El estado de alarma no existió

Siempre pensé, y ahora lo hago con más motivo, que a los cinco minutos de aplausos de las ocho de la tarde a los sanitarios y a los colectivos comprometidos en la lucha contra la pandemia deberían haber seguido otros diez o quince de abucheos a los que que estaban colaborando con la difusión del virus. Entre esos jorobadores de la marrana ha destacado por méritos propios el llamado poder judicial, especialmente en sus escalones más altos. A lo largo de año y medio eterno, y particularmente en los momentos más graves, los Superiores de Justicia —con doble subrayado para el vasco— y el Supremo han venido saboteando miserablemente el esfuerzo sobrehumano de los sectores en primera línea de batalla, de las autoridades y, en la derivada final, de cada ciudadano de a pie que aportaba su granito de arena por incómodo que le resultase. Sus muy elevadísimas señorías lo hacían, para más recochineo, en nombre los derechos fundamentales que quedaban conculcados por la legislación ex-cep-cio-nal con la que se trataba de evitar las hasta seiscientas muertes diarias que llegó a haber en la fatídica primavera de 2020. Inasequibles al desaliento, los de las togas negras jamás se han rendido, como lo prueba que a iniciativa de Vox —¡Sí, malotes progres, de Vox!— el Tribunal Constitucional está a punto de declarar ilegal el primer estado de alarma. Por si no fuera suficiente con que las zarpas neofascistas prendieran la mecha, el ponente de la sentencia es Pedro González Trevijano, a la sazón, rector de la Universidad Rey Juan Carlos en el momento de los escándalos de los másteres. Lo tremendo es que el fulano se saldrá con la suya.

Fútbol y pandemia

Sinceramente, no creo que tengamos motivos para estar muy satisfechos tras estas jornadas festivo-futboleras o viceversa. Al margen de la satisfacción o la felicidad de los vencedores —Zorionak, errealzales— y de la dolorosa decepción de los perdedores —Ánimo, athleticzales—, lo ocurrido antes, durante y después de la final de Copa debería darnos motivos para la reflexión. No generalizaré ni mucho menos. Soy bien consciente de que los descerebrados de Lezama, Zubieta, Pozas y la Parte Vieja, además de haber mostrado diferentes gradaciones de memez, donde ganan con diferencia los del sábado por la tarde en Bilbao, no representan ni de lejos a las aficiones a las que dicen pertenecer.

Estoy convencido de que la mayoría de los seguidores de uno y otro equipo estuvieron a la altura de lo que se nos pide en tiempos de una pandemia que ha estrenado con brío su cuarta ola. Sin embargo, el número de congregados y la gravedad de sus comportamientos son lo suficientemente significativos como para hacernos pensar sobre todo lo que falló y sobre las consecuencias que traerá. Me río con lágrimas al pensar que hubo quien pretendía que el encuentro se jugase con público. Al tiempo, me tiemblan las piernas ante la perspectiva de que dentro de menos de dos semanas queda otra final, aunque esta vez no sea un derbi.

Menos libres

Desde el miércoles somos (aun) menos libres. Y diría también que estamos menos seguros. Todo un  sarcasmo si lo uno y lo otro ocurre por la entrada en vigor de un artefacto judicioso-legaloide que atiende por Ley de Seguridad Ciudadana. Para más de uno, empezando por el que suscribe, se ha inaugurado la era de la incertidumbre absoluta. Si hasta ahora había que medir cada palabra y hasta tachar unas cuantas en evitación de males mayores, en lo sucesivo uno no sabrá qué coma o qué punto y aparte le pueden conducir, quizá esposado, a dar cuentas a la autoridad competente. Menudas cuentas, por cierto: las penas van desde los 100 euritos por menudencias como no llevar la documentación encima hasta los 600.000 por —apriétense los bigudíes— participar en una manifestación no comunicada “ante infraestructuras críticas”, que seguramente serán todas las que le salgan de la sobaquera al uniformado de turno.

Como habrán leído u oído, en total son 44 conductas sancionables con un tiento al bolsillo. No les voy a negar que algunas de ellas son comportamientos delictivos de manual. De hecho, ahí está el truco, en inventariarlas en la misma hoja de tarifas como si fuera igual fabricar explosivos que tuitear la foto de un antidisturbios pateando a un mengano o, simplemente, la negativa a identificarse ante un policía que tampoco se ha identificado ante ti. Claro que lo peor de todo es el océano de arbitrariedad que empapa el articulado a modo de aviso a navegantes, es decir, de represión preventiva. El resumen final es que todos podríamos ser culpables, incluso aunque fuéramos capaces de demostrar lo contrario.