«Ostras, ¿qué ha pasado?»

De acuerdo, me dejaré de sarcasmos, ya que tanto parecen molestar a los infantes que estos días disfrutan —la mayoría, desde la distancia— de Independilandia, el parque temático del secesionismo de mucho lirili y ningún lerele. A cambio, solo pido que no vengan con la chufa esa de “Si no ayudas, no estorbes”. Hay que tener el rostro de titanio para soltarlo en pijama.

Lo que vengo a decir es que me parece altamente razonable que de aquí a unos años se culmine el procés. ¿Cuántos? No lo sé calcular. Es verdad que la Historia se acelera a veces, pero cuando ocurre o está a punto de ocurrir, se nota. Ahora mismo, lo más que podemos conceder es la aparición de determinados elementos que podrían ir orientados hacia el buen camino. Hablo, concretamente, de una amplia base social dispuesta a movilizarse, de unas formaciones que han dejado de hacerse la guerra subterránea en pro de un objetivo común, y de otra cosa importante: poco a poco se va instalando el relato de la probabilidad y/o posibilidad. Tirios y troyanos empiezan a intuir que esto ya no es una ensoñación difusa.

La mejor forma de joderlo, opino, es venderlo para mañana, cuando se sabe que queda un rato, porque entonces habrá que hacer frente a un enemigo tan duro como Rajoy: la frustración. Si les parezco sospechoso, vean lo que afirma Benet Salellas, de la CUP: “En este país no hay estructuras de Estado preparadas”. O atiendan a Marta Pascal, coordinadora general del PdeCat, que todavía es más clara: “No ha habido reconocimiento internacional y mucha gente piensa: ‘¡Ostras!, ¿qué ha pasado aquí?’. Hemos dado por fácil una cosa que no era tan fácil”.

Rajoy da primero

Empiezo a teclear a las 9 y 7 minutos de la noche del sábado, 21 de octubre, tras la comparecencia del todavía president de la todavía legítima Generalitat, Carles Puigdemont. Un mensaje en el que, como toda respuesta al anuncio del ataque más brutal contra las instituciones propias de Catalunya, apenas se han enhebrado media docena de lamentos y algo parecido a la convocatoria de un pleno del Parlament —amenazado de inminente secuestro— para, ya si eso, ver qué se hace.

Allá quien quiera engañarse. Puigdemont ha dicho exactamente nada. Nada en catalán. Nada en castellano. Nada en inglés. Nada, digo, en comparación con la batería de medidas concretas que, horas antes, había puesto sobre la mesa el Estado español a través del presidente de su gobierno. Destitución del Govern al completo y sustitución de sus miembros por unos administradores de fincas de probada rojigualdez, conversión del Parlament en una cámara de la señorita Pepis, intervención de las cuentas —la pela es la pela, más en Madrid que en Barcelona— y, cómo no, toma al asalto de los medios públicos de comunicación. Un virreinato en toda regla, edulcorado con la promesa de la convocatoria de unas elecciones en las que deben ganar los buenos.

Cabe cualquier reacción menos la sorpresa. Solo desde una ingenuidad estratosférica o desde una ceguera sideral se podía esperar que el primer paso atrás lo diera España. Bastante era que, durante un tiempo que para el ultramonte cañí ha sido una eternidad, Rajoy haya hecho como que hacía de él mismo. Si ha esperado, ha sido para cerciorarse de que le salen las cuentas. Y le salen. ¿Y enfrente?