Gastos de campaña

Qué tierno, ahora nos vienen con lo de la campaña austera. Casi no apesta a mala conciencia, excusa no pedida y, por todo lo anterior, una nueva muestra de que piensan que nos pueden camelar con un azucarillo. Para que la vaina resulte aun más cínica, citan como argumento de autoridad a Felipe VI, que uno a uno les cascó a los representantes de los partidos el rollete de la necesaria contención del gasto en la última y conscientemente inútil ronda de blablablás que se atizaron antes de aceptar que no cabía otra que volver a las urnas. Los tiene blindados el Borbón menor, a ver cuándo le da por echar cuentas de lo que nos ahorramos si prescindimos de él en este belén perenne en que nos tienen secuestrados.

Lo divertido —mejor tomárselo así— es que no tienen ni pajolera idea de por cuánto saldrá la broma. Tan pronto te dicen 130 millones de euros, como te lo bajan a 100 o te lo suben por encima de 200. Tomemos, si quieren, la cifra más alta. ¿Es mucho? Hombre, si es para obtener el mismo resultado que la vez anterior, es decir, para tirarse cuatro meses de rueda de prensa en bucle, es un atraco a mano desarmada. Si de verdad va a servir para formar un gobierno y ponerse a las tareas que tan urgentes nos dicen que son, es probable que merezca la pena.

No diré que a la hora de ejercer la democracia, aunque sea esta manifiestamente mejorable, haya que tirar la casa por la ventana, como parece que ha venido siendo el caso prácticamente general. Seguro que se pueden y deben hacer campañas con gastos medianamente razonables. Pero no por demagogia posturera para tapar un fiasco, sino por pura convicción.

Votantes europeos

Angela Merkel no gana: tritura, aplasta, vapulea. Tercer mandato con tres millones de votos más que en las últimas elecciones. No parece que las papeletas le cayeran del cielo ni que fueran fruto de una trapisonda. Los alemanes, que cumplen el tópico de la precisión hasta para ir a las urnas —participación del 73%— le han otorgado su confianza en masa. A mi tampoco me hace el hombre más feliz del mundo, pero eso es así y seguramente atenderá a alguna razón. Otra cosa es que dé mucho miedo aventurarse en los porqués. ¿Y si de golpe y porrazo descubriéramos que, contra lo que sostienen ciertos discursos con mucho predicamento mediático, la mayoría de los ciudadanos de este pastiche de estados llamado Unión Europea no ve con tan malos ojos el recortazo y tentetieso?

Lo propongo como (incómoda) hipótesis de trabajo, sin siquiera alcanzar a ver las consecuencias de que resultara cierta. Hasta ahora nos habíamos construido una tramoya argumental según la que unos poderosos malísimos (emporios, multinacionales, gobiernos) decidían crueles políticas que segaban el presunto bienestar a su paso y condenaban a una vida cabrona a millones de personas. Pero empiezo a intuir que al simplificar los hechos así, omitimos un dato fundamental: los ejecutores de las tremebundas decisiones cuentan en cada uno de sus países con el respaldo de los ciudadanos. Están ahí porque ganaron unas elecciones.

Se me podrá decir que existen matices importantes, como que hay una veintena de gobiernos europeos que han caído, en teoría, por haberse cebado con la austeridad. Siendo eso verdad, también lo es que los gabinetes que los han sustituido llevaban en bandolera las mismas o peores recetas. Ni en la arrasada Grecia, donde aparentemente no habría mucho que perder, ha conseguido imponerse la supuesta alternativa radical. ¿Será que, en el fondo, los votantes europeos son (somos) más conservadores de lo que se presume?

Crímenes del FMI

Cada segundo que pasa, Voltaire tiene más razón. La civilización no suprime la barbarie; la perfecciona. ¡Y a qué niveles de sofisticación llega! ¿Hornos crematorios, gulags, gas sarín, minas antipersona, drones, armas de destrucción masiva? Esa línea de producción de muerte a granel permanecerá abierta y sujeta a mejora durante mucho tiempo porque jamás dejará de generar beneficios. La pega es que a veces el matarile se va de madre, canta un huevo, los tocanarices de los derechos humanos se ponen muy pesados y por el qué dirán es preciso mandar algún chivo expiatorio a que se siente en el Tribunal Penal Internacional. Gracias a Belcebú, el ingenio criminal es infinito y ya hace un buen rato que se han hallado métodos de masacrar desgraciados que no solo burlan los radares anti-injusticia al uso, sino que además lo hacen pasando por respetables recomendaciones inspiradas en las más nobles intenciones. Aparte de cuatro rojos trasnochados y fácilmente neutralizables, ¿quién le va a encontrar peros a unas recetas que tienen como objetivo que vuelvan las vacas a gordas?

Por ahí nos las da todas el Fondo Monetario Internacional. Con un simple dossier encapsulado en un pendrive consigue causar estragos que a cualquiera de los grandes genocidas de la Historia le hubiera llevado meses o años. Un puñado de páginas llenas de econometría parda bastan para condenar a la miseria a millones de personas en el punto del planeta que les salga de la entrepierna. Cuando lo hacían en Asia, en el África sudsahariana o en Latinoamérica, apenas levantábamos una ceja. Ahora, como en la famosa frase de Martin Niemöller erróneamente atribuida a Bertolt Brecht, vienen a por nosotros, los pobladores de las pústulas purulentas de Europa. Ayer mismo nos soltaron la enésima de sus indetectables bombas de racimo: despido (todavía) más barato y salarios (todavía) más bajos. Nadie les juzgará por ello. Nunca.

Cara de gilipollas

Tipos con moreno de velero y paladares acostumbrados a trasegar bebidas espirituosas de más de mil euros la botella te piden, con el mismo gesto displicente con que llaman al camarero para que les sirva otra, que arrimes el hombro. El instinto primario y el cabreo acumulado como el gas grisú en tu maltrecha y requeteausterizada persona te llevan de saque a acordarte de su puñetera calavera y a ciscarte con toda la razón del mundo en sus ancestros. Te entran unas irrefrenables ganas de echarte al monte o, si supieras cuál es la tuya, a las barricadas, a pagarlo a pedradas contra los escaparates de otros que sabes en tu fuero interno que son tan pringados como tú. Y da igual que te desfogues contra el indefenso mobiliario urbano: cuando repongan las farolas, los contenedores, los bancos o las papeleras, serás tú quien corra con los gastos. Como mucho, si eres keynesiano de manual, te quedará el consuelo de pensar que has contribuido al aumento de la demanda agregada. Una mierda, vamos.

Lo siguiente, siempre que estés en edad y en disposición mental de vértelas con las nuevas tecnologías, es Twitter, que te permite disparar al aire balas de santa indignación de no más de 140 caracteres de calibre. Algo es algo. Yo, que soy asiduo a esa terapia de grupo multitudinaria, sé que hay cientos y cientos de seres que van tirando gracias a la (falsa) sensación de que sus lamentos y sus convocatorias a tomar el palacio de invierno llegan a alguna retina. No falta quien, después de tres retuits, se siente la reencarnación virtual de Zapata, Agustina de Aragón o el cura Santa Cruz. Pero la mayoría se ve las zapatillas de estar en casa y el hechizo se desvanece.

Al final de la escapada está el espejo, a donde acudes a comprobar si tienes la cara de gilipollas que te ven los señoritos que te conminan a arrimar el hombro. Lo jodido es que aunque no la tengas, te la ves. De gilipollas integral.

Doctor Mariano

Estos ciento y piquísimo primeros días de Rajoy se están pareciendo mucho a un capítulo de House. De la trepanación a la amputación pasando por la liposucción y la sangría con sanguijuelas, cada tratamiento decidido al tuntún empeora al paciente por segundos. Quien conozca la serie sabrá que sólo hay dos desenlaces posibles: o bien después del sádico encarnizamiento terapéutico se descubre de chamba que el mal consiste en un simple catarro curable con jarabe y gárgaras de miel con limón o se llega a esa misma conclusión… pero en la autopsia. Tiene bemoles que haya que rezar para que la opción que nos depara el destino sea la primera, aunque al ritmo de fiascos en el diagnóstico del doctor pontevedrés y su pinturero equipo, me temo que tenemos bastantes más boletos para el requiescat in pace.

De hecho, ya nos han dado por muertos. ¿Qué otra cosa sino eso es la advertencia de que el paro seguirá creciendo en toda la legislatura? Hay que tenerlos blindados. Hace cinco meses pedían el voto asegurando poco menos que para su recua de sabios esto era una ñapa de dos tardes. Ahora que ya están atornillados al machito, avisan que se van a tirar otros cuatro años demoliendo por aquí y por allá para dejar las cosas peor de lo que estaban. Con una mayoría pluscuamabsoluta como salvoconducto. Su sensación de seguridad y suficiencia es tal, que se permiten anunciar medidas —de esas a las que se oponían con uñas, dientes y cara de asco— a doce meses vista. Y al que no le gusten, que proteste.

Esa es la otra, que también tienen amortizadas las protestas. A ver qué pasa hoy, primero de mayo y cierre de puente, en las calles. Mucho me temo que nada que vaya a evitar que el viernes en la hora maldita de la sobremesa suelten la enésima patada en la boca del estómago de lo que todavía llamamos, qué ilusos, estado de bienestar. Dirán que es una terapia vanguardista contra el lupus, como en House.

Por encima de…

Es normal que nos repatee el hígado que nos digan que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades. Sobre todo, cuando nos lo sueltan tipos que ni han pasado ni pasarán jamás nada parecido a una estrechez. Sí, a mi también me sale la bilis negra cuando se lo escucho a Botin, Rato, Cospedal o Lagarde. En sus labios suena, efectivamente, a ensañamiento gratuito o a cachondeo macabro. Imposible no desearles que les caiga un rayo que les tire pedestal abajo y tengan que subsistir, aunque sólo sea un par de meses, con los cuatrocientos sesenta euros pelados que le pagan, pongamos, a muchísimas viudas.

Sin embargo, digerido el cabreo que provoca que hablen justamente los que deberían sellarse el morro con silicona, no haríamos mal en poner un par de interrogantes a la afirmación. ¿Hemos vivido por encima de nuestras posibilidades? Obviamente, es una pregunta con truco. Para empezar, no tiene una respuesta única, sino tantas como personas se la hagan. Y ahí nos encontramos con otro problema: la inercia probablemente nos llevará a hacernos trampas en el solitario. ¡Es tan cómodo, tan manejable, tan liberador, que las culpas de todo siempre vivan a mil kilómetros o, incluso, en otra dimensión! Los mercados, el capital, el sistema… Sí, unos cabronazos de tomo y lomo, cada día más, pero en el ejercicio que propongo no vale agarrarse al comodín del público. De hecho, existe el riesgo de descubrir que se ha sido —queriendo o sin querer, esa es otra— un poco mercado, un bastante capital y un mucho sistema.

¿Todos culpables, entonces? No, ese es el teorema de los que he citado antes, la responsabilidad dispensada a granel. Esto va de lo contrario, de conciencias individuales que se cuestionan honrada y sinceramente si por acción u omisión tuvieron algo que ver (una parte infinitesimal, se entiende) en que ahora estemos como estamos. Luego vendría, si cabe, el propósito de enmienda.

Elogio de la austeridad

Son tantos los saqueos materiales y morales que se están produciendo a plena luz al amparo de la crisis, que algunos hasta nos pasan desapercibidos. Notamos, porque al arrancárnoslos nos han dejado marca, la rapiña de derechos y por los mismos motivos, somos conscientes, aunque todavía poco, del mordisco que le han dado a eso que ingenuamente llamábamos estado de bienestar. Sin embargo, aún no hemos reparado en que también nos están robando el lenguaje. Tal vez porque es mi herramienta de trabajo, yo sí he caído en la cuenta de esa nueva apropiación indebida, y me duele especialmente que el botín incluya una palabra que tengo en grandísima estima: austeridad.

Cierto, nunca ha sido un término muy popular. Se asocia, incluso, a una tacañería que roza el poste de la mezquindad. De los tipos que la practican se suelen hacer chistes por lo bajini porque su vestuario va tres modas por detrás y su móvil —que ya les costó hacerse con uno— es de los que “sólo” sirven para hacer y recibir llamadas. La tele, por supuesto, es una Elbe de culo grueso porque aún se ve perfectamente y su lugar invariable de veraneo, el pueblo de sus padres, que es el trozo del mundo donde más a gusto están. Cualquiera le explica eso a los que ya van por el tercer plasma ultraplano de chopecientas pulgadas y en cuanto ven tres días en rojo en el calendario salen zumbando a Punta Cana o las Maldivas.

Mejor dicho: cualquiera se lo explicaba. Ahora ya es tarde para comprender que esa vida austera, que no te hace particularmente más feliz o infeliz, podría habernos evitado muchos de los sinsabores actuales. En este minuto del partido, para una parte no pequeña de los hasta anteayer espléndidos pulidores de pasta, la austeridad ha dejado de ser una elección libre para convertirse en imposición. Y como, encima, nos han expropiado la palabra, ya sólo funciona como sinónimo eufemístico de ajuste, recorte o tajo.