¿Es Cuba una dictadura?

A Pablo Casado se le inflama la carótida y se le empina el mentón cuando exige que el gobierno de Pedro Sánchez diga contundentemente que Cuba es una dictadura. Los años que tuvo el palentino, entre máster de pega y máster de pega, para reclamar lo mismo a José María Aznar y a Mariano Rajoy. Salvo que ande yo muy errado, ni uno ni otro lo hicieron cuando residían en La Moncloa. Luego fuera, ya tal, que diría el de Pontevedra. Ahí sí que hemos visto venirse arriba en la soflama anticastrista a Aznar, que cuando era presidente y fue a rendir pleitesía a Fidel, solo llegó a hacer una gracieta sobre lo raro que sería que él se hubiera vuelto comunista. ¿Por qué nadie en el ejercicio de sus funciones gubernamentales va a llamar dictadura a Cuba? Por lo mismo que no lo hace respecto a Arabia Saudí, Catar, Irán o China: porque hay un pastizal en juego. Que levante la mano la administración del color que sea que no ha hecho tratos con regímenes que van de lo infecto a lo muy infecto, no sea que vayamos a perder tal o cual negocio pingüe. Llámenlo hipocresía, cinismo o Realpolitik. ¿No dice el Evangelio que es mejor que tu mano izquierda no sepa lo que hace la derecha? Pues eso. Otra cosa muy distinta es que nos chupemos el dedo y no seamos capaces de distinguir qué estados del planeta no alcanzan los mínimos estándares democráticos. Si hasta Brasil, Hungría o Marruecos, que ponen urnas y permiten dos o tres medios de comunicación, son sospechosos de ser tiranías disfrazadas, ¿qué decir de los países que he mencionado arriba, donde ni siquiera hay mecanismos para que el poder cambie de manos? Que son dictaduras.

La violencia no ayuda

Creo recordar de un cursillo de marxismo acelerado que hice en el pleistoceno que la vaina iba de poner al enemigo frente a sus contradicciones. Parece que el soberanismo institucional de Catalunya lo ha captado al revés. O, bueno, con el sindiós ideológico que atravesamos, tampoco descarto que los marxistas de ocasión sean los de la España una y grande, que han conseguido que el Govern frene y acelere al mismo tiempo. Es decir, que mande a los mossos a reprimir las mismas protestas que alienta.

Sí, las mismas. Dejen de removerse en sus mullidos sillones los procesistas de salón locales, que al propio Torra se le ha escapado un par de veces y ayer mismo el atribulado conseller Buch reconoció en su mil veces aplazada comparecencia que sopas y sorber no puede ser. Claro que ni uno ni otro lo han expresado hasta ahora mejor que la portavoz del Govern, Meritxell Budó, cuando dijo que los golpes eran por el bien de la causa, pues así se le birlaba al Estado la excusa de la inacción para traer a sus propios apaleadores.

Bien mirado, Budó tiene algo de razón. Ciertas imágenes hacen pensar que los piolines del terruño manejan los rudimentos de la porra tan bien o mejor que los importados. Otra cosa es que al presidente español en funciones eso le vaya a importar una higa. Ya ha quedado claro que va a sacar petróleo de la inocultable y desmedida violencia que se ha visto. La usará como argumento electoral y, además, como prueba de cargo ante la comunidad internacional. Ojo, que ahí quedará en entredicho el bien más preciado del independentismo: su carácter netamente pacífico. Por eso urge un desmarque sin matices.

Otra vez las porras

Los que celebraron de verdad el primer aniversario del 1 de octubre fueron Rivera y Casado. Más el segundo, se diría incluso, dándose el gustazo de acusar al gobierno sanchista de mingafría y, ya sin frenos, de reclamar la ilegalización de los malvados secesionistas. Como poderoso argumento a su favor, las imágenes de las broncas callejeras repetidas y amplificadas cada minuto y medio en los canales de televisión amigos y no tan amigos. Vaya pan con unas hostias que es conseguir que lo que queda de la celebración del gran hito del procés sean las crónicas de las alteraciones del orden público.

Las porras, sí, de nuevo 365 días después, solo que esta vez las blandían, con su reconocida destreza, los Mossos, anteayer héroes y hoy enemigos del pueblo. ¿Y actuaron por iniciativa propia? Va a ser que no. Igual cuando se hicieron a un lado y dejaron el campo libre a la policía española en 2017 que ahora, cuando se han empleado a fondo contra los que reclamaban que se cumpla lo prometido —república ya—, seguían las órdenes del legítimo Govern de Catalunya.

Ahí es donde duele. El soberanismo institucional recibe la factura del soberanismo que pisa el asfalto. No es broma menor que se exija la dimisión del President, aunque sea el interino, ni que se intente tomar al asalto el Parlament. Es verdad que esto no es el suflé subiendo y bajando, pero sí, como poco, un costurón en un bloque que a duras penas llega al famoso 51 por ciento.

Claro que también todo esto que escribo puede ser otro diagnóstico equivocado más. Me falta el bueno, el de nuestros queridos procesistas de salón, que llevan horas silbando a la vía.

1-O, aniversario

Un año del 1 de octubre. Yo estuve allí. Mi avión aterrizó en Barcelona poco después de las ocho y media. Camino del centro, el taxista, que tenía puesta RAC 1 a todo trapo, me daba el primer parte de la situación: “Puede estar tranquilo. Verá muchos grupos aquí o allá, y también policía, pero no va a pasar nada, no se preocupe”. Tres minutos antes de la nueve, según tengo registrado en mi historial de Whatsaap, mi compañera Eider Hurtado, que estaba desde el viernes en Catalunya, me enviaba su reporte: “Benvingut. Yo, en el colegio. Todo en orden”. Debajo, dos fotos de unas decenas de personas —no era una multitud— en las inmediaciones del colegio Infant Jesús del barrio de Gracia, que había elegido porque es en el que se esperaba a Artur Mas.

Justo entonces, la radio empezó a hablar de varios incidentes. En una de las conexiones, se escuchó claramente una carga. El siguiente corresponsal daba cuenta de otra. Y luego, una más. Al ir a mirar qué se contaba en Twitter, me encontré una foto que acababa de publicar la propia Eider: una mujer mayor con una herida en la cabeza que sangraba abundantemente. Esa imagen fue una de las primeras de la jornada en hacerse viral. Después vendrían miles (cierto que también alguna falsa) que, en esencia, mostraban lo mismo: personas de toda edad y condición golpeadas por policías que se empleaban con saña. Al bajar del taxi, yo mismo me encontré con esas escenas, y hasta me llevé dos empellones gratuitos de uniformados a los que se notaba especialmente excitados. Para mi sorpresa, los ciudadanos solo respondían con un grito: “Volem votar!”. Y lo hicieron, aunque luego…

Rajoy da primero

Empiezo a teclear a las 9 y 7 minutos de la noche del sábado, 21 de octubre, tras la comparecencia del todavía president de la todavía legítima Generalitat, Carles Puigdemont. Un mensaje en el que, como toda respuesta al anuncio del ataque más brutal contra las instituciones propias de Catalunya, apenas se han enhebrado media docena de lamentos y algo parecido a la convocatoria de un pleno del Parlament —amenazado de inminente secuestro— para, ya si eso, ver qué se hace.

Allá quien quiera engañarse. Puigdemont ha dicho exactamente nada. Nada en catalán. Nada en castellano. Nada en inglés. Nada, digo, en comparación con la batería de medidas concretas que, horas antes, había puesto sobre la mesa el Estado español a través del presidente de su gobierno. Destitución del Govern al completo y sustitución de sus miembros por unos administradores de fincas de probada rojigualdez, conversión del Parlament en una cámara de la señorita Pepis, intervención de las cuentas —la pela es la pela, más en Madrid que en Barcelona— y, cómo no, toma al asalto de los medios públicos de comunicación. Un virreinato en toda regla, edulcorado con la promesa de la convocatoria de unas elecciones en las que deben ganar los buenos.

Cabe cualquier reacción menos la sorpresa. Solo desde una ingenuidad estratosférica o desde una ceguera sideral se podía esperar que el primer paso atrás lo diera España. Bastante era que, durante un tiempo que para el ultramonte cañí ha sido una eternidad, Rajoy haya hecho como que hacía de él mismo. Si ha esperado, ha sido para cerciorarse de que le salen las cuentas. Y le salen. ¿Y enfrente?

El bolsillo sí duele

El frente jurídico —judicioso, le llamo yo— es muy dañino para el soberanismo catalán. Ya se ha visto cómo sus españolísimas señorías hacen de su toga un sayo y se dedican a suspender, imputar, condenar o lo que se tercie. Sin embargo, una vez que la república catalana traiga una nueva legalidad, ya pueden echar los galgos que quieran, que todo será papel mojado. Incluso en este ínterin en que ya se ha decidido hacer la peineta al cuerpo legal español, las decisiones que vengan de los tribunales hispanos serán una jodienda, pero no el freno definitivo.

Con la ofensiva policial, tres cuartas partes de lo mismo. Habrá porrazos y pelotazos de goma para parar el Orient Express, pero eso estaba amortizado de saque. Es más, las imágenes viralizadas barnizarán de épica a la causa y conseguirán —ya están consiguiendo— que la prensa internacional cante la gesta del pueblo catalán haciendo frente a la represión inmisericorde de los uniformados mandados por Rajoy.

Ocurre ídem de lienzo con el embate mediático. A estas alturas, no hay que explicar que los regüeldos de la caverna quizá embarren el campo, pero a la hora de la verdad, no hacen ni cosquillas. Al contrario, su indelicadeza convence a los no convencidos y encabrona más a los que ya lo estaban.

Canción aparte es la acometida económica que, según estamos comprobando, se había minusvalorado. Por ahí sí cabe que tiemblen las rodillas. Más, si como está aconteciendo, ya no es fuga sino una estampida empresarial en toda regla, y con algunos buques insignia mostrando el camino. No sería la primera revolución ni la segunda que se naufraga por el bolsillo.