¿Qué pinta el PP?

Les hablaba ayer aquí mismo del dilema del soberanismo catalán, y particularmente de ERC, compelida a elegir entre lo malo y lo peor o, como poco, entre dos opciones escasamente gratas. No son los republicanos, sin embargo, los únicos que tras las elecciones del domingo se han encontrado en una encrucijada de difícil salida. Miren, por ejemplo, al otro lado del espectro ideológico, la papeleta que tiene el Partido Popular.

Es verdad que a primera vista los 89 escaños —contando ya el de la propina de los caprichosos restos de Bizkaia que voló del zurrón jeltzale— parecen un resultado razonablemente satisfactorio. Implican, desde luego, una mejoría significativa (aunque tampoco para echar cohetes) respecto a la bofetada de abril y, junto al desguace autoinfligido de Ciudadanos, le sitúan con nitidez al frente de la oposición. Y ahí se acaba lo positivo, que es todo meramente ornamental.

Si nos fijamos en lo que importa, tenemos ahora mismo una formación a la que los números no le dan para nada. De saque, no suma ni de lejos para ser alternativa, y tras el pacto del insomnio superado entre Sánchez e Iglesias, ni siquiera le queda amagar con la Gran Coalición, aunque fuera en la versión light que les describí en estas líneas. Claro que la cuita mayor para Pablo Casado es la que le viene —¡Quién se lo iba a decir!— por su diestra. En dos vueltas de tuerca electoral, Vox ha pasado de molesto pero llevadero golondrino a tumor con todas las de la ley. Está en juego la hegemonía de la derecha española. El PP debe decidir si luchar por ella distanciándose de los Abascálidos o compitiendo en tosquedad. Témanse lo peor.

Hasta nunca, Rivera

Miren por dónde, a los vascos jamás nos tocó el Cuponazo, pero sí nos acaba de caer un pellizco del sorteo del Once del Once de la ONCE en forma de dimisión del que inventó y difundió la maledicencia. Qué inspirador, por cierto, que el figurín figurón haya hincado la rodilla el día de San Martín, confirmando literalmente el refrán que ustedes saben, oink. “Albert Rivera abandona la política”, cuentan con tanta generosidad como falta de tino los titulares. De eso nada. Es la política la que abandona a Albert Rivera de una patada en el tafanario como no se recordaba en estos lares desde la desintegración de UCD.

No deja de tener su mérito, es decir, su demérito, el julijustri naranja, que en apenas seis meses se ha fundido 47 escaños de vellón. No me digan que no es la personificación del legendario Abundio, aquel que se echó una carrera a sí mismo y quedó el segundo. Como decía ayer en Euskadi Hoy de Onda Vasca el politólogo Rafa Leonisio, su caso de autodestrucción pertinaz y obtusa se estudiará en las facultades del ramo. Añado yo que en la misma unidad didáctica debe citarse a otros célebres ególatras inmolados en su propio jugo como Rosa de Sodupe y sus Maneirachis.

Casi es para concebir esperanzas de que en no muchas vueltas del calendario le aguarde una suerte similar al ahora exultante y siempre insultante Santiago Abascal. Tome nota el amurriotarra cid de pacotilla: cuanto más arriba se llega, más dura es la caída. Y para compensar otros sinsabores, no es la primera ni la segunda vez que la justicia poética nos depara el gustazo de ver morder el polvo a tipos que han hecho del odio su modo de vida.

Votar con rabia

Hoy habrá quienes depositen la papeleta en la urna y quienes la evacuen. Más nos vale que los primeros sean infinitamente más que los segundos. Es verdad, en todo caso, que lo que ocurra al final del recuento será el resultado de la voluntad de las personas que hayan votado. Lo anoto para que no cedamos a la tentación de calificar como ignorante al mismo pueblo que trataríamos como sabio si el reparto de escaños saliera a nuestro gusto. Como dicen esos guasaps que han circulado estos días, la manifestación contra el fascismo es entre las 9 y las 20 horas del domingo en los colegios electorales y no el lunes por la tarde frente a los ayuntamientos.

A partir de ahí, también creo que antes de ejercer el derecho a voto, merece la pena no perder de vista cómo hemos llegado a esta jornada. De entrada, ustedes y yo sabemos que esta enésima fiesta de la democracia desvaída no ha sido en absoluto necesaria. Fue aritmética y políticamente posible haber evitado la repetición. Su convocatoria obedeció a un grosero cálculo sumado a algo en lo que casi no hemos reparado: la prolongación de las noches dormidas en el famoso colchón de La Moncloa.

Manda muchos bemoles que, llegado el momento de hacer el bis electoral, casi lo mejor a lo que podemos aspirar sea a que el escrutinio depare lo mismo que el 28 de abril. Ese sería el mal menor frente a la otra suma que nos hace temblar las rodillas. Ojalá lo único que tengamos que lamentar sea la certificación de que para este viaje no hacían falta semejantes alforjas. Pero solo pensar que existe el riesgo de revolcón azul verdoso o verde azulado a mi me hará votar con mucha rabia.

Pánico a Vox

Cuando se anunció la repetición de las elecciones generales, muchos pensamos que lo único bueno de la vuelta a las urnas era el previsible trompazo de Ciudadanos y la bajada de humos de Vox. En lo primero, salvo sorpresa morrocotuda, parece que vamos a andar atinados; ojalá. Lo segundo, sin embargo, tiene toda la pinta de que no va a ser así. Aunque me cuesta creer —quizá es solo que no quiero hacerlo— que los neotrogloditas vayan a acercarse a la sesentena de escaños que les vaticinan algunas encuestas, no me sorprendería que tras el 10-N nos los encontremos como tercera fuerza en el Congreso de los Diputados. Bien es cierto que podemos aferrarnos al recuerdo del 28 de abril, cuando las predicciones fatídicas de hasta 40 asientos se quedaron en 24 reales, que siguen siendo un congo, pero asustan menos.

Ocurra lo que ocurra, merece la pena gastar unas neuronas discurriendo por qué los abascálidos han remontado lo que la intuición y la lógica señalaban. En el primer bote, habrá que mirar a quienes los han vuelto a poner en el centro de los focos porque necesitan un monstruo peludo que acongoje otra vez al personal hastiado y asqueado que barrunta pasar de acercarse al colegio electoral el domingo. Y si somos intelectualmente honrados, por repugnancia y miedo que nos provoquen los ultramontanos, habrá que reconocer que la parte de la campaña que no les regalan los demás la han ejecutado con gran habilidad. Sus mensajes son directos y eficaces. Lo inquietante es que esos lemas a quemarropa no han salido de un grupo de luminarias de la comunicación política. Se han tomado directamente de la calle. Ojo con eso.

Campañas… ¿sucias?

Cuentan que un fulano de obediencia pepera se ha gastado unos miles de euros —tampoco un pastizal, no se crean— en difundir en Facebook mensajes en nombre de Errejón que pedían a los votantes progresistas (ejem) que castigaran a Pedro Sánchez y Pablo Iglesias. Una jugarreta muy fea, eso no lo discute nadie. Ojalá le caiga una buena por la fechoría. Pero a partir de ahí, permítanme que me ría. Pasando por alto que el éxito de la propaganda chungalí se basaría en la membrillez de quienes no son capaces de decidir las cosas con su propia materia gris y que en su pecado llevarían la penitencia, la bronca exagerada que ha causado el episodio resulta entre enternecedora y brutalmente cínica.

De nuevo debo traer a colación al personaje más citado en estas columnas, aquel gendarme de Casablanca que mandaba cerrar el garito del que era parroquiano al grito de “¡Qué escándalo, aquí se juega!”. Se habla ahora de una campaña sucia, como si cuarto y mitad de los usos y costumbres cuando se abre la veda del voto fueran la caraba de la pulcritud. ¿Qué hay de limpio en las trolas sin cuento que se sueltan en los mítines y/olos debates electorales y se multiplican en las redes sociales? ¿Cómo de aseado es recurrir a datos inventados que, según de quién vengan, merecen la vista gorda de los beatíficos desmentidores de bulos? ¿Y qué me dicen de los titulares de este o aquel medio, arrimando el ascua a la sardina propia y la manguera a la ajena? Por no mencionar la difusión de sondeos con datos imaginarios cuyo propósito no es retratar la realidad sino tratar de cambiarla. Desgraciadamente, hace mucho tiempo que vale todo. Un poco tarde para enfadarse.

Aroma a 155

Uno de los efectos colaterales pero no menores de la sentencia del Procés ha sido confirmar que Pedro Sánchez se ha pasado a la acera de los partidarios del jarabe de palo. Es decir, ha vuelto ahí, pues cualquiera con dos gotas de memoria recordará que en la mismita antevíspera de la inverosímil moción de censura que lo llevó a Moncloa el tipo le sacaba a Rajoy varias traineras en materia de descalificativos hacia el soberanismo. A Torra lo trataba por entonces poco menos que de nazi tocado del ala. Luego, los escaños de ERC y PdeCat se le hicieron de oro en su equilibrismo aritmético, y llegó el tiempo de las mesas de deshielo, el diálogo, la plurinacionalidad megamolona y el catalán hablado en la intimidad.

Todo, pura estrategia pergeñada por su chamán, Iván Redondo, que es el mismo que, después de haber escrutado las vísceras de una gaviota, le ha reconducido a la senda de la garrota contra los disolventes secesionistas. Fíjense que si fuera por motivos realmente ideológicos, hasta resultaría medio respetable. Pero no. Volvemos al cálculo puro y duro. A cuatro semanas de las elecciones del 10 de noviembre, alguien ha creído intuir que el voto mesetario, submesetario y parte del suprasemesetario depende de la firmeza ante el pérfido desafío secesionista.

Ojo, que la jugada no va solo de cosechar sufragios, sino de granjearse la abstención presuntamente desbloqueadora de PP y, si fuera el caso, los restos de serie de Ciudadanos. La funesta noticia para los que creemos en las soluciones políticas es que en esa operación de atraerse a azules y naranjas Sánchez no se va a parar en barras. Empieza a oler a 155.

La venganza de Cayetana

Ni un mes completo se ha cumplido de la pomposa convención en la que el PP de la demarcación autonómica pretendió haber señalado “perfil propio”. Pues la primera en la frente. El mismo Pablo Casado que hizo como que bendecía la libre determinación, ejem, de la franquicia vascongada ha impuesto las listas para la repetición electoral del 10 de noviembre. Lo ha hecho, además, por las bravas, sin disimulos, con diurnidad y alevosía, y con el agravante que supone que desde hacía unas fechas los dirigentes locales habían empezado a deslizar los nombres que iban a encabezar las candidaturas.

Menudo planchazo, por ejemplo, para Javier de Andrés, un valor muy poco discutido en Araba, que se ve relegado por la paracaidista Marimar Blanco, cuyos únicos méritos políticos son esos que no hace falta citar. Tampoco es moco de gaviota, digo de charrán, la insistencia en la plancha vizcaína de Beatriz Fanjul, cuyo nulo empaque se tradujo hace seis meses en la pérdida de un escaño fijo desde hace quinquenios. Claro que casi es más abracadabrante la reincidencia de Iñigo Arcauz —que deja a muchos de Vox como socialdemócratas— como número uno de Gipuzkoa.

Y sí, se dice, se cuenta y se chamulla que entre los mandarines del terruño, empezando por el propio Alfonso Alonso, hay un cabreo sideral. Sin embargo, hasta el momento de teclear estas líneas, no hay un cagüental oficial. Todo se queda en declaraciones tan sulfúricas como anónimas que dan la medida de quién es Tarzán y quién es Chita. Se diría, al cabo, que Cayetana Álvarez de Toledo se ha tomado la revancha de los desplantes previos y posteriores a la convención de marras.