Voto secreto pero no tanto

El bochornoso espectáculo de esta semana en el Congreso de los Diputados para refrendar el pasteleo del reparto de los magistrados del Tribunal Constitucional nos ha mostrado el mecanismo de varios sonajeros. Ya escribí sobre la indignidad del “voto con la nariz tapada” o, en el mismo paquete, los díscolos que lo fueron a costa de sus disciplinados compañeros, todos ellos ahora mismo miembros de sus propios grupos a razón de cinco mil pavos al mes más dietas y pluses de pertenencia a comisiones. Pero hay una cuestión que quedó a la vista a cuenta de la patética trapisonda aunque quizá no hayamos reparado demasiado en ella: la de la votación telemática, secreta e individual que se aplicó para este asunto concreto.

Empezaré mostrando mi perplejidad ante el hecho de que los representantes de la soberanía popular no estén obligados absolutamente siempre a votar con luz y taquígrafos. No entiendo que un tipo o una tipa a quien he escogido a través de una papeleta en la que, por cierto, se me han impuesto los nombres, tenga la prerrogativa de ocultarme en qué sentido se pronuncia. Proclamo mi derecho a saber qué se hace con mi voto.

Claro que una vez que eso no es así, lo auténticamente lisérgico es comprobar que en estas votaciones presuntamente personales e intransferibles, los grupos políticos tienen herramientas para conocer la decisión de los culiparlantes. Son métodos de puro comisariado. Resulta que al ejercer el sufragio telemático, los diputados reciben un justificante digital donde consta lo que han votado para que se lo entreguen al responsable de velar por la disciplina. Máximo cinismo.

Votar con rabia

Hoy habrá quienes depositen la papeleta en la urna y quienes la evacuen. Más nos vale que los primeros sean infinitamente más que los segundos. Es verdad, en todo caso, que lo que ocurra al final del recuento será el resultado de la voluntad de las personas que hayan votado. Lo anoto para que no cedamos a la tentación de calificar como ignorante al mismo pueblo que trataríamos como sabio si el reparto de escaños saliera a nuestro gusto. Como dicen esos guasaps que han circulado estos días, la manifestación contra el fascismo es entre las 9 y las 20 horas del domingo en los colegios electorales y no el lunes por la tarde frente a los ayuntamientos.

A partir de ahí, también creo que antes de ejercer el derecho a voto, merece la pena no perder de vista cómo hemos llegado a esta jornada. De entrada, ustedes y yo sabemos que esta enésima fiesta de la democracia desvaída no ha sido en absoluto necesaria. Fue aritmética y políticamente posible haber evitado la repetición. Su convocatoria obedeció a un grosero cálculo sumado a algo en lo que casi no hemos reparado: la prolongación de las noches dormidas en el famoso colchón de La Moncloa.

Manda muchos bemoles que, llegado el momento de hacer el bis electoral, casi lo mejor a lo que podemos aspirar sea a que el escrutinio depare lo mismo que el 28 de abril. Ese sería el mal menor frente a la otra suma que nos hace temblar las rodillas. Ojalá lo único que tengamos que lamentar sea la certificación de que para este viaje no hacían falta semejantes alforjas. Pero solo pensar que existe el riesgo de revolcón azul verdoso o verde azulado a mi me hará votar con mucha rabia.

No es otra campaña

Hala, pues ya estamos de nuevo enfiladitos hacia otra fiestadelademocracia (léase de corrido) que habrá de depararnos el coche, la Ruperta, el apartamento en Torrevieja, la vaca o lo que toque, como en el viejo 1, 2, 3, responda otra vez que tantas veces utilizo como metáfora. Bonitos quince días de campaña nos aguardan, teniendo en cuenta el menú de sapos y culebras que han precedido al que todavía se mantiene —menuda hipocresía— como periodo oficial para pedir el voto de la ciudadanía.

Resulta paradójico pensar que para muchas de las personas más cabales, asistir al navajeo vacío de contenido puede ser una invitación a la abstención. Y eso sí es peligroso. Lo es ante cualquier consulta con las urnas, pero más ante una en la que parece que está en juego algo más que en otras. Ahí queda, sin ir muy lejos, el precedente andaluz. Espero con toda mi alma no ver el 29 de abril manifestaciones como las que en la Bética y la Penibética siguieron a la victoria que sumaban las tres derechas.

Votar es, por lo tanto, la mejor forma de no tener que recurrir al berrinche. La otra cuestión es escoger la papeleta correcta. Lógicamente, esa parte se la dejo a ustedes, aunque sí me permito recordar que en la caprichosa aritmética electoral, no todos los sufragios se cuentan igual. Los hay —y ojalá no tengamos que lamentarlo en Navarra— que se van por el desagüe de los porcentajes mínimos, la ley D’Hondt y me llevo una. Y no acaba ahí la perversión de las matemáticas. Una vez convertidos los votos en escaños, los habrá que sirvan para sumar o para restar, como comprobamos en la moción de censura a Rajoy o en los presupuestos.

Pues ganó Trump

Pues ganó Trump, y probablemente sea una desgracia inmensa, pero resulta descogorciante ver a tanto demócrata del copón y pico ciscándose en lo mal que vota el populacho. Estamos con la gente, con toda la gente, la buena gente… siempre y cuando echen la papeleta que corresponde. ¿Cuál? Vaya preguntita, la que señalan los dueños del camino, la verdad, la vida y, para no extendernos, la superioridad moral. Ese cabreo posturero es el de los trileros del rastro cuando los que están llamados a ser primos les descubren la bolita una, otra, y otra vez.

¿Y ahora qué? Je, menudo chiste es que los que nos están diciendo lo que va a pasar en lo sucesivo sean los profetas —analistas se bautizan a sí mismos— que no han sido capaces de olerse la que se venía. Era materialmente imposible que un bufón homófobo, machista y racista venciese a la candidata apoyada por todos los medios de comunicación de postín, las corporaciones económicas más poderosas y, en general, los apóstoles del bien pensar. Toma planchazo.

Para nota, por cierto, esa recua de santurrones del género y la multiculturalidad que ahora echan pestes de las mujeres —“¡Son las peores!”— y los inmigrantes de varias etnias —“¡Se merecen lo malo que les pase!”— que han respaldado al fantoche multimillonario en un porcentaje nada desdeñable. ¿Cómo es que eligen a un tipejo que las y los insulta de ese modo tan grosero? Quizá porque se sienten todavía peor tratados por quienes, además de tener las santas narices de hablar en su nombre, los arrumban de escoria inculta.

¡Ah! Y por el estabilishment no sufran. Si se llama así es por algo. Jamás sale derrotado.

Votar en conciencia

¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? O, preguntado de modo más directo: ¿Tienen conciencia los representantes políticos? Entre que por mis venas corre sangre gallega y que aborrezco el vicio de la generalización, tiendo a pensar que unos sí y otros no. Aunque, ahora que caigo, para los efectos de esta columna, que la tengan o la dejen de tener es secundario. Lo que en realidad yo quería plantear, atiéndanme al matiz, es si se les puede o debe permitir ponerla de manifiesto en una votación parlamentaria.

Advierto que no sirve como respuesta el sí cuando el desmarque del (o de la) culiparlante en cuestión coincide con nuestra postura y el no cuando ocurre lo contrario. Y tampoco vale la triquiñuela de establecer que hay asuntos en los que cabe apelar a la tal conciencia —mayormente, los de cintura para abajo— y otros que no están sujetos a ella. Como coincidimos hace un par de noches en Gabon de Onda Vasca, tan peliagudo puede ser pronunciarse sobre el aborto como hacerlo sobre las aspiraciones soberanistas, una reforma laboral que lamina derechos o un aumento del IVA que no se contemplaba en el programa electoral.

Hechas todas esas apostillas, volvemos al intríngulis de estas líneas: ¿Es o no de recibo que una persona elegida en el seno de una lista cerrada, bloqueada y vaya a usted a saber si en el número tres o en el catorce, se constituya en verso suelto y vote lo que le salga de… la mentada conciencia? ¿Lo es cuando el pronunciamiento personal va abiertamente en contra de los motivos que han llevado a los electores a optar por ese partido en concreto? Confieso que no lo tengo claro.

Abstención sin dueño

Me divierten mucho las peleas, generalmente entre las mil y un banderías de la izquierda, sobre si la abstención es otra forma abyecta de colaborar con el pérfido sistema o la más heroica de las rebeliones frente a las habas contadas de la democracia representativa. Como son gente que le da mucho al cacumen, los litigantes suelen acompañar sus argumentaciones de ladrillos teóricos, cuadros sinópticos y bibliografía donde no falta la crema y la nata de la ortodoxia, de Lenin a Chomsky, pasando por Gramsci. El resultado es que unos y otros parecen estar cargados de razón, salvando el pequeño detalle de que pasan por alto que los motivos de cada miembro del censo para ir o no ir a votar son de una variedad inabarcable. Pretender que hay un solo modelo de votante o de abstencionista solo cabe en eso que el otro día el presidente de Uruguay, Pepe Mujica, llamó entre aplausos de los aludidos “el infantilismo patológico de la izquierda”. Y ello, en una versión menor; la mayor llegará el domingo, cuando ante el resultado final de las europeas comiencen a llover tuits que sumen lo que cosechen los minifundios zurdos con las papeletas no depositadas y se proclame la victoria incontestable de un pueblo que no quiere participar en farsas.

Doy por esfuerzo inútil hacer notar que ese 40, 50 o hasta 60 por ciento de abstención que se vaticina no será unívoca y homogénea. Habrá un puñado, sí, que no se acerquen a las urnas después de haberlo meditado en conciencia. Otros pocos más quizá le hayan dado un mínima vuelta. Pero buena parte de los demás simplemente no le habrán dedicado ni un segundo a la cuestión.

El poder de un voto

Quise hacer un pequeño chiste en Twitter y me salió por la culata. “Es tremendo pensar que mi voto vale lo mismo que el de Amaia Montero”, escribí. Puse ese nombre porque el día anterior la ex-solista de La Oreja de Van Gogh había vuelto a cubrirse de gloria con una bocachanclada King Size de las suyas. Ni quince segundos tardaron en empezar a llegar respuestas que me bajaron del guindo: “De eso nada. Tú vives en Bizkaia y ella en Gipuzkoa. Por tanto, su voto vale más que el tuyo”. El más, en mayúsculas, para endurecer el golpe. Tocado y casi hundido.

Sí, solo casi porque, en realidad, ya lo sabía y no pocas veces he despotricado sobre lo perverso del caprichoso y desnaturalizador 25-25-25, nuestra propia versión del café para todos. De igual modo, soy consciente del juego de trileros que esconde el reparto de cocientes —Satanás confunda al señor D’Hont—, de la parcialidad descarada de las Juntas Electorales centrales o de la arbitraria distribución de recursos que busca ponérselo en sánscrito a las formaciones pequeñas. A estas alturas, no me darán el Nobel por descubrir que lo de “una persona, un voto” tiene más letra pequeña que el contrato de mi tarjeta de crédito. No será a mi a quien sorprendan haciendo loas a la fiesta de la democracia, que bastante claro tengo que es un sarao donde se reserva el derecho de admisión.

Y sin embargo, por el posibilismo que me ha crecido junto a las canas o justamente por todo lo contrario, sigo defendiendo el poder, aunque sea infinitesimal, de depositar una papeleta en una urna. O si es el caso, de no depositar ninguna. Lo que importa es que se trate de una decisión plenamente voluntaria y meditada, un ejercicio —ahora que se habla tanto de ella— de soberanía personal. Que nos impongamos sobre la pereza, la desidia o la tentación derrotista de creer que lo que hagamos no cambiará las cosas. En más de una ocasión, un solo voto las ha cambiado.