Mamá, quiero ser juez estrella

Tuvo que sudar mucho Arnaldo Otegi antes de poder colar, in extremis y con calzador, la frase que todo el mundo lleva pidiéndole prácticamente desde que tiene significación pública. Casi en la prórroga de su juicio y más como gol de la honrilla que de la victoria, el preso número 8719600510 pudo decir: “Nosotros rechazamos el uso de la violencia para imponer un proyecto político”. Si las cosas hubieran sido como nos venían guionizando, los teletipos deberían haber empezado a ulular y hasta la CNN lo tendría que haber sobreimpresionado en pantalla bajo el consabido epígrafe Breaking News. Pero no pasó nada. El juez-stopper García Nicolás, que en las dos jornadas de declaraciones se había empleado a fondo para evitar ese momento, se recompuso y pitó el final del partido, o sea, el visto para sentencia. Cada mochuelo a su olivo. Otegi, por supuesto, a Navalcarnero.

En algún sitio leí que en los asientos destinados al público, además de las hinchadas correspondientes (especialmente animoso el fondo sur esta vez), había unas decenas de estudiantes de Derecho de la universidad de Salamanca. A poco que se hayan aplicado, habrán aprendido que estas mediáticas vistas orales no son como se plantean en las pizarras de los abogados -y menos, en las de los periodistas- y que el papel del árbitro es determinante. Si, como fue el caso, el trencilla viene dispuesto, motu propio o convenientemente aleccionado, a convertirse en el protagonista del partido, no hay nada que hacer. El juego irá por donde él decida.

El tamaño del ego

Hay que admitir que el héroe de este derby jurídico-político (tachen el adjetivo que no proceda) ha sido el presidente del Tribunal, Fernando García Nicolás. Con maneras calcadas de House o Mourinho, el dueño del mazo ha conseguido eclipsar al cabeza de cartel, Otegi, que sólo a fuerza de pundonor y tozudez elgoibartarra acertó a colocar su frase en el alegato final. Peor parado aún salió la involuntaria Guest Star, Jesús Eguiguren, a quien su ácida señoría llegó a tratar de mindundi o asimilado a tal. Otro con menos paciencia se habría acordado de los ancestros del juez cuando éste sugirió que le habían dado la presidencia del PSE en una tómbola.

Acostumbrados a supernovas llamadas Garzón, Marlaska, o Bermúdez, o a la inenarrable Ángela Murillo del “por mi, como si pide vino”, ya no nos sorprenden estas salidas de pata de banco con toga. Si en otras profesiones exigen a los aspirantes una estatura mínima, a los jueces y juezas deberían pedirles una talla máxima de ego.

Erwin, desnudo ante el juez

Nunca le había prestado mayor atención a Erwin, el txirrindulari naturista (o viceversa) que se paseaba Donostia arriba, Donostia abajo, para escándalo de unos, curiosidad de otros y, supongo, indiferencia de quienes ya no se sorprenden por nada o no están para gastar retina en la contemplación de un cuerpo poco serrano que pedalea en bolas. Como me sé los rudimientos de mi oficio, comprendía que fuera noticia, primero como elemento extravagante del paisaje y, cuando entraron en juego los probos ciudadanos que lo fueron denunciando, como perseguido abanderado de la libertad indumentaria frente a la moral pacata que seguimos gastando por aquí arriba. Ni en calidad de lo uno ni en calidad de lo otro me parecía algo a lo que dedicarle más de dos párrafos -con foto, qué remedio- y un enarcamiento de ceja. Hasta ahora.

Sí, hasta ahora que al desventurado ciclista a pelo le ha caído un año de cárcel por lo que un togado de la Audiencia de Gipuzkoa considera un delito de exhibicionismo, con agravantes que veremos después. ¿Mucho o poco? Pues, según. Si nos fíamos del simpático retrato que han hecho los medios del tal Erwin, como un tipo un tanto peculiar al que le daba por ir sin ropa como a otros les da por teñirse el pelo de verde, da la impresión de que la sentencia es una atrocidad dictada por un puritano feroz con el calendario parado. Ahora, si son medio ciertos los hechos que el auto considera probados, la condena ha sido un precio de amigo. Es evidente que algo no concuerda.

Los “hechos”

Negro sobre blanco dice el texto que un día de mayo de 2009 Erwin apareció desnudo en la Plaza de la Constitución, “adoptando posturas en las que exhibía sus genitales ante unos 25 niños y niñas de edades comprendidas entre los siete y los diez años”. Les he puesto el punto seguido para que tomen aire antes de seguir leyendo que, según el magistrado, el acusado obró así de forma “indudablemente consciente, con ánimo libidinoso y con propósito de escandalizar, siendo indiferente que los órganos mostrados estuvieran excitados o no”.

Lo que se describe parece demasiado grave para saldarlo con un año de cárcel, teniendo en cuenta que, además, parte de la condena se motiva también en la resistencia a la policía municipal que opuso el protagonista de los hechos. Que ha patinado el juez, o por defecto o por exceso, es lo poco que me queda claro. O ha sido demasiado blando con un delincuente sexual o, algo imperdonable, ha estigmatizado como tal a un pobre tipo al que le gusta pasear en bici sin ropa.

Censura y torpeza

Un juzgado de Donostia ha convertido un más que probable bodrio cinematográfico del nueve largo en mártir de la libertad de expresión. De propina, el togado de turno que dictó -cómo dispara la cachondina ese verbo- la prohibición de proyectar el paquete visual le ha agenciado a su director el Premio Especial del Público de la Semana de Cine Fantástico y de Terror, concedido por esa mezcla de compasión y ardor guerrero que nos entra cuando ocurren estas memeces. La justicia poética ni es justicia ni es poética. Contentos se han tenido que ir de Odonlandia los responsables de las otras películas al ver que, además de un argumento sólido, una fotografía lograda y un montaje apañado, se valora la capacidad para alborotar meapilas.

Sí, ya escucho el clamor indignado de los muy cafeteros de las bellas artes en general y la cinefilia en particular. ¿Que cómo me atrevo a hablar así de algo que no he visto o, peor aún, de una exquisitez suprema para cuya evaluación no está dotada mi mente inferior? Pues acogiéndome a lo mismo de lo que ellos se han investido en adalides a cuenta de la gachupinada judicial. Sólo hago uso de mi libertad de expresión para proclamar que los cinco minutos de “A serbian film” que me he echado a los ojos cantan a provocación gratuita de plexiglás que es un primor. Me parece bastante más transgresor el “Caca, culo, pedo, pis” de Enrique y Ana. O “Marisol rumbo a Río”, mi peli-fetiche, que leída entre líneas (fijándose sólo en las impares) y vista en decúbito marsupial en compañía de dos gintonics, resulta un demoledor alegato antisistema.

El Derecho y la Comunicación

Lo que clama a veintitrés cielos es que llegue un juez o jueza al galope y, encizañado o encizañada por una patulea de talibanes de la cruz, impida que cada quien se castigue la retina con el pestiño que le de la gana. Quien ha actuado así se sabrá todo el Aranzadi de memoria, pero no tiene ni pajolera idea de cómo funciona el circo de la comunicación. Y anda que no dan clases gratis cualquier tarde o cualquier noche por la tele.

Antes de la prohibición (cautelar, qué risa), sólo un pequeño grupo de iniciados conocía la existencia de la cinta de marras. Ahora, miles de curiosos la buscan y se la descargan. Aquí, un pan; aquí, unas hostias. Por fortuna, consumimos la presunta actualidad con tal voracidad, que si no seguimos engordando la bola (mea culpa, de acuerdo, es lo que estoy haciendo yo ahora mismo), en un par de días nos entretendremos con otra cosa. Con censuras más cercanas e hirientes, por ejemplo.

Independencia, ja, ja, ja, judicial

Después del chiste de Cipriano, que me contó alguien cuya identidad jamás revelaré, lo que más me está haciendo reír estos días -quien dice días, dice años- es la expresión “independencia judicial”. Les juro que es escucharla y empezar a derramar lagrimones acompañados de estertores histéricos que me dejan el estómago como si hubiera hecho ochocientas abdominales. Menos mal que luego pienso en la indecencia de quienes llevan permanentemente en los labios ese mantra y se me corta el vacilón de raíz.

“Independencia judicial”, sueltan con solemnidad, mientras tienen el rostro de cambalachearse jueces que cojean de su pie a la vista de todo el mundo. Tres años han estado en ésas PSOE y PP para renovar el Tribunal Constitucional hasta que los de la gaviota, no se sabe si por claudicación o por estrategia, han depuesto su intención de colocar en la alta magistratura a un togado cuyo mayor mérito es ser tertuliano lenguaraz de Intereconomía y escribir un artículo semanal en La Razón. Enrique López se llama el interfecto, que tiene escrito que habría que prohibir a la prensa informar sobre sumarios secretos, no sea que se alborote el patio.

¿A cambio de qué?

Habrá que ver la contrapartida del canje, porque estas cosas no se hacen gratis. Ya comprobamos en la reciente y rocambolesca elección del presidente del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco que la ideología de sus señorías sí importa. Que lleve tal o cual el teatral mazo de pedir orden en la sala no es anecdótico. Más de una vez y más de quince, supone la diferencia entre treinta años y un día o la absolución con todos los pronunciamientos favorables. No es precisamente una ingenua curiosidad la que lleva a los abogados a preguntar, como Perales, “¿Y quién es él (o ella)? ¿A qué dedica el tiempo libre?”

Si esto va a misa en la llamada justicia ordinaria, en la Champions League judicial -Superiores, Supremo y Constitucional-, donde las decisiones son pura política, se convierte en dogma de fe. Basta mirar la composición del sanedrín para adelantar, sin margen de error, su fallo. La única incertidumbre reside en si alguno de los juzgadores morirá antes de tiempo. Macabro, sí, pero ya ha pasado y, en el colmo del esperpento, los medios hemos subrayado en el titular de la necrológica la condición de progresista, conservador o tibio del finado.

Es muy comprensible el cabreo que provoca en los administradores de justicia este burdo etiquetado, pero en su mano está parar los pies a los políticos que los tratan como a cromos. ¿Lo harán?