Rivera en Altsasu

Como a Altsasu le faltaban tocapelotas contumaces, ahora se le viene encima ser sede del penúltimo capítulo de la competición entre el PP y Ciudadanos por ver quién es más facha, más cuñao y más casposo. En realidad, es una especie de partido de vuelta, pues como guardamos en nuestra memoria de acontecimientos patéticos y causantes de rabia y vergüenza ajena, el Fuhrercín Casado ya eligió la localidad de Sakana para lanzar algunos regüeldos selectos cuando todavía era candidato a suceder a ese moderado que hoy nos parece Mariano Rajoy. En esta ocasión, es el turno del falangete naranja —Albert Rivera en el españolísimo carné de identidad—, que en su desesperada lid por recuperar el liderazgo de la carcundia hipanistaní, acaba de anunciar que el próximo 4 de noviembre montará su circo en el pueblo que, según brama, “se ha convertido en símbolo para los constitucionalistas que defienden la unión y la igualdad entre los españoles”.

Aparte de que hay que tener los dídimos cuadrados para sostener tal membrillez sobre un lugar en el que su partidillo no llega ni a pedo de monja, el figurín figurón termina de retratarse como el incendiario sin matices que todos sabemos que es. Al plantarse con una colección de sogas en casa del ahorcado, busca descaradamente que su presencia termine en trifulca que abra los telediarios y refuerce su condición de sacrificado héroe de la causa. Quizá por eso, merecerá la pena tragarse las humanísimas ganas de satisfacer su vocación martiriológica para evitar a toda costa que se cumpla su autoprofecía. Aunque cueste, el mejor desprecio hacia su provocación será no hacerle aprecio.

¿Y los del ‘No’?

El gran argumento contra el procés, el comodín que resume todo el discurso de quienes niegan el derecho a decidir o incluso a preguntar, es que supuestamente divide a la sociedad catalana. “La parte en dos mitades”, se suele pontificar a ojo de regular cubero. Pasando por alto el hecho obvio de que mantener las cosas como están provocaría exactamente la misma división, hay una evidencia cada vez más clamorosa: esa pretendida mitad de catalanas y catalanes que quieren mantener la actual relación con España o que rehúsan siquiera ser consultados no se deja notar.

Ojo, que no afirmo que no exista. Aunque la traducción de los resultados electorales no sea tan matemática como la interpretación tramposuela nos vende (eso de “en votos son más los no soberanistas que los soberanistas”), sí se puede intuir que una parte considerable del censo está en radical desacuerdo con el camino emprendido hace ahora cinco años. Resulta muy llamativo que esa postura, que se entiende que deriva de unos principios o de unas convicciones firmes, solo se manifieste en las citas convencionales con las urnas. Se diría que el resto del tiempo estas personas se hacen a un lado, rumian su malestar en privado o desde el anonimato en las redes sociales, y delegan en sus airados y sobreactuados representantes políticos, amén de en las numerosas terminales mediáticas que vocean la unidad inquebrantable de la patria española. Incluso cuando los hechos tozudos van mostrando que al otro lado el movimiento es imparable y que no dejan de crecer las adhesiones, siguen sin ser capaces de llenar una plaza. Desconozco los motivos.