Brexit

De entrada, Brexit me suena, supongo que por proximidad fonética, a brasa. También a complejo vitamíco para vigoréxicos, producto de limpieza para devolver el brillo a las vitrocerámicas castigadas o chicle de a doblón el paquete. Eso, en cuanto al nombre. Si voy por la coreografía que he visto en este par de días de cumbre de barandas que se hacen selfies comiendo pizza, la cosa se me queda en un Gran Hermano VIP, una Isla de los famosos o un Bruselas Shore cualquiera.

Dirán que menuda profundidad de argumentación, y me harán reconocer que, efectivamente, ninguna. Si en otras ocasiones escribo en el filo de la navaja, en esta lo hago desde el más grosero desconocimiento de lo que implica o deja de implicar que (la) Gran Bretaña abandone la Unión Europea, que es lo que se supone que han conseguido evitar los superhéroes de barrio alto, incluido el que lleva un congo de semanas en funciones.

Desde mi osada ignorancia recién confesada, empiezo preguntando si eso es verdad. De entrada, el referéndum se va a celebrar, y ya hemos visto a media docena de ministros de Cameron —que solo llevó tres camisas a la cumbre, por cierto— torciendo el morro y diciendo que menuda mierda había aceptado su jefe. Al otro lado, sin embargo, contemplamos a Juncker y Tusk (excuso anotar sus cargos) dando a entender que habían cedido un riñón y medio hígado, pero que había merecido la pena. Y ahí llega mi (repito) indocumentada duda, y no me la mezclen con ya saben ustedes qué: cuál es el motivo de tanta insistencia en mantener en el club a quien, aparte de estar como si no estuviera, no parece muy interesado en seguir.

Cruz o cruz

Nos dicen que Europa se juega hoy su futuro. Deben de ir ya como veinte veces en medio año. En todas se ha repetido exactamente el mismo ritual: toque a rebato, anuncio preventivo de un apocalipsis más atroz en cada capítulo, amago de bronca entre los líderes y final feliz en el último minuto, con los cronistas contándolo como si fuera la caraba y las bolsas de borrachera para celebrarlo. Tres o cuatro días después llegaba el clavo monumental en forma de índices que bajaban el doble de lo que habían subido, y vuelta a empezar. De nuevo, a convocar otra cumbre salvadora, no sin antes esquilar una punta más el estado del bienestar para poder presumir a la llegada a Bruselas de haber hecho los deberes.

Tendríamos que sabernos de corrido la canción, pero a fuerza de acojonarnos, consiguen convencernos de que la que viene es la buena, la definitiva, la que marcará el antes y el después, la que determinará quién puede seguir jugando a la ruleta rusa y quién se queda para los restos en la cuneta. Lo terrible es que las opciones que nos ofrecen son cruz o cruz. La única diferencia es el tamaño de los clavos con que nos fijarán al travesaño y si nos quemarán o no las palmas de los pies. Y como la psicología funciona, nos damos por afortunados si sólo nos arrean treinta y nueve latigazos en lugar de cuarenta.

¿Qué hacer? Poca cosa, desgraciadamente, porque también nos han metido en la cabeza que si protestas te hace más daño y no están los tiempos para heroicidades. Como mucho, se puede echar un vistazo a ver si hay un prójimo que vaya a salir peor parado, que siempre consuela mucho comprobar que hay otros que pringan un poquito más. Lo demás es ir agrupándose dócil y resignadamente a las puertas del desolladero y aguardar turno en animada tertulia sobre cuánto le queda a Montanier o sobre si mola más un HTC, un Iphone o la Blackberry. Aunque quizá haya otras alternativas, quién sabe.