Revuelta de patanes

Qué noche la de aquel miércoles, 6 de enero de 2021. La realidad se volvió indistinguible de una serie de Netflix. Desde nuestra calentita casa, en pijama y con bata de franela, pudimos clamar a través de Twitter contra el fascismo que, a un océano de distancia, había tomado la forma de una psicotrópica ocupación del Capitolio de Washington. Si no fuera porque el asunto era muy serio, tendría su punto de guasa ver cómo las arengas más encendidas provenían de los mismos especímenes que jalean grescas callejeras y, metiendo el dedo en la llaga que tanto jode, tienen amplia bibliografía presentada de instigaciones a asediar instituciones elegidas democráticamente. Es la lección que anoté de urgencia, también yo con mi chándal casero: violentar un parlamento constituido por sufragio universal es una intentona golpista.

¿Lo aprenderemos para el futuro? Ya sé que no. Fascistas siempre son los otros. Falta les hace a algunos un espejo en el que verse reflejados en los protagonistas de esta revuelta de peligrosos catetos recalcitrantes alentada por el más peligroso aun caudillo del pelo naranja. Me consta que hay quien teme que la carnavalada siniestra tendrá decenas de réplicas en las próximas semanas. Por una vez, soy optimista y creo que es el penúltimo estertor del tifus trumpista. O quiero creerlo.

Negacionistas duros y blandos

Era lo que nos faltaba. En el mismo instante en que vuelve a arreciar la pandemia —¡y lo que nos queda!— aparecen en nuestras calles piaras de conspiranoicos, nazis sin matices, tontos de baba, bronquistas que se tienen por antisistemas y, en fin, memos de variado pelaje. En nombre de la libertad, manda pelotas, descuajeringan el mobiliario urbano y nos devuelven a ese anteayer no tan lejano de humo, pedradas, carreras y pelotas de goma. Me alegra constatar de saque que, salvo algún regüeldo en las inmediaciones de Vox, esta vez no parece haber políticos que caen en la tentación justificatoria de los sembradores de gresca. Eso que nos llevamos por delante, aunque yo no puedo evitar anotar aquí que todos los que queman contenedores se parecen como un moco a otro.

Por lo demás, y más allá de estos vándalos de manual, me preocupa que parte de sus letanías vayan calando entre personas que no van a salir a romper cristales. Seguro que hay alguien así en su entorno. Parapetados en un hartazgo que tiene parte de real y mucho de impostura infantiloide, pregonan la maldad infinita de cualquier medida que les impida seguir campando a sus puñeteras anchas. Como los otros, esta buena gente berrea también que están cercenando nuestros derechos básicos, como si contagiar el bicho al prójimo fuero uno de ellos.

Ni en Iruña ni en Leioa

Lo de los episodios violentos de vuelta a nuestras calles empieza a parecerse a la corrupción del PP. Demasiados y demasiado seguidos para que cuele que son casos aislados. Y qué despiste monumental, por cierto, en cuanto a las repulsas, los rechazos y las condenas. Hasta donde llevamos visto, no es lo mismo en qué lugar se producen ni a quién hacen la faena. Qué diferencia entre el inmenso cabreo que parecieron suscitar los altercados del Casco Viejo de Iruña con los condescendientes silbidos a la vía que han seguido a los enésimos estragos causados por la alegre chavalada en instalaciones de la Universidad del País Vasco. Es gracioso, o más bien, simplemente revelador, que los que nos abrasan con sus martingalas sobre la defensa de lo público se muestren tan poco exigentes cuando unos niñatos que malamente aprobarían la ESO se cargan material de uso común que nos sale muy caro.

Están de más las medias tintas, las inercias y las holgazanerías justificatorias que contienen la expresión “pero es que”. La contundencia en la denuncia no tendría que dejar lugar a dudas. Lo explicaba muy bien Xabier Lapitz el otro día. El fin de estos grupúsculos que, pese a su supuesta pequeñez, tanto relieve están adquiriendo, es situar al grueso de la Izquierda Abertzale frente a sus contradicciones. ¿Lo están consiguiendo?

Si en Iruña se vio muy claro que, en una curiosa pero no sorprendente comunión de intereses, los camorristas importados estaban haciendo inmensamente felices a los adalides del viejo régimen, debemos aplicar la misma lógica al resto de incidentes. Y, ojo, no solo por motivos tácticos sino éticos.

El rebrote

Apenas se nota que a algunos se les hacen los dedos huéspedes y el tafanario txakoli asistiendo de nuevo al espectáculo de los contenedores en llamas, las pintadas amenazantes y las fachadas tiznadas por el impacto de dos cócteles molotov lanzados, por cierto, con torpe puntería. Mientras no se vayan demasiado de madre, estas pirotecnias pseudoheroicas y garrulas dan pie al lucimiento ante cámaras y micrófonos y, sobre todo, al reproche preferido de cualquier ser humano, incluido el que suscribe: “¡Os lo dije!”. Da gustito, no nos engañemos, comprobar que las profecías, incluso las apocalípticas, se cumplen, aunque sea trayéndolas por los pelos como en este caso. Y si el precio es un puñado de destrozos, bueno, ya lo pagará el seguro… o como hasta ahora, saldrá de los bolsillos de los ciudadanos vía impuestos.

Al otro lado de la linea imaginaria, el espectáculo no es mucho más edificante. De entrada, confusión y zozobra. ¿Rechazo, no rechazo? ¿Qué decía el manual para estas situaciones? Ante la duda, llamarse andanas. Ha sido gracioso ver cómo —con alguna excepción— los dirigentes locales se hacían los dignos o los orejas y era la cúpula del trueno en persona la que comparecía para decir que no, que nene caca, que eso no se hace. O en el eufemismo al uso, que esas mangurrinadas están “fuera de tiempo y de lugar”, expresión que en sí misma es una confesión del copón porque da a entender que sí hubo un momento y unas circunstancias en las que procedía arrasar con todo. ¿Convicción o estrategia? Bueno, ya tú sabes, mi amor, no me lo pongas más difícil.

Mi resumen: no nos vengamos ni demasiado arriba ni demasiado abajo con esto del rebrote. Si somos sinceros, ya sospechábamos que de tanto en tanto nos encontraríamos con algún episodio nostálgico. Siempre habrá cabras que tiren al monte, y ahí está el ministro Fernández como prueba en la contraparte. A esto le queda todavía un rato.