la pandemia. Pero eso no justifica la difusión a la ligera de informaciones que induzcan a asentar esperanzas que pueden verse frustradas. Para mi pasmo, es lo que viene ocurriendo desde hace aproximadamente una semana, cuando comenzó a lanzarse la especie de que la variante ómicron puede ser una suerte de traca final del covid. Me preocupa más todavía que tales informaciones, que son más bien expresión de deseos en voz alta, lleven la firma de profesionales sanitarios de amplio prestigio. Digo que me preocupa y no que me sorprende porque, desgraciadamente, desde que empezó esta pesadilla he podido comprobar cómo algunas personas de ciencia no han sido capaces de ceder a la tentación de darse un baño de focos. O, sin más, han sido víctimas de los no pocos desaprensivos de mi gremio especialistas en provocar titulares a base de triturar los matices.

Ya no es solo el más elemental sentido de la prudencia el que debería llevarnos a no vender la piel del virus que no ha sido cazado. En estos casi dos años ha quedado probado que el triunfalismo de aluvión nos ha ido estrellando con la realidad. Ni esto fue solo el catarro que se aseguraba al principio, ni por maravillosa que se la vacunación había un porcentaje que nos aseguraba la inmunidad de grupo, ni cada ola de las cinco anteriores fue la última, como se vaticinó alegremente. Se diría que no hemos aprendido nada de la colección de fiascos. Ojalá, de verdad, ómicron sea solo la variante muy ladradora y poco mordedora que algunos nos pintan. Pero hasta que se demuestre, seamos cautelosos, por favor.

Vayamos con tiento

¿Cuántas veces tenemos que desmorrarnos en la misma piedra para aprender algo? Infinitas, me temo. Perdonen, de nuevo, que ejerza de cenizo, pero se me ponen las rodillas temblonas al asistir al enésimo festival de triunfalismo ante la evidencia de que la tercera ola va cediendo. Es verdad que venimos de números terroríficos, pero las cifras actuales siguen siendo escandalosas. Están muy pero que muy lejos de los parámetros que permitirían pensar en algo que, aun así, sería remotamente parecido a nuestra vida anterior al desembarco del virus. Todo eso, sin dejar de lado la enorme e impía ligereza que supone anotar casi a beneficio de inventario los casi 5.000 fallecidos por covid —datos oficiales; los reales son más— que sumamos en el sur de Euskal Herria.

No. Por supuesto que no digo que no sea motivo de alivio ver cómo las gráficas confirman de día en día el camino descendente. Eso es tan esperanzador como la certificación de que las vacunas, incluso al ritmo seguramente muy mejorable que llevamos, empiezan a manifestarse efectivas; las curvas de contagios en las residencias, por ejemplo, han caído en picado. Soy el primero que se alegra al comprobar que también hay buenas noticias. Por eso mismo, para que siga habiéndolas, ruego a gobernantes y gobernados que esta vez vayan (vayamos) con tiento.