La manía de buscar culpables

Tenemos bandas sonoras para elegir. Podríamos tirar por Albert Hammond (“Échame a mí la culpa de lo que pase”), aunque somos más de Def Con Dos (“La culpa de todo la tuvo Yoko Ono”) o de Gabinete Caligari (“La culpa fue del chachachá”). No somos nadie señalando con el dedo, cuando en el caso que nos ocupa, el sexto subidón de contagios, no parece que sea ni justo ni acertado atribuir la responsabilidad a un solo elemento.

Ni siquiera es atinado centrarse en exclusiva en los que insolidariamente no han querido vacunarse, aunque estén documentados como fuente principal del aumento. Son solo una parte de la explicación, a la que no somos ajenos los que sí hemos pasado por los dos (o según casos, tres) pinchacitos. Que tire la primera piedra quien no haya bajado la guardia en la calle, en los bares, en el curro o en casa. Tampoco ganamos nada fustigándonos o, más hipócritamente, afeando la conducta de nuestros congéneres mientras nos damos por absueltos.

Y en cuanto a las autoridades sanitarias de distinto ámbito, desde el local al planetario, ya he escrito aquí mismo que no se libran de su cuota, sobre todo, por haber contribuido a difundir la idea de que habíamos superado la pandemia. Pero hasta ahí. Es de un ventajismo atroz que los partidos de oposición (me da igual dónde) se obstinen en aprovechar que pintan bastos para convertir en pimpampum a los gobiernos de turno. Máxime, si desde el minuto uno de la irrupción del virus, estas formaciones han actuado de doctores Tragacanto de aluvión y han ido pifiando cada uno de sus vaticinios apocalípticos.

Sexta ola: actuemos ya

Las gradas desnudas de mascarillas del frontón Bizkaia en la final del cuatro y medio explican perfectamente cómo y por qué el gráfico del covid ha emprendido su sexta cuesta arriba. Y que tire la primera piedra quien esté libre de pecado. Desde que sonaron los felices pífanos dando por prácticamente cautiva y desarmada la pandemia, la mayoría del personal se ha entregado no ya a la recuperación del tiempo perdido sino al disfrute a cuenta de lo que sea que tenga que venir. Hemos estado viviendo como antes de la irrupción del virus y lo peor de todo es que va a ser complicado devolvernos al carril de la prudencia y la contención. Miramos las cifras de aumento descontrolado en la incidencia como las vacas al tren. Es como si no fuera con nosotros, y hasta podemos refugiarnos en una coartada bien cierta: las propias autoridades sanitarias nos habían mandado señales en el sentido de que lo peor había pasado.

Claro que tampoco es cuestión de ponerse moralista ni de llorar por la leche derramada. Con los positivos multiplicándose, los ingresos creciendo y la navidad a la vuelta de la esquina, toca ser prácticos. De entrada, habrá que estudiar al milímetro qué restricciones pueden ser efectivas y realistas. Es vital también reforzar el ya alto nivel de inmunización y, en este viaje, tomar por los cuernos el toro de la población a la que no le ha salido de la entrepierna vacunarse. Puesto que los datos demuestran que están detrás del repunte, ha llegado el momento de dejarles claro que el precio de su falsa libertad es que no podrán hacer la vida que hacen los que sí han sido solidarios con sus semejantes.

¿Vacunación obligatoria?

Es mejor que llamemos a las cosas por su nombre. En Alemana y en otros países del centro de Europa ya lo hacen. La ola en la que ya están inmersos de hoz y coz no es la sexta sino la de los “no vacunados”. Si los contagios vuelven a multiplicarse y de nuevo los hospitales están a reventar, no es por azar o por el incontrolable comportamiento del virus. Esta vez ya no. Los estudios certifican lo que la intuición más pedestre nos hacía pensar a los profanos. El 90 por ciento de los positivos actuales tiene su origen en las personas no inmunizadas.

Preguntaba ayer Andrés Krakenberger en los diarios del Grupo Noticias si, dada esta situación, cabría establecer la obligatoriedad de la vacuna. Lo planteaba con una disyuntiva que, con todo el cariño, creo que es más que discutible en su propio enunciado. ¿Prevalece el derecho a la salud sobre el derecho individual a no vacunarse?, nos cuestionaba Andrés. Incluso en esos términos, yo respondo contundentemente que por supuesto. Y me voy al principio requeteclásico: mi libertad termina donde empieza la de cualquiera de mis congéneres. Si no darme el pinchacito solo acarrease consecuencias negativas para mí, allá películas, con mi pan me las comería. Pero es que en este caso, el perjuicio de mi decisión presuntamente soberana es para los demás. Nos pongamos como nos pongamos, no tenemos ningún derecho a difundir un virus que causa estragos tan brutales como los que están tasados y medidos. Por lo tanto, creo que hace mucho tiempo que deberíamos habernos dejado de zarandajas y haber establecido la obligatoriedad de la vacunación, especialmente para el desempeño de ciertas profesiones.