Procedamos, pues

Volvamos atrás. Exactamente hasta el instante en que en mi anterior (y muy borrascosa) columna escribí que en última instancia debería ser la ciudadanía con su voto la que decidiera si era pertinente que el o la lehendakari no fuera capaz de desenvolverse en euskera. Me faltó apostillar que, personalmente, hoy no votaría unas siglas que propusieran para el cargo a una persona no euskaldun. Simplemente quería expresar que no me siento la unidad universal de medida. Como en tantas cuestiones, mi opinión es solamente eso. Tengo la suficiente tolerancia a la frustración como para comprender que, por maravillosos que sean mis planteamientos, si estoy en minoría, ahí me jodo.

Puro principio de realismo, que es del que suelo partir. Y si hay que cambiar las cosas, propóngase abiertamente, pero siempre sin perder de vista las consecuencias. ¿Está algún partido en situación de propugnar la obligatoriedad del conocimiento del euskera y la capacidad de su uso para aspirar a ser la principal autoridad de los tres territorios? ¿Lo extendemos a la presidencia de Nafarroa y a la de la Mancomunidad de Iparralde? ¿Y a las personas que figuran como elegibles para cualquiera de los parlamentos?

Si la respuesta es sí, procedamos. Hagamos una propuesta clara donde no quepan dudas y apliquemos el tantas veces invocado derecho a decidir. Aceptemos después que nos saquen la conocida letanía de los ciudadanos de primera y de segunda —esta vez, quizá con complicada posibilidad de réplica— y, además, el riesgo de que en todo nuestro país o en alguna de sus tres partes haya una mayoría social que no esté por la labor de cruzar ese puente.

Urnas parlantes

Mi animal mitológico favorito es la urna parlante. Lástima que todavía no haya encontrado una sola. Lo confieso no sin rubor, pues debo de ser uno de los pocos seres humanos que queda por asistir al sin duda majestuoso espectáculo de las cajas de metacrilato lanzando sus (por lo visto) siempre sabias y certeras peroratas. Escribo, por supuesto, de oídas y con una indisimulable envidia hacia tantos y tantos afortunados que juran haber escuchado de labios de las urnas todo tipo de sentencias lapidarias, sospechosamente acordes, eso también es verdad, a los intereses de los presuntos testigos de semejante fenómeno.

“Las urnas dijeron contundentemente que querían un gobierno de coalición”, proclaman los apóstoles del sumo sacerdote Iglesias Turrión. “Las urnas hablaron con claridad”, porfían con más misterio y con interpretación abierta a rotos y descosidos los acólitos del sanchismo ivanredondista. Y al otro lado de la bisectriz ideológica, lo mismo, pero con la martingala adaptada a su nicho de mercado y cambiando el sujeto de la frase por “los españoles”, como si los resultados electorales fueran el producto de una decisión consensuada por todos los miembros del censo.

No negaré que quizá tras un referéndum (de esos que tanto acongojan a algunos) tenga sentido expresarse en esos términos. Incluso sería razonable hacerlo ante unos resultados apabullantes en unos comicios. En el resto de los casos, empezando por el del 28 de abril, poner este o aquel mensaje en boca de las urnas o de una entelequia bautizada “los españoles”, “la ciudadanía” o “la sociedad” solo es propio de iluminados, de jetas o ambas cosas.

Por qué gana el PNV

Efectivamente, una pregunta nada original la del encabezamiento de estas líneas. De hecho, hace unos días, uno de esos irreductibles hinteleztuales (sic) de casinillo que adornan nuestro paisaje ya evacuó una pieza titulada de modo similar en los boletines oficiales de la hispanovasquidad. No ya refractario, sino directamente fóbico con quinquenios de resentimiento bilioso acreditados, la tesis del mengano venía a ser que los reiterados triunfos del PNV se asientan en la estulticia de la plebe del terruño. Vamos, que los censados en los tres territorios son/somos catervas de tontos de baba que se dejan engatusar en bucle por chorizos contumaces que llevan arruinando este trocito del mapa desde tiempo inmemorial. Bueno, ahí exagero; solo desde la primera victoria hace cuarenta años. Nota al margen: es el despiporre que el latigador en cuestión tuviera un trocito de poder en el trienio excepcional en que los jelzales fueron oposición y que su aportación no superara en valor a una pelotilla ombliguera.
Y tampoco deja de ser revelador que el diagnóstico coincidiera casi milimétricamente con el emitido en las supuestas antípodas ideológicas por Arnaldo Otegi Mondragón. Como habrán leído, el líder siempre en forma de EH Bildu ha atribuido las últimas victorias del PNV a las carretadas de sufragios de pérfidos españolazos espoleados por un presunto “voto del miedo” que habría azuzado como espantajo el partido de Ortuzar y Urkullu. Traducido, que de nuevo la ciudadanía no tiene ni pajolera idea de votar y que si solo se contaran las papeletas fetén, otro gallo cantaría. Exactamente por eso es por lo que gana el PNV.

Trump, año II

Que le vayan quitando lo bailado a Donald Trump. Un año y unos días como dueño del juguete más caro del mundo. Desde aquí mi saludo a los centenares de sesudos y sapientísimos analistas que se tiraron todas las primarias republicanas y toda la campaña general jurando que era materialmente imposible que ocurriera. Este es el minuto en que todavía no solo no se han disculpado, sino que nos cantan las mañanas —y los mediodías, y las tardes, y las noches, y las madrugadas— con nuevas pontificaciones ex cátedra sobre el aniversario. Todo, lugares comunes y nuevas profecías que serán pifias en cosa de semanas. Efectivamente, melonadas como las que puede soltar cualquier desventurado opinador, empezado por este humilde tecleador al que están leyendo, si hacemos la salvedad de que no vamos presumiendo por ahí de ser la quintaesencia de la información internacional. También es verdad que buena parte de la culpa es de quienes siguen comprándoles las burras.

Por lo demás, no parece que para olerse de qué va el fenómeno Trump haya que tener docena y media de másteres en geopolítica. Basta con pisar las calles, especialmente las de los lugares más castigados, como alguno de los que recientemente se han mentado en estas columnas, y poner la oreja. Ya no es el sueño de la razón sino el hartazgo infinito el que produce monstruos en serie. Como tantas veces he escrito —y esta no será la última—, tarde nos lamentaremos de haber menospreciado, insultado y vejado al común de los mortales. Sigan orinándose sobre ellos y ellas y diciéndoles que llueve. Sigan desatendiendo sus llamadas de auxilio. Verán qué susto.

Salga lo que salga (2)

Con la democracia nos pasa que le echamos demasiada lírica grandilocuente, y cuando le vemos el sobaco sin depilar o escuchamos sus estentóreas ventosidades, nos sentimos descolocados. Y no será por las veces que nos han repetido la martingala del gran tunante (y cosas peores) Winston Churchill, que sostuvo ante la Cámara de los Comunes que es la peor forma de gobierno, exceptuando todas las demás que se han probado.

A ese adagio me remitía, sin nombrarlo, en la columna de ayer sobre el referéndum griego. Mi única intención era recordar el mecanismo del sonajero, que lo es para lo bueno, para lo malo y para lo regular. No voy a decir que no las esperaba, pero sí que me han resultado dignas de mención —y de escribir esta secuela— las refutaciones a mis argumentos, que básicamente se resumían en una: el pueblo no sabe de todo y puede equivocarse. Varios de mis interlocutores, muy bien armados intelectualmente, me citaban como prueba decisiones tomadas en unas urnas que terminaron en catástrofe.

Hay que tener mucho cuidado con ese razonamiento. O más bien, con su continuación. Si la ciudadanía no está preparada para pronunciarse sobre ciertas cuestiones, ¿quién debe asumir esa responsabilidad? Se dirá que el gobierno de turno, que para eso ha sido elegido. ¿Por quién? Ahí es donde nos damos de morros con la paradoja: por las mismas personas de las que, en conjunto, se dice que no están capacitadas para opinar sobre según qué asuntos. ¿Quién nos asegura que sí lo están para la elección de sus representantes? Mejor detenerse en este punto. Lo siguiente es admitir que la democracia no es tan buena.