Nuestros negacionistas

La pandemia produce extraños compañeros de cama. Ni en mis más profundos delirios habría sido capaz de concebir que el negacionismo gamberro, egoísta y descerebrado se fuera a casar en segundas nupcias con el nacional-jatorrismo que nos llenó las calles de cascotes, incendios y cristales rotos. Pero los hechos repetitivos son tozudos y no dejan lugar a dudas. Mungia, Ondarroa, Donostia, Pasaia, y como corolario, mi propio pueblo, Santurtzi, donde unos botelloneros reincidentes de aluvión encontraron el auxilio de tipos con amplia bibliografía violenta acreditada para evitar que la por ellos motejada como zipaiada acabara con el festejo insalubre.

Una vez más, la anécdota es una categoría. Los campeones mundiales de cantarnos las mañanas con lo que hay que hacer para acabar con el virus se alían con sus propagadores más cerriles porque en realidad son tal para cual o, sin hacer precio de amigo, porque son los mismos. Su negocio consiste en que todo vaya lo peor posible, que ahí hay pesca segura. Lo que no se esperaba es que se sumara al jolgorio la coalición aquí llamada Elkarrekin Podemos, negándose a censurar el comportamiento incívico de los Euskal Kaietanoak (Copyright, Iñaki González) y señalando con su dedo acusador a la Ertzaintza. Cosas, supongo, de la lucha por la hegemonía de la oposición.

Negacionistas duros y blandos

Era lo que nos faltaba. En el mismo instante en que vuelve a arreciar la pandemia —¡y lo que nos queda!— aparecen en nuestras calles piaras de conspiranoicos, nazis sin matices, tontos de baba, bronquistas que se tienen por antisistemas y, en fin, memos de variado pelaje. En nombre de la libertad, manda pelotas, descuajeringan el mobiliario urbano y nos devuelven a ese anteayer no tan lejano de humo, pedradas, carreras y pelotas de goma. Me alegra constatar de saque que, salvo algún regüeldo en las inmediaciones de Vox, esta vez no parece haber políticos que caen en la tentación justificatoria de los sembradores de gresca. Eso que nos llevamos por delante, aunque yo no puedo evitar anotar aquí que todos los que queman contenedores se parecen como un moco a otro.

Por lo demás, y más allá de estos vándalos de manual, me preocupa que parte de sus letanías vayan calando entre personas que no van a salir a romper cristales. Seguro que hay alguien así en su entorno. Parapetados en un hartazgo que tiene parte de real y mucho de impostura infantiloide, pregonan la maldad infinita de cualquier medida que les impida seguir campando a sus puñeteras anchas. Como los otros, esta buena gente berrea también que están cercenando nuestros derechos básicos, como si contagiar el bicho al prójimo fuero uno de ellos.

Todas las violencias

Como hacen los compañeros que informan desde el epicentro de la bronca en Catalunya, habrá que empezar poniéndose el casco. Bien sé que no me libraré del mordisco de los que en lugar de chichonera llevan boina a rosca, pero por intentarlo, que no quede. Efectivamente, queridas niñas y queridos niños del procesismo de salón, no hay nada más violento que meter en la cárcel por la jeró a personas que, con mejor o peor tino, solo pretendían hacer política. Una arbitrariedad del tamaño de la Sagrada Familia; lo he proclamado, lo proclamo y lo proclamaré.

Y hago exactamente lo mismo respecto a la brutalidad policial. En la última semana hemos visto un congo de actuaciones de los uniformados autóctonos o importados que deberían sustanciarse con la retirada de la placa y un buen puro. Es una indecencia que Sánchez, Marlaska y demás sermoneadores monclovitas en funciones no hayan reprobado la fiereza gratuita de quienes reciben su paga para garantizar la seguridad del personal y no para dar rienda suelta a su agresividad incontenible.

¿Ven qué fácil? Pues lo siguiente debería ser denunciar sin lugar al matiz a la panda de matones que siembran el caos y la destrucción. Curiosa empanada, la de los eternos justificadores —siempre desde una distancia prudencial— que pontifican levantando el mentón que ningún logro social se ha conseguido sin provocar unos cuantos estragos para, acto seguido, atribuir los disturbios a no sé qué infiltrados a sueldo del estado opresor. La conclusión vendría a ser que debemos el progreso a esos infiltrados. Todo, por no denunciar lo que clama al cielo, amén de beneficiar a los de enfrente.

Otra vez las porras

Los que celebraron de verdad el primer aniversario del 1 de octubre fueron Rivera y Casado. Más el segundo, se diría incluso, dándose el gustazo de acusar al gobierno sanchista de mingafría y, ya sin frenos, de reclamar la ilegalización de los malvados secesionistas. Como poderoso argumento a su favor, las imágenes de las broncas callejeras repetidas y amplificadas cada minuto y medio en los canales de televisión amigos y no tan amigos. Vaya pan con unas hostias que es conseguir que lo que queda de la celebración del gran hito del procés sean las crónicas de las alteraciones del orden público.

Las porras, sí, de nuevo 365 días después, solo que esta vez las blandían, con su reconocida destreza, los Mossos, anteayer héroes y hoy enemigos del pueblo. ¿Y actuaron por iniciativa propia? Va a ser que no. Igual cuando se hicieron a un lado y dejaron el campo libre a la policía española en 2017 que ahora, cuando se han empleado a fondo contra los que reclamaban que se cumpla lo prometido —república ya—, seguían las órdenes del legítimo Govern de Catalunya.

Ahí es donde duele. El soberanismo institucional recibe la factura del soberanismo que pisa el asfalto. No es broma menor que se exija la dimisión del President, aunque sea el interino, ni que se intente tomar al asalto el Parlament. Es verdad que esto no es el suflé subiendo y bajando, pero sí, como poco, un costurón en un bloque que a duras penas llega al famoso 51 por ciento.

Claro que también todo esto que escribo puede ser otro diagnóstico equivocado más. Me falta el bueno, el de nuestros queridos procesistas de salón, que llevan horas silbando a la vía.

Lavapiés blues

Es rigurosamente cierto que fue una agencia de prensa, citando fuentes oficiales, la primera que distribuyó la noticia de la muerte de un mantero en el barrio madrileño de Lavapiés cuando huía de una redada policial. También lo es que, de acuerdo con los usos y costumbres de este oficio cada vez más venido a menos, varios medios hicieron suya la información, la colocaron en sus webs y la difundieron a través de sus cuentas de Twitter. Hasta ahí, los hechos que señalan la responsabilidad original por lo que vino después.

Ocurre que también responde a la verdad que, sin aguardar nada parecido a una confirmación y ni siquiera tratar de recabar algún dato más, varias personas de las que se esperaría una cierta prudencia, se lanzaron de cabeza a los teclados a aventar la especie. Como es de imaginar, no se quedaban en la reproducción monda y lironda del titular, sino que añadían, de su cosecha, toda la casuística que faltaba. Los culpables, cómo no, el capitalismo y la brutal represión policial. No dejaba de resultar abracadabrante que la cuenta oficial de Ganemos Madrid, el grupo que gobierna en Madrid y cuya policía local era señalada, bramaba: “Urgente terminar con cualquier tipo de violencia policial y depurar responsabilidades”.

Claro que lo grave viene después, cuando se descubre y se documenta que el ciudadano senegalés murió en circunstancias que nada tenían que ver con ninguna persecución. No solo no se paró el bulo inicial, sino que se insinuó que esta versión, la real, era un invento. Eso, mientras la excusa falsa provocaba que se destrozara un barrio humilde. Pero a esos pobres que les den.

Primavera burgalesa (2)

Empiezo reconociendo humildemente que, como me hizo ver una amable lectora desde la capital castellana, en la columna de ayer se me fue la mano con la caricatura de Burgos en tonos sepia. Enésima demostración de que uno no está libre de los vicios que critica. Constatarlo y recibir la merecida colleja es parte del castigo.

Más allá de la pasada de frenada y la ironía que me salió por la culata, sí creo que es comprensible la perplejidad que ha provocado —diría a propios y a extraños— que los sucesos que nos ocupan hayan tenido lugar en una ciudad donde no se ha extinguido el caciquismo novecentista. Es cierto que en todas las casas cuecen habas (y en la mía, a calderadas), pero se me ocurren pocos sitios donde el poder esté en tan escasas manos y tan identificables como en Burgos. Después de la última experiencia, no quiero caer en el reduccionismo, pero juraría que no miento mucho si digo que los que urbanizan, mandan en los medios de comunicación y gobiernan son los mismos. Y no los mismos desde anteayer, precisamente; repasando árboles genealógicos, consejos de administración y listas de munícipes, vemos que la cosa viene de muy largo. Como tampoco daba la impresión de que ese estado de cosas generase gran respuesta social, las imágenes de los contenedores ardiendo, las pedradas y las cargas de los antidisturbios se antojaban harto más llamativas que en otros rincones donde hay una cierta costumbre… y no miro a nadie.

El otro elemento sorprendente era el porqué. ¿Había algo más que la eliminación de unas plazas de aparcamiento y su sustitución por parcelas de veinte mil euros? No digo que no sea una jodienda, amén de una arbitrariedad, pero me cuesta ver que las protestas por eso se cuenten como el arranque de la revolución pendiente. “¡Burgos entero, orgullo del obrero!”, se coreaba en Gamonal tras el anuncio de la paralización temporal del proyecto. ¿El estallido social era eso?

Primavera burgalesa

Cosas veredes, una manifestación pacífica en Bilbao y brotes crecientes de kale borroka en Burgos. ¡En Burgos, desde donde el generalísimo acometió la inmortal reconquista de la España roja y atea! Su callejero aún conserva con orgullo los nombres de los héroes de aquella gesta. En sus tiendas de recuerdos, las reproducciones a escala de la catedral conviven en armonía con banderas del aguilucho en todas las tallas, llaveros de Paca la culona y José Antonio o cucharillas con el yugo y las flechas en bastos damasquinados. Y por supuesto, desde que se estableció la manía esta de echar papeletas en las urnas, un Partido Popular nutrido por incontables camisas viejas gana casi siempre sin bajarse del autobús; 52 por ciento en las últimas municipales. ¿Qué está pasando?

Algo me dice que va a ser tarde para enterarnos. A diestra y siniestra, la propaganda ha tomado el mando del relato. Vandalismo organizado e importado, claman los defensores del orden, que lo son también de los pingües beneficios que parece haber en juego. Es el pueblo oprimido que se levanta contra la tiranía, atruenan, ebrios de trempantina, los oteadores de revoluciones en marcha. Los primeros piden mano dura y tentetieso en nombre del respeto a la legalidad y, ay que me descogorcio, la pacífica convivencia. Los segundos, mayormente atrincherados desde el teclado del móvil, la tableta o el ordenador de sobremesa, arengan a las masas a mantener vivas las hogueras y a no dejar piedra sobre piedra. Si sacamos la media, el resultado es que las recetas se resumen en violencia frente a violencia, con el correspondiente anexo justificatorio en cada caso.

Y en estas, el alcalde que juraba que no se doblegaría por la turbamulta anuncia que paraliza las obras de la discordia y llama a parlamentar. ¿Triunfo de la primavera burgalesa o triquiñuela para esperar a que se vayan las cámaras y volver a meter las máquinas? Apostemos.