Lo de Llarena es algo personal

El juez Llarena insiste una y otra vez en levantar infructuosamente las tapas del yogur judicial europeo. “Siga jugando, hay muchos premios”, le dicen sin cesar desde las más variadas magistraturas europeas. Pero el contumaz togado no saca ni media pedrea. Todo lo que cosecha son encogimientos de hombros, miradas de perplejidad, desplantes y, en alguna que otra ocasión, tirones de orejas. El más reciente de los reveses, adelantado incluso por los que sabemos lo justito o casi nada de Derecho, lo confirmó ayer el tribunal de apelación de Sassari, en Cerdeña, que dejó en suspenso el procedimiento de entrega del escurridizo expresident Carles Puigdemont hasta que la Justicia de la Unión Europea resuelva las dos causas pendientes sobre su inmunidad por su condición de Europarlamentario. De nuevo, no se han decretado medidas cautelares, por lo cual, Puigdemont ha vuelto a Bruselas y con él, los exconsellers Clara Ponsatí y Toni Comín, a los que se llevó de acompañantes a la vista en la localidad sarda. Fue el colmo del recochineo del líder de Junts. El Tribunal Supremo español mordió el anzuelo, pidió su detención a las autoridades italianas y, en fin, firmó otro ridículo clamoroso.

El resumen de lo sucedido es que la Justicia hispanístaní ha vuelto a quedar en evidencia. Y no solo eso: todo lo que ha conseguido es devolver a Carles Puigdemont a los titulares, y además, en el papel de víctima injustamente perseguida. Lo peor es que no podemos albergar la menor esperanza de que el justiciero Llarena y sus colegas depongan su actitud. La cuestión se ha convertido, incluso trascendiendo lo ideológico, en algo personal.

La caza de Puigdemont

No deja de sorprenderme la algarabía con la que los defensores irreductibles de la nación española han recibido el levantamiento de la inmunidad de Puigdemont, Ponsatí y Comin en el Parlamento Europeo. Se diría que ya dan por extraditados, juzgados y condenados a los tres políticos soberanistas, especialmente al primero. Y es perfectamente comprensible que, después de incontables expectativas de captura defraudadas, le tengan tantas ganas, pero hasta ellos mismos saben que es demasiado pronto para vender la piel del irredento president expatriado. No es casualidad que junto a sus aleluyas de celebración, estén lanzando todo tipo de sapos y culebras sobre Bélgica en general y la Justicia belga en particular. Se huelen que de nuevo puedan verse compuestos y sin pieza cobrada.

Lo cierto es que todo apunta por ahí, y más, si tenemos en cuenta la sucesión de fiascos coleccionados por el Juez Llarena. Ni al coyote de los dibujos animados se le escapó tantas veces el correcaminos. Así que, pasando a limpio lo que ha ocurrido en los últimos días, la presunta gran victoria del Estado de Derecho va a quedarse en pírrica. Eso, sin contar que, siguiendo la costumbre, para lo que ha servido el episodio heroico es para volver a poner en el primer plano de la actualidad a alguien que lo necesitaba como el comer. Otra cosa es que Ayuso haya venido a hacerle sombra.

Más allá de la denuncia

Con indescriptible candidez, se incurría una y otra vez en la manida metáfora del choque de trenes. Si ya hace tiempo se vio, como poco, la desproporción en el tamaño y la potencia de cada convoy, ahora acaba de quedar muy claro que lo que falla es la comparación. Lo que el soberanismo catalán tiene enfrente es un muro que, por lo menos hasta la fecha, se ha demostrado infranqueable. El unionismo español ha salido victorioso en prácticamente cada envite. Incluso cuando ha palmado alguno, como fue tener que tragarse las urnas que persiguió con denuedo, la reacción se tradujo (literalmente) en una soberana paliza.

Anoto aquí al margen que la somanta del 1 de octubre fue lo más parecido a una fuente de legitimación internacional. Consistió en unas horas de fotos y vídeos corriendo por ahí, cuatro osados dirigentes de segunda fila expresando su protesta y, tristemente, no mucho más. La Europa oficial y el resto de cortadores planetarios del bacalao corrieron a hacer piña con los que habían mandado a repartir leña. Ídem de lienzo cuando empezó la primera razzia de encarcelamientos y fugas para evitar dar con los huesos en la trena.

Ahora que ha llegado la segunda fase de la operación represora cabe, por supuesto, la denuncia más contundente. En los medios a los que uno tenga acceso, en la calle, en las redes sociales. A grito pelado, con insistencia, sin desmayo. Completamente de acuerdo. Pero inmediatamente después de la protesta —o, mejor, al mismo tiempo— procede asumir de una vez que no basta con tener toda la razón o la mayor parte. Esta batalla no solo es cuestión de Justicia. También de realismo.

Llarena for president

Como faltaban astros en el firmamento judicial, acaba de irrumpir la supernova con toga que atiende por Juan Pablo Llarena. Apenas anteayer todavía nos liábamos con su apellido y escribíamos de oído Llanera o Llaneras. Pero ya no hay lugar a confusión, a fuerza de verlo en quintales de titulares, cada vez más psicodélicos. Y fíjense que la primera leyenda que lo acompañaba era la de tipo prudente y razonable a carta cabal, en contraste con la legionaria ideologizada Carmen Lamela, condición que pareció confirmar mandando a casa a Carme Forcadell.

Ya ahí debimos ver que tal puntada no carecía de hilo. Libraba de la cárcel a la anterior presidenta del Parlament, no por bonhomía o espíritu de ecuanimidad, sino al precio de pasar a tercera fila de la política. Conquistada esa playa, repitió la jugada —corregida y aumentada— cuando en una imitación de andar por casa de su colega Salomón, excarceló a unos consellers y dejó entre rejas a Junqueras.

Solo era la preparación para su gran pirueta judiciosa, de momento, la más reciente. Es puro encaje de bolillos, atiendan: desoye la petición de la Fiscalía de ordenar detener a Puigdemont en Dinamarca bajo el argumento de que es el president expatriado quien busca ser detenido. ¿Para qué? Pues para ser enviado a prisión y, de ese modo, tener derecho a delegar el voto y, sobre todo, a ser elegible de nuevo como cabeza de la Generalitat. Y todo eso se lo guisa y se lo come solo el Juan Palomo de la Judicatura hispana, que aun tiene el desparpajo de dejar por escrito en el correspondiente auto que —poco más o menos— ha parado un golpe a la nación española.