Protesta bumerán

Como les he sermoneado alguna vez, rara es la buena acción que queda sin castigo. O quizá, en el caso que va a ocupar estas líneas haya que hablar de pretendida buena acción, que aquí entroncamos con lo de las magníficas intenciones de las que está empedrado el infierno. De todo eso —y también de paisanos que van a por lana y salen trasquilados— pueden escribir enciclopedias unos heroicos seres humanos que en conjunto atienden por Pallasos [sic] en rebeldía, y que en su web se presentan (música de violín, por favor) como “muchos corazones y energías unidos en la realización de este sueño”.

Se intitulan asimismo como “un espacio de solidaridad internacional y fraternidad entre los pueblos que se expresa a través de la risa y el arte”, oh yeah. En calidad de tales, ocho de sus componentes se llegaron ante el muro de Ramala, también conocido, y con motivo, como de la vergüenza, para denunciar las iniquidades que comete Israel contra los palestinos. En un alarde de creatividad reivindicativa, decidieron que la protesta tendría más efecto si la hacían en pelota picada.

Y miren, sí, tuvo ese efecto, solo que cambiado. No fueron los malvados sionistas los que pusieron el grito en el cielo o mandaron a un par de matones de uniforme a disolver a los aguerridos activistas. Qué va, la bronca monumental llegó de parte de los supuestos beneficiarios de la gesta. Decenas de palestinos se acordaron de las muelas de sus paladines porque no cayeron en que el cuerpo desnudo ofende al Islam. Como imaginan, la vaina acabó con una patética petición de perdón con propósito de enmienda adosada. Jopé con los rebeldes.

Angelitos en Gaza

Una bienintencionada apostilla a mi columna de ayer: “Ojo, que los palestinos tampoco son ningunos angelitos”. Aparte del pésimo vicio de la generalización y el prejuicio que supura tal afirmación, la frase es una radiografía en 3D de tantas y tantas conciencias a las que cualquier placebo, por tosco que sea, les sirve de traquilizante. Adminístrese con el desayuno, la comida y la cena, y sea inmune a la brutal injusticia de contemplar la masacre de sus semejantes —buah, total, están a 4.000 kilómetros— como si se hubieran ganado a pulso el diluvio de muerte que les cae del cielo. Allá quien lo haga. Lo único que le advierto es que la próxima vez que me venga a denunciar no sé qué iniquidad, probablemente el sablazo que le han dado por una caña y una ración de gambas o el penalti inexistente que pitaron contra su equipo, le voy a mandar educadamente a la porra.

No le pido a nadie que se eche a la espalda los problemas del mundo y menos, que se sienta culpable por algo que ni hace con sus manos ni propicia con sus actos. Nada más lejos de mi voluntad que ir calzando complicidades como quien lava. Pero, ¿qué tal unas gotas de empatía? Prueben, por unos segundos, a meterse en la piel de un habitante de Gaza. Desde el mismo instante de su nacimiento, ha sido un paria en su propia tierra. En el mejor de los casos, se ha movido en libertad vigilada. Ha perdido la cuenta de las veces que le han destrozado su hogar, y no digamos la de los familiares y amigos que ha tenido que enterrar. Solamente eso. Yo lo he hecho, y he llegado a una conclusión terrible: mucho me temo que tampoco sería un angelito.

Matanza programada

Israel fumiga Gaza con centenares de bombas que dejan un reguero de muerte y destrucción, pero los titulares ponen en letras gordas los cohetes lanzados sobre Tel Aviv o Jerusalén. Se habla de escalada de tensión, de fuego cruzado, de ataques de respuesta, como si se tratara de una contienda entre dos iguales y, peor, obedeciera al siniestro principio de la represión proporcionada, dando siempre por hecho que los provocadores fueron los palestinos. Para que las almas cándidas y las conciencias dúctiles no tengan dudas, se subraya el carácter terrorista de Hamás.

Empezando por lo último, no seré yo quien lo niegue. Sin embargo, añado inmediatamente que ese hecho no me sirve para dar cobertura moral a lo que a todas luces es una matanza programada, una operación de exterminio perpetrada por un estado que utiliza el terror desde que existe. Lo hace, además, amparado en una legalidad internacional de conveniencia —las resoluciones de la ONU se las pasa por la sobaquera— y sin el menor reproche de los guardianes del orden planetario y sus palafreneros. De tanto en tanto, vemos un rasgado de vestiduras seguido de una coreografía negociadora con manos estrechadas, abrazos, discursos rebajados de tono y hasta algún premio Nobel. Todo muy bonito, hasta que las presuntas buenas intenciones estallan por los aires por una razón bien simple: Israel sabe que va ganando y no va a permitir que una paz acordada reduzca lo que puede obtener por la fuerza y a un precio de sangre no solo asumible sino convertible en munición para completar el genocidio en nombre, qué asco, del legítimo derecho a la defensa.

Tomar partido

Es una vieja película, pero no pasa de moda. Acción, reacción, acción. Sangre llama a sangre. Los primeros muertos son una excusa para provocar la respuesta que justifique, menudo verbo, una represalia mayor. Para el tercer o cuarto ciclo, ya nadie recuerda quién empezó esta vez. Tampoco importa gran cosa. Nunca hemos entendido realmente de qué va esto más allá del trazo grueso. Peor todavía: aunque nos lo explicasen mejor, sería tarde para cambiar de bando. Lo elegimos por intuición, por simpatía o por antipatía. Igual que cuando en un zapping nos encontramos con un Madrid-Benfica o con un Madrid-Apollon Limassol, tifamos sin dudarlo por los contrarios de los merengues. ¿Acaso se pueden equivocar el corazón, las tripas, la bilis? Allá se las apañe la razón, si es que cabe alguna cuando se trata de mandar enemigos al otro barrio, mejor cuanto más despanzurrados, ya los recompondrán en el paraíso de los unos o de los otros.

Tomemos, pues, partido. En las portadas del fondo a la derecha, el autobús humeante de Tel Aviv recoge el relevo del presunto sionista de la quinta columna arrastrado por un motero palestino. En las otras, los cascotes de la sede de Al Jazzera en Gaza City o el hombre llorando mientras sostiene en brazos el cuerpo inerte de una criatura. Es el póker de las imágenes truculentas, con reglas copiadas del juego del hijoputa, también llamado propaganda. Gana quien causa más rabia, más desazón y más indignación entre los que, a miles de kilómetros, no disparan con bala sino con palabras que se reciclan de conflicto en conflicto. Son batallas más cómodas, libradas con pijama como uniforme de campaña, con el apoyo de esa limpísima artillería moderna que son los enlaces a esta o aquella página de internet. No importa cuál; hay miles que contienen argumentarios igual de exagerados y falaces a favor o en contra. Recuérdese que lo único que está prohibido es no alinearse.

Tiempo y espacio

Desde el estante perdido en que dejé aparcado el libro de notas del bachillerato llegan las risas sardónicas de mis aprobados raspados en Física (de Química mejor no hablamos). Igual que los humanos, siempre dispuestos a interpretar cada hecho a beneficio de obra, mis calificaciones peladas dan por sentado que el probable desmentido involuntario de los científicos del CERN a Einstein son la tardía demostración de la injusticia que padecieron. Si el grande entre los grandes de la ciencia podía estar equivocado, tanto más aquel penene al que apodábamos con nula originalidad Bacterio o el gris cátedro que nos asaba a fórmulas que parecía inventarse según las escribía en el encerado.

Ni idea sobre dónde acabará el asunto este de los neutrinos, la velocidad de la luz y los viajes al pasado. Tal vez en nada, en una corrección a la corrección que vuelva a dejar las cosas en su sitio. Incluso aunque sea así, nos quedan un par de momentos Nescafé que nadie podrá robarnos. No tengo palabras para expresar el gustirrinín que me dio ver la noticia compitiendo en las portadas digitales con el paso adelante de Palestina en la ONU, la adhesión de los presos de ETA al Acuerdo de Gernika, o la asamblea de Kutxa en que salió por goleada sumarse a la fusión.

Llámenme místico si quieren, pero veo en todas esas informaciones algo parecido a una conjunción planetaria. El mensaje de cada una de ellas es que las verdades inmutables lo son hasta que dejan de serlo. Quizá con la excepción del caso palestino, el resto habrían resultado impensables —como poco, impredecibles— hace apenas unos meses. No digamos hace un par de años. Pero resulta que en uno de esos recovecos en que se besan con lengua el tiempo y el espacio se obra el prodigio. La cerril resistencia cede y parece lo más natural del mundo estar donde se dijo que jamás se estaría. Una lección: las certidumbres más firmes son provisionales.