Doctor Mariano

Estos ciento y piquísimo primeros días de Rajoy se están pareciendo mucho a un capítulo de House. De la trepanación a la amputación pasando por la liposucción y la sangría con sanguijuelas, cada tratamiento decidido al tuntún empeora al paciente por segundos. Quien conozca la serie sabrá que sólo hay dos desenlaces posibles: o bien después del sádico encarnizamiento terapéutico se descubre de chamba que el mal consiste en un simple catarro curable con jarabe y gárgaras de miel con limón o se llega a esa misma conclusión… pero en la autopsia. Tiene bemoles que haya que rezar para que la opción que nos depara el destino sea la primera, aunque al ritmo de fiascos en el diagnóstico del doctor pontevedrés y su pinturero equipo, me temo que tenemos bastantes más boletos para el requiescat in pace.

De hecho, ya nos han dado por muertos. ¿Qué otra cosa sino eso es la advertencia de que el paro seguirá creciendo en toda la legislatura? Hay que tenerlos blindados. Hace cinco meses pedían el voto asegurando poco menos que para su recua de sabios esto era una ñapa de dos tardes. Ahora que ya están atornillados al machito, avisan que se van a tirar otros cuatro años demoliendo por aquí y por allá para dejar las cosas peor de lo que estaban. Con una mayoría pluscuamabsoluta como salvoconducto. Su sensación de seguridad y suficiencia es tal, que se permiten anunciar medidas —de esas a las que se oponían con uñas, dientes y cara de asco— a doce meses vista. Y al que no le gusten, que proteste.

Esa es la otra, que también tienen amortizadas las protestas. A ver qué pasa hoy, primero de mayo y cierre de puente, en las calles. Mucho me temo que nada que vaya a evitar que el viernes en la hora maldita de la sobremesa suelten la enésima patada en la boca del estómago de lo que todavía llamamos, qué ilusos, estado de bienestar. Dirán que es una terapia vanguardista contra el lupus, como en House.

Elogio de la austeridad

Son tantos los saqueos materiales y morales que se están produciendo a plena luz al amparo de la crisis, que algunos hasta nos pasan desapercibidos. Notamos, porque al arrancárnoslos nos han dejado marca, la rapiña de derechos y por los mismos motivos, somos conscientes, aunque todavía poco, del mordisco que le han dado a eso que ingenuamente llamábamos estado de bienestar. Sin embargo, aún no hemos reparado en que también nos están robando el lenguaje. Tal vez porque es mi herramienta de trabajo, yo sí he caído en la cuenta de esa nueva apropiación indebida, y me duele especialmente que el botín incluya una palabra que tengo en grandísima estima: austeridad.

Cierto, nunca ha sido un término muy popular. Se asocia, incluso, a una tacañería que roza el poste de la mezquindad. De los tipos que la practican se suelen hacer chistes por lo bajini porque su vestuario va tres modas por detrás y su móvil —que ya les costó hacerse con uno— es de los que “sólo” sirven para hacer y recibir llamadas. La tele, por supuesto, es una Elbe de culo grueso porque aún se ve perfectamente y su lugar invariable de veraneo, el pueblo de sus padres, que es el trozo del mundo donde más a gusto están. Cualquiera le explica eso a los que ya van por el tercer plasma ultraplano de chopecientas pulgadas y en cuanto ven tres días en rojo en el calendario salen zumbando a Punta Cana o las Maldivas.

Mejor dicho: cualquiera se lo explicaba. Ahora ya es tarde para comprender que esa vida austera, que no te hace particularmente más feliz o infeliz, podría habernos evitado muchos de los sinsabores actuales. En este minuto del partido, para una parte no pequeña de los hasta anteayer espléndidos pulidores de pasta, la austeridad ha dejado de ser una elección libre para convertirse en imposición. Y como, encima, nos han expropiado la palabra, ya sólo funciona como sinónimo eufemístico de ajuste, recorte o tajo.

Qué vida más diferente

Seguramente será porque soy un sieso y un vinagre, pero a mi no me hizo ni pajolera gracia la presuntamente simpática foto en la que el baranda del Eurogrupo, Jean-Claude Juncker, simulaba estrangular al ministro español De Guindos. ¿A qué narices venía ese jijí-jajá en medio de un encuentro donde se iba a decidir si nos metían la tijera hasta el corvejón o se quedaban dos centímetros más acá? ¿Qué es lo que encuentran divertido de la situación? A esto último no hace falta que contesten, ya lo sé: que tomaran la resolución que tomaran, a ninguno de los dos bromistas les iba a afectar en absoluto. Al día siguiente, y al siguiente del siguiente, y dentro de veinte años si les aguanta lo biológico, sus existencias transcurrirán en la más plena placidez.

Sé, porque no es la primera vez que derroto por aquí, que bordeo los lindes de la demagogia. Asumo el riesgo, convencido de que entre los mil análisis o las dos mil reflexiones sobre por qué y cómo pasan las cosas, casi siempre se olvida citar algo tan primario como que los llamados a resolver nuestros problemas no pueden ni remotamente ponerse en la piel de quienes sufrirán sus consecuencias. Lo explicaba perfectamente el desaparecido cantautor uruguayo Quintín Cabrera: “Qué vida más diferente, la mía y la suya, señor presidente, usted maneja mi suerte chupando importado en Punta del Este”.

Recordé el estribillo viendo el colegueo despreocupado de Guindos y su compadre luxemburgués inmediatamente antes de emprender un regateo que se saldaría con un aumento del recorte de cinco mil millones de euros. No me puedo imaginar un desenfado similar entre los currelas citados a las fatídicas reuniones en las que esa fría cifra se traducirá en cartas de despido con veinte días por año trabajado y, en el mejor de los casos, una palmadita en la espalda. Qué vida más diferente, lo asumimos. ¿Sería demasiado pedir que, por lo menos, no se rieran?

Doctor López y Mister Patxi

En el maravilloso clásico Luz de gas (o Luz que agoniza, según otras traducciones), Charles Boyer volvía tarumba a Ingrid Bergman a base de decirle primero una cosa y luego la contraria. Tan pronto la cubría de bellas y protectoras palabras como le echaba una bronca monumental por haber perdido un broche que él mismo había escondido. Será por esa fijación que se me atribuye, pero me resulta asombroso el parecido entre esa forma proceder y la que manifiesta, especialmente de un tiempo a esta parte, el inquilino incidental de Ajuria Enea.

El viernes pasado, además de reconocer en sede parlamentaria que el déficit se le había ido de las manos, confesaba que sería necesaria una nueva ronda de lo que él eufemísticamente denominó “ajustes”. Efectivamente, lo que vienen siendo los recortes de toda la vida. Lo macabramente chistoso es que el domingo, ataviado con el jersey camisero reglamentario de arengar a las masas, clamaba ante las Juventudes de su partido contra la política neoliberal basada en los recortes sin ton ni son. ¿Imaginan a Mourinho despotricando contra los malos modos en el deporte? Pues tal cual.

En realidad, casi peor, porque en su prédica incendiada, Robin de Coscojales atribuyó en exclusiva la receta del tijeretazo y el pisoteo de derechos sociales al PNV y al PP. Pase lo del mamporro a los jeltzales como devolución de los malos ratos que le procuran poniéndole ante el espejo, pero, ¿qué le ha hecho el partido de Basagoiti, aparte de sostenerle la makila y permitirle que salga en la colección de cromos de lehendakaris? Sin entrar al barrizal identitario, ¿quién le aprobó el último presupuesto, cuajadito de hachazos a cualquier materia que oliera un poco a estado del bienestar?

Era el penúltimo récord que le quedaba por batir: ser Gobierno y oposición a un tiempo, algo así como el Doctor López y Mister Patxi. Si acaba colando, es que definitivamente nos lo merecemos todo.

Cruz o cruz

Nos dicen que Europa se juega hoy su futuro. Deben de ir ya como veinte veces en medio año. En todas se ha repetido exactamente el mismo ritual: toque a rebato, anuncio preventivo de un apocalipsis más atroz en cada capítulo, amago de bronca entre los líderes y final feliz en el último minuto, con los cronistas contándolo como si fuera la caraba y las bolsas de borrachera para celebrarlo. Tres o cuatro días después llegaba el clavo monumental en forma de índices que bajaban el doble de lo que habían subido, y vuelta a empezar. De nuevo, a convocar otra cumbre salvadora, no sin antes esquilar una punta más el estado del bienestar para poder presumir a la llegada a Bruselas de haber hecho los deberes.

Tendríamos que sabernos de corrido la canción, pero a fuerza de acojonarnos, consiguen convencernos de que la que viene es la buena, la definitiva, la que marcará el antes y el después, la que determinará quién puede seguir jugando a la ruleta rusa y quién se queda para los restos en la cuneta. Lo terrible es que las opciones que nos ofrecen son cruz o cruz. La única diferencia es el tamaño de los clavos con que nos fijarán al travesaño y si nos quemarán o no las palmas de los pies. Y como la psicología funciona, nos damos por afortunados si sólo nos arrean treinta y nueve latigazos en lugar de cuarenta.

¿Qué hacer? Poca cosa, desgraciadamente, porque también nos han metido en la cabeza que si protestas te hace más daño y no están los tiempos para heroicidades. Como mucho, se puede echar un vistazo a ver si hay un prójimo que vaya a salir peor parado, que siempre consuela mucho comprobar que hay otros que pringan un poquito más. Lo demás es ir agrupándose dócil y resignadamente a las puertas del desolladero y aguardar turno en animada tertulia sobre cuánto le queda a Montanier o sobre si mola más un HTC, un Iphone o la Blackberry. Aunque quizá haya otras alternativas, quién sabe.