Ahora… 155

Primero fue una insinuación con toques hasta líricos: “Actuaremos con serena firmeza si vuelven a quebrar el Estatut”. Anótese, por cierto, el rostro de alabastro que hay que gastar para soltar eso, militando en el partido que presumió de haber cepillado el texto ahora presuntamente sagrado. Al día siguiente, como en los avisos corleoneses, subió el diapasón: “Que los independentistas no jueguen con fuego”. Y a la tercera, que fue ayer, segundo aniversario del referéndum del 1 de octubre, ya sin medias tintas, se puso nombre, o sea, número, a la amenaza: “Lo hemos estudiado, y un gobierno en funciones puede aplicar el 155 sin problemas”.

La secuencia muestra los retratos fidedignos del autor de las amenazas y de su gurú de cabecera. Esos, exactamente esos, son Pedro Sánchez e Iván Redondo, dos tipos que cambian de discurso como de gayumbos. La diferencia es que lo segundo se hace por higiene y lo otro, lo de pasar de arre a so y viceversa, responde al cálculo de la mandanga que funciona en el mercado en cada momento. Ni siquiera se preocupan en disimularlo, como prueba la elección del eslogan de campaña. “Ahora, España”, reza la martingala, dejando implícito que ayer no tocaba y que mañana ya veremos.

¿Colará? Lo comprobaremos el 10 de noviembre, pero no lo descarten. Como escribí recientemente, juega a su favor la descomunal flaqueza de memoria del personal con derecho a voto. Hágase de nuevas quien quiera. Este Sánchez es el del colosal banderón rojigualdo, el que fue a piñón con el PP en la aplicación del 155 y el que dedicó los epítetos más gruesos a los líderes soberanistas. No ocurrió hace tanto tiempo.

Otro 1 de octubre

1 de octubre. Dos años ya. O quizá, solo dos años. ¿El balance? Dependerá, seguro, de por dónde derrote ideológicamente a quien pregunten. Los soberanistas a machamartillo les dirán que el esfuerzo, incluyendo el tormento de muchos de los suyos, ha merecido la pena y que la causa está más fuerte que nunca. Los de enfrente sonreirán con suficiencia y porfiarán que los secesionistas no han avanzado un milímetro desde aquella histórica jornada en que los dueños de la fuerza no pudieron evitar que acabara habiendo urnas de plástico y que, mal que bien, se votara. Añadirán, además, que hoy la división en el seno del soberanismo salta a la vista y va a más.

¿Y cuál es la versión buena? El corazón quisiera decirme que la primera, pero la cabeza se empeña en que es la segunda la que mejor retrata la realidad actual. Tengo escrito un millón de veces que un día Catalunya romperá amarras con España con los parabienes —o, por lo menos, la resignación— de la comunidad internacional. Cualquiera que tome el pulso a la sociedad catalana, y especialmente a sus elementos más jóvenes, se dará cuenta de que no hay marcha atrás. Es sencillamente imposible revertir la brutal desafección respecto a un estado que ha respondido por sistema con la cachiporra y, casi peor, con el desprecio absoluto a las mil y una llamadas para hablar y dejar que la ciudadanía decidiera.

Pero ese momento de la ruptura no será mañana. De hecho, sostengo que el gran error de los injustamente encarcelados y expatriados, igual que de los que comandaban el Procés y han evitado esos destinos, consistió en hacer creer que la independencia era coser y cantar.

1-O, aniversario

Un año del 1 de octubre. Yo estuve allí. Mi avión aterrizó en Barcelona poco después de las ocho y media. Camino del centro, el taxista, que tenía puesta RAC 1 a todo trapo, me daba el primer parte de la situación: “Puede estar tranquilo. Verá muchos grupos aquí o allá, y también policía, pero no va a pasar nada, no se preocupe”. Tres minutos antes de la nueve, según tengo registrado en mi historial de Whatsaap, mi compañera Eider Hurtado, que estaba desde el viernes en Catalunya, me enviaba su reporte: “Benvingut. Yo, en el colegio. Todo en orden”. Debajo, dos fotos de unas decenas de personas —no era una multitud— en las inmediaciones del colegio Infant Jesús del barrio de Gracia, que había elegido porque es en el que se esperaba a Artur Mas.

Justo entonces, la radio empezó a hablar de varios incidentes. En una de las conexiones, se escuchó claramente una carga. El siguiente corresponsal daba cuenta de otra. Y luego, una más. Al ir a mirar qué se contaba en Twitter, me encontré una foto que acababa de publicar la propia Eider: una mujer mayor con una herida en la cabeza que sangraba abundantemente. Esa imagen fue una de las primeras de la jornada en hacerse viral. Después vendrían miles (cierto que también alguna falsa) que, en esencia, mostraban lo mismo: personas de toda edad y condición golpeadas por policías que se empleaban con saña. Al bajar del taxi, yo mismo me encontré con esas escenas, y hasta me llevé dos empellones gratuitos de uniformados a los que se notaba especialmente excitados. Para mi sorpresa, los ciudadanos solo respondían con un grito: “Volem votar!”. Y lo hicieron, aunque luego…

Como en Quebec

Confieso que al principio no reparé en el titular. Al ver la foto de Pedro Sánchez junto al pimpollo Justin Trudeau, mis ojos se posaron en los calcetines tope-fashion del primer ministro canadiense. Y luego, ya sí, me pegué de bruces con un enunciado que me rompió la cintura. El presidente español había dicho que la gestión de la cuestión de Quebec era un buen ejemplo de cómo la empatía podía rebajar tensiones en política. ¡Manda carajo! Lustros dejándonos la garganta clamando que, con sus mil y un matices, ahí había un buen espejo donde mirarse, y ahora resulta que el que se cae del guindo es el inquilino accidental —o incidental, no sé— de Moncloa. Fíjense los encabronamientos innecesarios que nos habríamos ahorrado si en su día, hace ni se sabe cuántos plenilunios, se hubiera aplicado el cuento de aquellos lares.

Y lo más probable es que tanto en el caso catalán como, desde luego, en el nuestro, el resultado habría sido similar. Llegados a la urnas, como también pasó en Escocia, habría habido frenazo y marcha atrás. O no, de acuerdo, eso no lo sabemos… ni me temo que lo sepamos porque las palabras de Sánchez son puros fuegos de artificio, una retahíla soltada al aire a ver qué pasa, para inmediatamente ser desmentida o matizada hasta convertir la declaración en exactamente lo opuesto. Es la receta que nos están sirviendo cada rato los nuevos mandarines, que como te dicen esto, te dicen aquello. Casi sin solución de continuidad y, mucho me temo, sin más intención que la de seguir conservando una jornada más la vara de mando obtenida de carambola. Ciento y pico días, de momento. ¿Y mañana? Ya se verá.

La clave del Sociómetro

Lo bueno del Sociómetro vasco, como de cualquier otro estudio de opinión, es que ofrece la posibilidad de escoger el titular que más se adapte al gusto y/o las necesidades de cada medio, mejorando, ejem, lo presente.

Apuesto (y seguro que gano) a que al informar sobre la entrega más reciente del sondeo habrá unos cuantos que tiren por el mínimo histórico que vuelven a marcar los partidarios de la independencia de Euskadi, con un tristón 17 por ciento. Justo enfrente estarán —o, vaya, quizá estaremos— los que destacarán la amplísima mayoría, casi un 60 por ciento, que es partidaria de que se convoque un referéndum sobre el marco de relación con España. Y como me conozco el paño, estoy convencido de que no faltarán los que, tirando de una derivada del dato anterior, preferirán subrayar que más de tres cuartas partes de los encuestados ven poco o nada probable que llegue a haber un acuerdo el gobierno español para convocar la deseada consulta. Otra opción será simplemente obviar la noticia o relegarla a alguna esquina perdida por el miedo a quedar en pelota picada ante la evidencia de que la ciudadanía de los tres territorios va por libre respecto a ciertas doctrinas proclamadas como mayoritarias en los discursos del día a día.

Llámenme raro, pero sin dejar de ver como razonables todas esas opciones, yo encuentro más útil poner el foco en la parte socioeconómica del informe. De entrada, en el hecho de que el mercado laboral siga siendo de largo la principal preocupación, incluso cuando el 69 por ciento afirma llegar a fin de mes sin dificultades. Ahí tienen la clave de la política vasca actual.

Cita con la Historia

A la hora en la que lean estas líneas, habré aterrizado en Barcelona. Es lo más parecido a una certeza que albergo ahora mismo. Bueno, no es la única. También estoy convencido de que pase lo que pase, salga como salga, estaré viviendo un acontecimiento destinado a ocupar su lugar en la Historia. ¿Lisboa el 25 de abril de 1974 o Berlín entre el 9 y el 10 de noviembre de 1989? Quizá no tanto, porque algo me dice que aún quedan más episodios, pero parece difícil negar que ya se ha cruzado la línea de no retorno. Incluso aunque la fuerza bruta se imponga y el titular de urgencia sea que no se ha podido votar, todo el mundo, incluyendo a los que manejan los hilos judicioso-policiales, tiene bastante claro que esto ya no se arregla con el viejo esquema del cambalache, el apretón de manos y las palmaditas en la espalda. Se ha marcado un antes y un después.

Ante tal evidencia, lo inteligente —y lo justo— sería no tratar de detener con violencia lo que ha demostrado ser una determinación firme y ya inalterable de lo que, se mida como se mida, constituye una amplísima mayoría social en Catalunya. Y no hablo de quienes aspiran a la independencia, sino de las ciudadanas y los ciudadanos que exigen algo tan primario y tan simple como ser escuchados.

La tremenda, casi perversa, paradoja es que si hace un tiempo se hubiera pactado un referéndum, es altamente probable que se habrían impuesto los partidarios se seguir formando parte de España. Siempre quedará la duda de si ha sido la torpeza o el cálculo frío e intencionado lo que nos ha traído hasta estos minutos cruciales de los que me dispongo a ser notario.