Matanza programada

Israel fumiga Gaza con centenares de bombas que dejan un reguero de muerte y destrucción, pero los titulares ponen en letras gordas los cohetes lanzados sobre Tel Aviv o Jerusalén. Se habla de escalada de tensión, de fuego cruzado, de ataques de respuesta, como si se tratara de una contienda entre dos iguales y, peor, obedeciera al siniestro principio de la represión proporcionada, dando siempre por hecho que los provocadores fueron los palestinos. Para que las almas cándidas y las conciencias dúctiles no tengan dudas, se subraya el carácter terrorista de Hamás.

Empezando por lo último, no seré yo quien lo niegue. Sin embargo, añado inmediatamente que ese hecho no me sirve para dar cobertura moral a lo que a todas luces es una matanza programada, una operación de exterminio perpetrada por un estado que utiliza el terror desde que existe. Lo hace, además, amparado en una legalidad internacional de conveniencia —las resoluciones de la ONU se las pasa por la sobaquera— y sin el menor reproche de los guardianes del orden planetario y sus palafreneros. De tanto en tanto, vemos un rasgado de vestiduras seguido de una coreografía negociadora con manos estrechadas, abrazos, discursos rebajados de tono y hasta algún premio Nobel. Todo muy bonito, hasta que las presuntas buenas intenciones estallan por los aires por una razón bien simple: Israel sabe que va ganando y no va a permitir que una paz acordada reduzca lo que puede obtener por la fuerza y a un precio de sangre no solo asumible sino convertible en munición para completar el genocidio en nombre, qué asco, del legítimo derecho a la defensa.

Crímenes del FMI

Cada segundo que pasa, Voltaire tiene más razón. La civilización no suprime la barbarie; la perfecciona. ¡Y a qué niveles de sofisticación llega! ¿Hornos crematorios, gulags, gas sarín, minas antipersona, drones, armas de destrucción masiva? Esa línea de producción de muerte a granel permanecerá abierta y sujeta a mejora durante mucho tiempo porque jamás dejará de generar beneficios. La pega es que a veces el matarile se va de madre, canta un huevo, los tocanarices de los derechos humanos se ponen muy pesados y por el qué dirán es preciso mandar algún chivo expiatorio a que se siente en el Tribunal Penal Internacional. Gracias a Belcebú, el ingenio criminal es infinito y ya hace un buen rato que se han hallado métodos de masacrar desgraciados que no solo burlan los radares anti-injusticia al uso, sino que además lo hacen pasando por respetables recomendaciones inspiradas en las más nobles intenciones. Aparte de cuatro rojos trasnochados y fácilmente neutralizables, ¿quién le va a encontrar peros a unas recetas que tienen como objetivo que vuelvan las vacas a gordas?

Por ahí nos las da todas el Fondo Monetario Internacional. Con un simple dossier encapsulado en un pendrive consigue causar estragos que a cualquiera de los grandes genocidas de la Historia le hubiera llevado meses o años. Un puñado de páginas llenas de econometría parda bastan para condenar a la miseria a millones de personas en el punto del planeta que les salga de la entrepierna. Cuando lo hacían en Asia, en el África sudsahariana o en Latinoamérica, apenas levantábamos una ceja. Ahora, como en la famosa frase de Martin Niemöller erróneamente atribuida a Bertolt Brecht, vienen a por nosotros, los pobladores de las pústulas purulentas de Europa. Ayer mismo nos soltaron la enésima de sus indetectables bombas de racimo: despido (todavía) más barato y salarios (todavía) más bajos. Nadie les juzgará por ello. Nunca.