Salga lo que salga (2)

Con la democracia nos pasa que le echamos demasiada lírica grandilocuente, y cuando le vemos el sobaco sin depilar o escuchamos sus estentóreas ventosidades, nos sentimos descolocados. Y no será por las veces que nos han repetido la martingala del gran tunante (y cosas peores) Winston Churchill, que sostuvo ante la Cámara de los Comunes que es la peor forma de gobierno, exceptuando todas las demás que se han probado.

A ese adagio me remitía, sin nombrarlo, en la columna de ayer sobre el referéndum griego. Mi única intención era recordar el mecanismo del sonajero, que lo es para lo bueno, para lo malo y para lo regular. No voy a decir que no las esperaba, pero sí que me han resultado dignas de mención —y de escribir esta secuela— las refutaciones a mis argumentos, que básicamente se resumían en una: el pueblo no sabe de todo y puede equivocarse. Varios de mis interlocutores, muy bien armados intelectualmente, me citaban como prueba decisiones tomadas en unas urnas que terminaron en catástrofe.

Hay que tener mucho cuidado con ese razonamiento. O más bien, con su continuación. Si la ciudadanía no está preparada para pronunciarse sobre ciertas cuestiones, ¿quién debe asumir esa responsabilidad? Se dirá que el gobierno de turno, que para eso ha sido elegido. ¿Por quién? Ahí es donde nos damos de morros con la paradoja: por las mismas personas de las que, en conjunto, se dice que no están capacitadas para opinar sobre según qué asuntos. ¿Quién nos asegura que sí lo están para la elección de sus representantes? Mejor detenerse en este punto. Lo siguiente es admitir que la democracia no es tan buena.

Salga lo que salga

A ese punto hemos llegado: la convocatoria de un referéndum provoca una tremenda zapatiesta entre quienes se pasan la vida dando lecciones de democracia al por mayor. Que es un suicidio, llegó a mentar la soga en casa del ahorcado Jean Claude Juncker, el tipo al que hicieron presidente de la Comisión Europea (premio a quien sepa para qué sirve tal cosa) en uno de los cambalaches de costumbre. ¿Y qué si lo fuera? Los pueblos también son —o deberían serlo, vamos— libres de irse por el despeñadero abajo.

Se ponen unas urnas, se cuentan los sufragios y, acto seguido, se asumen las consecuencias. Doy por hecho que en la otra bancada, la de los cantores de aleluyas a la soberanía popular, se tiene claro que su ejercicio implica esta última parte. Si sí, sí, y si no, no. Después no vale llamarse andanas, pedir revancha o silbar a la vía para aplazar la ejecución de lo que hayan dicho las papeletas, por jodido que pueda parecer. Pasaron los tiempos de las prórrogas. Ni siquiera estamos en los penaltis, sino en el cara o cruz, con la parte levemente positiva de que, en lugar del azar, decidirá la ciudadanía griega.

Hay quien sostiene, y no sin lógica, que la semana que va a mediar entre la convocatoria y la celebración del plebiscito es un periodo demasiado corto como para tomar una determinación de tal magnitud. Ocurre que no hay mejores opciones. Ya van suficientemente forzados (e incluso rebasados) los plazos como para retrasarlo más. El domingo es el gran día. A 3.500 kilómetros de distancia, me declaro incapaz siquiera de intuir cuál de las opciones es la menos mala. Aplaudiré la que salga.

El poder de un voto

Quise hacer un pequeño chiste en Twitter y me salió por la culata. “Es tremendo pensar que mi voto vale lo mismo que el de Amaia Montero”, escribí. Puse ese nombre porque el día anterior la ex-solista de La Oreja de Van Gogh había vuelto a cubrirse de gloria con una bocachanclada King Size de las suyas. Ni quince segundos tardaron en empezar a llegar respuestas que me bajaron del guindo: “De eso nada. Tú vives en Bizkaia y ella en Gipuzkoa. Por tanto, su voto vale más que el tuyo”. El más, en mayúsculas, para endurecer el golpe. Tocado y casi hundido.

Sí, solo casi porque, en realidad, ya lo sabía y no pocas veces he despotricado sobre lo perverso del caprichoso y desnaturalizador 25-25-25, nuestra propia versión del café para todos. De igual modo, soy consciente del juego de trileros que esconde el reparto de cocientes —Satanás confunda al señor D’Hont—, de la parcialidad descarada de las Juntas Electorales centrales o de la arbitraria distribución de recursos que busca ponérselo en sánscrito a las formaciones pequeñas. A estas alturas, no me darán el Nobel por descubrir que lo de “una persona, un voto” tiene más letra pequeña que el contrato de mi tarjeta de crédito. No será a mi a quien sorprendan haciendo loas a la fiesta de la democracia, que bastante claro tengo que es un sarao donde se reserva el derecho de admisión.

Y sin embargo, por el posibilismo que me ha crecido junto a las canas o justamente por todo lo contrario, sigo defendiendo el poder, aunque sea infinitesimal, de depositar una papeleta en una urna. O si es el caso, de no depositar ninguna. Lo que importa es que se trate de una decisión plenamente voluntaria y meditada, un ejercicio —ahora que se habla tanto de ella— de soberanía personal. Que nos impongamos sobre la pereza, la desidia o la tentación derrotista de creer que lo que hagamos no cambiará las cosas. En más de una ocasión, un solo voto las ha cambiado.