Altsasu, un auto de fe moderno

En cuestiones jurídicas no hay lugar para las matemáticas. Supongo que a la vista de decenas de decisiones anteriores que tiraban de las orejas al Estado español, dábamos por hecho que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos dictaminaría que los jóvenes condenados por el Caso Altsasu fueron víctimas de un proceso judicial aberrante. Sin embargo, esta vez los magistrados han optado por no entrar siquiera a estudiar las alegaciones. El asunto se va al cajón y no hay más recorrido. Leo y escucho que este triste desenlace se debe a una cuestión de forma. No dudo que sea así, pero es una explicación que me sabe a consuelo amargo. Y lo mismo digo sobre la afirmación voluntarista que sostiene que, pese a todo, la sociedad vasca tiene una idea clara de lo que ocurrió y eso en sí mismo ya merece la pena.

Como escribía ayer mi compañero Joseba Santamaría, estamos ante el injusto punto final a una injusticia. Y también a un enorme despropósito. Utilizando una fórmula que no me convence nada, lo de aquella noche en aquel local es algo que jamás debió ocurrir. No fue una pelea de bar, pero muchísimo menos, un atentado terrorista. Ocurre que los denunciables hechos originales palidecen frente a desmesura de lo que vino después. El sector más fanático de la Justicia española, con el aliento de ciertas siglas y terminales mediáticas, buscaron (y lograron) dar un escarmiento ejemplarizante. El proceso se convirtió en un auto de fe moderno. Se pisotearon sistemáticamente las garantías de los encausados y las condenas finales fueron brutalmente desproporcionadas. Todo, en un estado que se dice, ¡ay!, de Derecho.

Premiar el mal comportamiento

No dejo de imaginar la cara que llevarán estos días los 5.000 pardillos de los tres territorios de la CAV que pagaron religiosamente y a tocateja las multas que les impusieron por saltarse las normas del confinamiento en el primer estado de alarma. Como tantas veces ocurre, no hay buena acción que quede sin castigo. O, en este caso, sin su burlesco agravio comparativo frente los autores de las 14.740 sanciones que decidieron pasarse el pago por el forro y ven ahora cómo todos esos expedientes se van a la papelera. No solo no reciben el correctivo que merecen por su incivismo, su insolidaridad, su rostro de alabastro y, sobre todo, su contribución a la difusión del virus en un momento en que morían miles de personas cada semana, sino que resultan agraciados con el premio de la impunidad. Todo ello, gentileza de sus desprendidas señorías del Tribunal Constitucional que anularon, año y medio después de los hechos, el primer estado de alarma decretado por el gobierno español, con el aval, ojo, de la mayoría parlamentaria.

El mensaje para la sociedad es demoledor, máxime, cuando todavía estamos lejos de haber vencido a la pandemia. Se nos viene a decir que basta un decimal judicioso discutible —recordemos que la resolución salió adelante por una diferencia de un solo voto— para que decidamos que merece la pena liarse la manta a la cabeza y pasarse por la sobaquera las normas que determinen las autoridades sanitarias. Si creen que exagero, piensen en los botellones salvajes que se han convertido en moda porque quienes los perpetran intuyen que se irán de rositas.

Usurpación e infamia

Nos hacemos trampas con la c y con la k. ¿Ocupación? ¿Okupación? Si nos referimos, por poner el enésimo ejemplo, a lo que ha ocurrido en el municipio vizcaíno de Trapagaran, hablamos de usurpación o puro latrocinio. Desmiéntanme las almas puras. Un señor habita una casa desde 1956. Seis decenios y medio después, cuando es octogenario, sufre graves problemas de salud que le hacen ser atendido por su hija. Pasa el tiempo y la morada se deteriora, pero sigue siendo suya. Mientras otros familiares la ponen a punto para la vuelta del legítimo inquilino, unos tipos que tienen acreditadas mil y un grescas —“conflictivos”, es la forma fina de llamarlos— se cuelan y se autoproclaman propietarios. Como prueba muestran unos papeles que no llegan ni a burda falsificación de un contrato. La policía, de acuerdo con la legislación vigente, hay que joderse, acepta pulpo como animal de compañía y hace mutis por el foro. Desprotegidos, desamparados, abandonados, embargados por una impotencia infinita, los familiares del anciano acuden al último recurso: la solidaridad vecinal. Centenares de personas responden a la llamada en una movilización donde se calientan los ánimos. Por fortuna, la sangre no llega al río, pero no hay nada que hacer. Los asaltantes, que ya han quemado documentos y enseres para demostrar quién tiene las de ganar, se quedan. La respuesta de los representantes de la ciudadanía es para la antología de la infamia. Por unanimidad, las fuerzas políticas del ayuntamiento aprueban una declaración en la que se remiten “a la decisión judicial que se adopte, al tratarse de una situación jurídico-civil privada a resolver entre la propiedad y los ocupantes”. Tal cual.

Una justicia, dos varas

Al final, el Estado de Derecho —hagamos derroche innecesario de mayúsculas— era esto. Ante los mismos hechos, varios tribunales superiorísimos toman decisiones no ya diferentes sino diametralmente opuestas. Es como si dos equipos médicos de élite diagnosticaran un catarro o un cáncer a la vista de síntomas idénticos y recetaran en consecuencia: unas juanolas o quimioteraìa agresiva. Sería algo de todo punto inadmisible que conllevaría un severo castigo a los galenos que hubieran metido la pata.

En el caso de los dictámenes de sus ilustrísimas e intocables señorías, sin embargo, te tienes que comer la matraca de rigor: eso es lo bonito del hecho jurídico, que no hay una única interpretación. Lo pistonudo es que te lo dicen como si no fuera un escándalo de proporciones cósmicas que según qué tipos y/o tipas con birrete te hayan caído del cielo, tienes barra libre para hacer lo que te salga de entre las ingles —caso de la CAV— o debes acogerte a ciertas normas lógicas cuando todavía la pandemia no se ha ido, incluso aunque exhibas cifras sanitarias muy razonables como en Valencia o Baleares. El remate es tener la absoluta certeza (porque el individuo que la ha dictado ni siquiera disimula) de que la resolución no se ha tomado atendiendo a la legalidad vigente sino a pulsiones puramente personales.

Sanidad judicializada

Me dicen que se me fue el vitriolo en la columna de ayer. Y no niego un exceso de visceralidad y quizá cierta carencia de argumentos razonados. Pero sigo suscribiendo prácticamente cada coma. Simplemente, no es de recibo que el mismo día en que se certificaron 766 muertos por covid en el conjunto del Estado, unos jueces que habitan en su propia realidad se arroguen el papel de avezados epidemiólogos y dictaminen cómo, cuándo y dónde se producen los contagios. Como escribía atinadamente Juan Ignacio Pérez, que algo sí sabe de ciencia, la ignorancia de estos magistrados del Superior de Justicia Vasco es muy atrevida.

Yo subo la apuesta: más que atrevimiento es soberbia, arrogancia, prepotencia y, en resumen, una superioridad moral ayuna, valga la paradoja, de moralidad. Ni por asomo van a pensar sus señorías que sus designios pueden reventar las UCIs, destrozar familias y dar más trabajo a las funerarias. Deciden sobre las existencias de los demás como si estuvieron resolviendo un sudoku o un crucigrama. Y cuando les llamas la atención sobre la sinrazón que implica que ante un hecho exactamente igual se emitan fallos o sentencias de sentido diametralmente opuesto, aún tienen el cuajo de espetarte que eso es lo bonito del Derecho, que esté al albur de la interpretación de cada diosecillo con toga.

Pandemia judicial

Andaban ayer unos expertos de la OMS desplazados a China dándole vueltas a si el malhadado virus se originó en el mercado de Wuhan o a si procede de este o aquel animalito. Menudo esfuerzo baldío. Acababan antes preguntándoles a los y las que verdaderamente saben huevo y medio de pandemias, oséase, sus togadas señorías del Tribunal Superiorísimo de Justicia del País Vasco. En serio que no dejo de preguntarme por qué perdemos el tiempo escuchando a epidemiólogos, microbiólogos, inmunólogos y cualquier personal de bata blanca que se les ocurra, cuando el conocimiento excelso sobre la materia lo atesoran los de las túnicas negras.

Volvieron a demostrarlo ayer en una decisión —literalmente— de las de sujétame el cubata. Ordenan sus ilustrísimas que se levante el cierre de los bares en localidades con tasas de incidencia disparatadas. ¿El razonamiento? Ah, no, de momento, ninguno. Puesto que levitan sobre los infectos mortales, están exentos de entrar en el fondo de la cuestión. Ya lo harán cuando tengan un rato. Por de pronto, pista libre para arremolinarse en torno a una mesa de setenta centímetros de lado con la mascarilla por debajo del mentón. Qué inmenso corte de mangas a los sanitarios que desde hace un año se dejan el alma en unas UCIs aún hoy a reventar. Pero no rechisten. Es la Justicia.

Fue injusto y punto

No quise escribir en caliente sobre la aberrante teoría de Maddalen Iriarte según la cual el daño causado por ETA fue injusto o no dependiendo del relato. Lancé, es verdad, un par de tuits al aire, pero para extenderme más, preferí esperar una explicación de semejantes declaraciones a Vocento. Me refiero a algo que fuera más allá del socorrido “El perro me ha comido los deberes”, equivalente en este caso a “Han manipulado mis palabras”, que fue la decepcionante salida de Iriarte. Esa y, de propina, otro comodín de carril: “Mi compromiso con los derechos humanos está fuera de toda duda”. Pues no. Quizá lo estuviera hasta el instante mismo en que pronunció esas palabras, las vio publicadas y no corrió a aclarar que jamás quiso decir lo que apareció en el entrecomillado.

Una rectificación a tiempo es una victoria y en la cuestión de la que hablamos habría evitado la frustración de ver cómo la persona que representa la superación de los viejos tabúes de la izquierda soberanista acaba profiriendo una frase que hiela la sangre en el más rancio y descorazonador estilo de los irreductibles del matarile. ¿De verdad, señora portavoz parlamentaria de EH Bildu, los asesinatos de Brouard o Muguruza fueron justos o injustos en función del relato? Claro que no. Y lo mismo con los de Blanco, Buesa, Jauregi…