Contra todas las impunidades

No se me escapa que en la trastienda hay un impulso político, o sea, politiquero. O, hablando más en plata, incluso el eterno uso a beneficio de obra de la violencia terrorista. Pero es muy justo y muy necesario que por una mayoría considerable la Comisión de Peticiones del Parlamento Europeo se haya pronunciado a favor de solicitar a “las instituciones competentes” (expresión literal) que busquen el modo de considerar los asesinatos de ETA como crímenes contra la humanidad. Lo que se pretende es algo muy simple: que no prescriban, de modo que el paso del tiempo no sea obstáculo para que vayan al olvido los 379 atentados mortales de la banda todavía por esclarecer.

Frente a un enunciado tan básico, quedamos retratados todos. Se está reclamando exactamente lo mismo que reclamamos para los crímenes del franquismo y del postfranquismo, igual la matanza del 3 de marzo en Gasteiz que las ejecuciones de Jose Arregi o Lasa y Zabala, entre muchísimas otras. Si estamos de acuerdo con lo uno, no podemos arrugar el morro ante lo otro. Y viceversa. La impunidad no debería ir por parciales. Así que, o nos acogemos a la mandanga del “hay que pasar página” o demostramos que creemos siempre en la verdad, la reparación y la justicia.

Escribo esto, no se lo niego, con una melancolía infinita porque es de sobra conocida la bibliografía presentada por nuestros tirios y nuestros troyanos, incapacitados voluntariamente para distinguir vigas de pajas, según el ojo. Duele pensar que en la inmensa mayoría de los crímenes sin esclarecer, los de ETA y los otros, sería extraordinariamente fácil determinar las responsabilidades.

La vuelta no vuelta del emérito

Vaya, qué contrariedad para los cortesanos succionadores. El emérito salido de rositas de sus mil y un pufos se queda en su lugar de extrañamiento. En la carta que le ha mandado a su aliviado hijo para que la comparta con el resto de sus súbditos dice literalmente que ha adaptado su forma de vida a Abu Dabi, donde ha encontrado la tranquilidad necesaria para afrontar este periodo de su existencia. Añade, en todo caso, que tiene la intención de volver de cuando en cuando a España, pero que lo hará sin ruido y alojándose en casas de amiguetes para no ser piedra de escándalo.

Si le dan media vuelta, al final resulta que se ha impuesto la justicia poética. Porque sí, lo suyo habría sido verlo primero arrastrándose por los banquillos y luego, entrando en Soto del Real. Pero puesto que esa breva ni iba ni va a caer, el castigo real (casi en doble sentido de la palabra) consistirá en que el rey viejo tendrá que pasar sus últimos años como un apestado a 7.000 kilómetros de Madrid. Un destierro todo lo dorado y lujoso que quieran, pero destierro al fin y al cabo. Su loca bragueta y su (aunque parezca mentira) más loca todavía ansia de acumular pasta lo han convertido en un tipo venenoso para casi todos, empezando por su familia; no nos engañemos, si no vuelve es porque su propio vástago no lo quiere cerca ni en pintura. Lo más aproximado a una redención le llegará, siguiendo la costumbre, cuando se produzca “el hecho biológico”. Y aun así, mucho tendrán que esforzarse los blanqueadores para que el relato futuro pase por alto que Juan Carlos de Borbón y Borbón no fue lo que se dice un personaje ejemplar.

Derecho o ideología

Si tienen medio rato tonto, les propongo un ejercicio divertido e ilustrativo. Se trata de buscar en esas redes de Belcebú y/o en los medios de comunicación de distinta obediencia opiniones de juristas del recopón (incluidos jueces en ejercicio) sobre el caso del ya exdiputado Alberto Rodríguez. Les costará poco comprender cómo en función del pie político del que cojee el espolvoreador de la teoría, con el simpático Rodríguez se ha cumplido a rajatabla lo que contempla el estado de Derecho o se ha cometido una tropelía de cien pares de narices. Y cada experta o experto lo argumenta de modo irrefutable, acogiéndose a un congo de principios jurídicos de la recaraba y acusando a los que sostienen lo contrario, según los casos, de rojos desorejados enemigos del sistema o de fachas irredentos que actúan por odio.

¿Y qué cabe pensar a los infelices con conocimientos jurídicos de andar en pantuflas? Nada. Basta con alinearse con los sabios que defiendan aquello que coincide con las filias y fobias propias. A quien el de las rastas le parezca, como leí ayer a un exabruptador diestro, un vendedor de pulseras de playa con querencia a patear rodillas de policías, concluirá que la pérdida del escaño es poco. Si, por el contrario, derrota por babor, tendrá la certeza de que estamos ante una versión corregida y aumentada del Caso Dreyfus.

Luego estamos los pardillos que tendemos a no comulgar con ruedas ni del molino de arriba ni del molino de abajo. En estado de permanente perplejidad y con sentimiento inenarrable de inferioridad moral, nos preguntamos por qué le llaman Derecho cuando quieren decir ideología.

Otra vez el Constitucional

Si no encerrara decenas de miles de dramas, resultaría una historia chusca, a la altura del partido y la institución judicial que la han protagonizado. En marzo de 2020, Vox exigió la suspensión de la agenda del Congreso “hasta que las autoridades sanitarias certifiquen que se ha recuperado el control y no haya riesgo para la salud”. Y los abascálidos no se quedaron ahí. Dado que uno de los primeros diputados en contagiarse fue Javier García Smith, alias Geyperman, sus 51 compañeros se ausentaron del hemiciclo y provocaron la suspensión de un pleno. En las audiotecas consta el cabreo de la todavía por entonces vocinglera mayor del PP, Cayetana Álvarez de Toledo. “El Congreso no se pone en cuarentena. Eso es inaceptable e inasumible. Los parlamentos no se cierran ni en una guerra”, proclamó la hoy outsider genovesa, afeando la actitud sus aliados requetediestros. Andando el tiempo, y una vez reducida hasta lo sanitariamente razonable la agenda de las Cortes, a Vox se le inflamó la vena y se plantó en el Tribunal Constitucional a presentar recurso de amparo contra el cierre… que nunca fue total.

Como saben, lo penúltimo es que la altísima magistratura ha tumbado esa clausura que no lo fue por seis votos a cuatro. Un togado conservador —qué raro, ¿verdad?— cambió a última hora de opinión y deshizo el empate. El argumento es que el Congreso impidió el desempeño de las funciones de los diputados, cuando debió hacerlas compatibles con las medidas para frenar la pandemia. Otra vez muletazos de adorno a toro pasado. Ya puestos, la parte carca del Constitucional debería fallar contra el propio órgano porque también suspendió su actividad.

Lo de Llarena es algo personal

El juez Llarena insiste una y otra vez en levantar infructuosamente las tapas del yogur judicial europeo. “Siga jugando, hay muchos premios”, le dicen sin cesar desde las más variadas magistraturas europeas. Pero el contumaz togado no saca ni media pedrea. Todo lo que cosecha son encogimientos de hombros, miradas de perplejidad, desplantes y, en alguna que otra ocasión, tirones de orejas. El más reciente de los reveses, adelantado incluso por los que sabemos lo justito o casi nada de Derecho, lo confirmó ayer el tribunal de apelación de Sassari, en Cerdeña, que dejó en suspenso el procedimiento de entrega del escurridizo expresident Carles Puigdemont hasta que la Justicia de la Unión Europea resuelva las dos causas pendientes sobre su inmunidad por su condición de Europarlamentario. De nuevo, no se han decretado medidas cautelares, por lo cual, Puigdemont ha vuelto a Bruselas y con él, los exconsellers Clara Ponsatí y Toni Comín, a los que se llevó de acompañantes a la vista en la localidad sarda. Fue el colmo del recochineo del líder de Junts. El Tribunal Supremo español mordió el anzuelo, pidió su detención a las autoridades italianas y, en fin, firmó otro ridículo clamoroso.

El resumen de lo sucedido es que la Justicia hispanístaní ha vuelto a quedar en evidencia. Y no solo eso: todo lo que ha conseguido es devolver a Carles Puigdemont a los titulares, y además, en el papel de víctima injustamente perseguida. Lo peor es que no podemos albergar la menor esperanza de que el justiciero Llarena y sus colegas depongan su actitud. La cuestión se ha convertido, incluso trascendiendo lo ideológico, en algo personal.

El juez Garrido se alía con Tebas

Cuando supe que la Liga de Fútbol Profesional había presentado recurso ante el Tribunal Superior de Justicia del País Vasco contra la limitación de aforos en los estadios determinada por el Gobierno vasco, no tuve la menor duda de cuál sería la resolución. Sí, justamente la que ha sido. Al ya celebérrimo juez Luis Ángel Garrido solo le faltaba aliarse con el incalificable Javier Tebas, y lo ha acaba de hacer en este dictamen que se ha sacado de la sobaquera de la toga en medio santiamén. Se trata de una nueva muesca en su mazo en lo que se refiere a decisiones contrarias a las medidas puestas en marcha atendiendo a criterios sanitarios.

Cabrá decir que este último auto tampoco es tan grave, pues con la pandemia remitiendo, era cuestión de días que se aumentaran los aforos de los recintos deportivos. Todo apuntaba a que, como poco, el LABI tenía pensado subirlo hasta el 50 por ciento. En cualquier caso, no estamos ante una anécdota sino frente a una categoría, un patrón de conducta que se ha venido repitiendo sistemáticamente desde la irrupción del virus. Prácticamente en cada oportunidad que se ha presentado, la Justicia en general, la vasca en particular y este magistrado aun más en concreto se han decantado por dictámenes que dificultaban o directamente impedían los intentos de frenar los contagios. No negaré, como me señaló el sabio Juanjo Álvarez, que se han enviado a los tribunales patatas calientes que deberían haber sido resueltas en otras instancias o que la política ha sido perezosa para mejorar la (según dicen) poco útil legislación previa. Pero, con todo, muchas de sus señorías deberían hacer examen de conciencia.

Premiar el mal comportamiento

No dejo de imaginar la cara que llevarán estos días los 5.000 pardillos de los tres territorios de la CAV que pagaron religiosamente y a tocateja las multas que les impusieron por saltarse las normas del confinamiento en el primer estado de alarma. Como tantas veces ocurre, no hay buena acción que quede sin castigo. O, en este caso, sin su burlesco agravio comparativo frente los autores de las 14.740 sanciones que decidieron pasarse el pago por el forro y ven ahora cómo todos esos expedientes se van a la papelera. No solo no reciben el correctivo que merecen por su incivismo, su insolidaridad, su rostro de alabastro y, sobre todo, su contribución a la difusión del virus en un momento en que morían miles de personas cada semana, sino que resultan agraciados con el premio de la impunidad. Todo ello, gentileza de sus desprendidas señorías del Tribunal Constitucional que anularon, año y medio después de los hechos, el primer estado de alarma decretado por el gobierno español, con el aval, ojo, de la mayoría parlamentaria.

El mensaje para la sociedad es demoledor, máxime, cuando todavía estamos lejos de haber vencido a la pandemia. Se nos viene a decir que basta un decimal judicioso discutible —recordemos que la resolución salió adelante por una diferencia de un solo voto— para que decidamos que merece la pena liarse la manta a la cabeza y pasarse por la sobaquera las normas que determinen las autoridades sanitarias. Si creen que exagero, piensen en los botellones salvajes que se han convertido en moda porque quienes los perpetran intuyen que se irán de rositas.