Siria existe

Vaya por Dios, Siria existe. O sea, vuelve a existir a efectos informativos. Tampoco se crean que cosa de mucho. Un visto y no visto para variar la dieta. Eso sí, exagerando la nota dos huevas y pico con las advertencias de repertorio sobre la tercera mundial, esa misma que es inminente, con más o con menos visos de certeza, desde que terminó la segunda. Si supiéramos o quisiéramos contar, quizá nos llevaríamos el susto de ver que desde entonces ha habido alguna que otra contienda planetaria más.

Bueno, y si no, siempre está lo de la guerra fría, socorrido apelativo que estos días también ha regresado al vocabulario oficial. Hasta el baranda de la ONU, Antonio Guterres, lo soltó el otro día, después de que se consumara la amenaza del chulopiscinas que manda en la presunta primera Democracia del globo. Al final solo fue la puntita, tres docenas de misiles “bonitos, nuevos e inteligentes” que habrá que mandar reponer para que la economía no se pare. Una de farol, pero sin pasarse, bastante para que Putin suelte unos cagüentales, aunque no suficiente (o eso parece) para que responda con una escabechina.

Todo, no sé si han reparado en ello, como respuesta a la “intolerable utilización de armamento químico”. Como si las otras bombas que hacen picadillo a seres humanos fueran de recibo. Descomunal hipocresía, perfectamente equilibrada, ojo, con la de quienes aprovechan el viaje para desempolvar el rancio argumentario de carril que señala a la malvadísima comunidad internacional, pasando por alto que la mayor responsabilidad de este conflicto en concreto es de las banderías locales que lo protagonizan.

Más allá de la denuncia

Con indescriptible candidez, se incurría una y otra vez en la manida metáfora del choque de trenes. Si ya hace tiempo se vio, como poco, la desproporción en el tamaño y la potencia de cada convoy, ahora acaba de quedar muy claro que lo que falla es la comparación. Lo que el soberanismo catalán tiene enfrente es un muro que, por lo menos hasta la fecha, se ha demostrado infranqueable. El unionismo español ha salido victorioso en prácticamente cada envite. Incluso cuando ha palmado alguno, como fue tener que tragarse las urnas que persiguió con denuedo, la reacción se tradujo (literalmente) en una soberana paliza.

Anoto aquí al margen que la somanta del 1 de octubre fue lo más parecido a una fuente de legitimación internacional. Consistió en unas horas de fotos y vídeos corriendo por ahí, cuatro osados dirigentes de segunda fila expresando su protesta y, tristemente, no mucho más. La Europa oficial y el resto de cortadores planetarios del bacalao corrieron a hacer piña con los que habían mandado a repartir leña. Ídem de lienzo cuando empezó la primera razzia de encarcelamientos y fugas para evitar dar con los huesos en la trena.

Ahora que ha llegado la segunda fase de la operación represora cabe, por supuesto, la denuncia más contundente. En los medios a los que uno tenga acceso, en la calle, en las redes sociales. A grito pelado, con insistencia, sin desmayo. Completamente de acuerdo. Pero inmediatamente después de la protesta —o, mejor, al mismo tiempo— procede asumir de una vez que no basta con tener toda la razón o la mayor parte. Esta batalla no solo es cuestión de Justicia. También de realismo.

La baza internacional

Andamos sobrados de candidez y muy flojos de memoria. Para los perdedores de la guerra de 1936 hubo algo casi tan doloroso como la propia derrota a manos del ejército de Franco y sus refuerzos alemanes e italianos: la traición y el olvido de quienes estaban llamados a echarles una mano. ¡Cuántos de aquellos hombres y mujeres se fueron a la tumba —incluso muchos años después del abandono— con la amargura de haber esperado en vano a ese Godot que eran las democracias que vencieron al fascismo en 1945. Aunque muy pronto se vio que ni Francia ni Gran Bretaña ni Estados Unidos tenían la menor intención de mover undedo para restaurar la República española, hasta bien entrados los 50, no eran pocos los que mantuvieron la ilusión de una intervención en pro de la libertad, que de alguna manera era también la deuda con un importante número de republicanos que participaron en la liberación de Europa.

Hoy la Historia (valdría también en minúscula) se repite entre los soberanistas de Catalunya, que se agarran al clavo ardiendo de la comunidad internacional como apoyo para su causa. Puede, efectivamente, que este o aquel periódico de por ahí fuera echen unos cagüentales ante las imágenes de violencia policial o los encarcelamientos de Cuixart y Sánchez. Cabe algún pronunciamiento favorable desde la tercera fila. O, incluso, unas palabras medianamente comprensivas de alguna personalidad o instancia de relieve. Pero hasta ahí llegan las buenas intenciones. Por desgracia, se imponen los hechos. Y ahí tienen como triste ejemplo entre otras mil y una villanías el trato a los refugiados de la guerra de Siria.

Matanza programada

Israel fumiga Gaza con centenares de bombas que dejan un reguero de muerte y destrucción, pero los titulares ponen en letras gordas los cohetes lanzados sobre Tel Aviv o Jerusalén. Se habla de escalada de tensión, de fuego cruzado, de ataques de respuesta, como si se tratara de una contienda entre dos iguales y, peor, obedeciera al siniestro principio de la represión proporcionada, dando siempre por hecho que los provocadores fueron los palestinos. Para que las almas cándidas y las conciencias dúctiles no tengan dudas, se subraya el carácter terrorista de Hamás.

Empezando por lo último, no seré yo quien lo niegue. Sin embargo, añado inmediatamente que ese hecho no me sirve para dar cobertura moral a lo que a todas luces es una matanza programada, una operación de exterminio perpetrada por un estado que utiliza el terror desde que existe. Lo hace, además, amparado en una legalidad internacional de conveniencia —las resoluciones de la ONU se las pasa por la sobaquera— y sin el menor reproche de los guardianes del orden planetario y sus palafreneros. De tanto en tanto, vemos un rasgado de vestiduras seguido de una coreografía negociadora con manos estrechadas, abrazos, discursos rebajados de tono y hasta algún premio Nobel. Todo muy bonito, hasta que las presuntas buenas intenciones estallan por los aires por una razón bien simple: Israel sabe que va ganando y no va a permitir que una paz acordada reduzca lo que puede obtener por la fuerza y a un precio de sangre no solo asumible sino convertible en munición para completar el genocidio en nombre, qué asco, del legítimo derecho a la defensa.