Madrid vota a cara o cruz

Hoy es el día. Llega la madre de todas las elecciones después de una campaña sucia, tramposa, simplista hasta el parvulario y plagada de momentos grotescos. Nada, por otra parte, que no cupiera esperar del nivel paupérrimo de la política española actual y, descendiendo al detalle, de la personalidad inenarrable de algunos de los cabezas de cartel, de sus secuaces, y, cómo no, de los incendiarios responsables de agitación y propaganda.

En resumen, que no arriendo la ganancia a los ciudadanos madrileños llamados a votar hoy. Ocurra lo que ocurra tras el recuento —y ojo, que no está el pescado tan vendido como pretenden algunos—, mañana serán tildados de ignorantes, irresponsables y, según hacia dónde se incline la balanza, de fascistas desorejados o de comunistas del demonio. Este servidor, que tiende a creerse lo de la soberanía popular y lo de la democracia representativa, aun sabiendo que el sistema es manifiestamente mejorable, aceptará el resultado que salga aunque sea el que no deseo. Espero no volver a ver, como ya se ha hecho costumbre demasiadas veces, airadas movilizaciones justo al día siguiente de emitir los votos.

Por lo demás, los más sabios de Hispanistán deberían echar una pensada a lo acertados que estuvieron cuando quisieron asaltar Murcia. De aquellos polvos, estos lodos.

Un poco de mesura

Los medios ayusistas (que, en general, también son un poco voxistas) celebraban ayer como un gran triunfo que el remitente de la navaja ensangrentada a la ministra Reyes Maroto fuera una persona con una patología mental. De alguna manera, sentían que tal circunstancia desmentía a la izquierda en sus denuncias de que las graves amenazas a políticos y cargos del PSOE y Unidas Podemos provenían de elementos de la extrema derecha. Como me dijo alguien en Twitter, su alivio se parecía al que sintieron algunos convecinos nuestros cuando se certificó que los atentados del 11-M de 2004 fueron obra de grupos yihadistas.

Más allá de esta alegría en el ultramonte, el episodio debería hacernos reflexionar sobre si hubo una sobreactuación en la denuncia. O, por lo menos, precipitación. No resulta fácil explicar que solo tres horas después de que la noticia corriera como la pólvora y diera lugar a todo tipo de airadas reacciones, la policía aclarase la autoría del envío. Eso, sumado al detalle chusco de que el sobre contenía el nombre completo y la dirección del responsable. Una gota de prudencia habría evitado el espectáculo convertido en bumerán. Vuelvo a escribir como el otro día que las condenas de las amenazas deben obedecer a las convicciones democráticas y no a la búsqueda del rédito electoral.

Golpistas y terroristas

Detesto con todas mis fuerzas a ese Geyperman cañí que atiende por Iván Espinosa de los Monteros. No me cabe ni la menor duda sobre su fachez con olor a Varon Dandy ni sobre su condición de mala persona. Conste en acta antes de anotar que el fulano en cuestión tuvo toda la razón, o sea, todas las razones, para agarrarse un globo y pirarse con cajas destempladas de la sesión de la pomposa comisión para la reconstrucción nacional en la que se le meó encima el vicepresidente del gobierno españolísimo, doctor Pablo Iglesias Turrión, con la ayuda del presidente (manda huevos) de la cosa, Patxi López.

Claro que lo más triste a la par que ilustrativo es que como esto va de banderías y parroquias, la hinchada progresí hace la ola a su ídolo por haberle escupido unas diez veces al fulano no sé qué de un golpe de estado. Quizá si fuéramos una gotita ecuánimes, reconoceríamos que igual que es una barbaridad llamar terrorista a todo quisque, es, como muy poco, una frivolidad tildar de golpismo cada regüeldo cavernario. Dejemos algo, por favor, para los terroristas y los golpistas de verdad.

Por desgracia, volvemos a no estar ante una anécdota sino frente a una categoría. Decenas de miles de muertos y la devastación económica son solo munición para que los desvergonzados engorden su caladero de votos. Y su ego.

Un concejal agresor

Lo peor, como tantas otras veces, es que se veía venir. No era la primera, ni la segunda, ni la octava ocasión en que el concejal de Cambiando Huarte, Francisco Espinosa, montaba un cirio en el ayuntamiento de la localidad de la cuenca de Pamplona. Sus modos matoniles habían trascendido del ámbito municipal y hasta a ciento y muchos kilómetros, que es donde tecleo estas líneas, se tenía conocimiento de cómo las gastaba el electo —manda pelotas— de la marca local de Podemos. Podía tratarse solo de excentricidades, como la ególatra costumbre de transmitir sus intervenciones en el consistorio en modo selfi, pero también de otros comportamientos verdaderamente preocupantes.

Parece ser que ni uno solo de los ediles se ha librado de sus gritos, desprecios, o amenazas, aunque últimamente la tenía tomada especialmente con uno, el representante de Geroa Bai, Josean Beloqui. Y aquí merece la pena detenerse, porque cualquiera que conozca a Beloqui sabe que es un tipo cabal y contenido hasta la máxima expresión. Ni ante los embistes más fieros de la troleada tuitera pierde los papeles el que en esa red social conocemos como @General_RE_Lee. Esa templanza y esa paciencia que dejan a Job en aprendiz son la peor provocación para los marrulleros que siempre van al choque, como el energúmeno con derecho a asiento en el pleno. No le cabía otra al tal Espinosa, que encima va de progre pacifista, que pasar de los berridos a las manos. Por supuesto, como corresponde a los cobardes bravucones, por la espalda. Este es el minuto en que el agresor de un compañero de corporación no ha devuelto el acta. Y da mucho asco y mucha rabia.

Despolítica

Miércoles triste, muy triste, en el Congreso de los Diputados. ¿Es que ha ocurrido algo especial, algo diferente, algo que no hayamos visto u oído decenas de veces? No, y en buena parte, esa es la causa de la tristeza, que empieza a estar veteada de impotencia, desgana, resignación y, medio diapasón más allá, pura y dura frustración. Eso, claro, para los que nos pillaba mirando. El resto, que me temo es la inmensa mayoría, pasa kilo y pico del espectáculo ramplón. Con suerte, cazará de refilón un trozo escogido en el telediario o en la tertulia efectista de turno y lo tragará sin digerir o, casi peor, a través de sus prejuicios ideológicos.

Tampoco me engaño ni les engaño. Yo actúo del mismo modo al comentárselo. Tal vez por eso, el aire melancólico de lo que voy escribiendo me lo contagió el que muchos que prescinden de orejeras, han coincidido en destacar como casi el único discurso que huyó de la pirotecnia demagógica. “Vienen tiempos oscuros”, advirtió Aitor Esteban a todas las banderías del hemiciclo, incluyendo la suya, antes de pedir a tirios, troyanos y aliados cruzados que se parasen un poco a pensar si la razón les acompañaba en todo y, desde luego, que rebajaran el octanaje del combustible dialéctico.

El intento del portavoz del PNV fue en vano. Los titulares de la sesión han vuelto a hablar de golpistas, falangistas, amenazas con la intervención del autogobierno o de intensificar la confrontación en la calle. Ruido y más ruido, bravatas enarcedidas que no solo no sirven para solucionar los problemas —en plural; ojalá fuera uno solo—, sino que los agravan en la espiral infinita de la despolítica.

Golpistas a tutiplén

Está entretenida la tragicomedieta política hispanistaní con todo quisque poniéndose mutuamente de golpista y llevándose una. Me consta que los más milindris y cierta parte de los rasgadores de vestiduras para la galería andan preocupadísimos atribuyendo esta competición de idiocia a no sé qué crispación que crece en espiral y hasta advierten del peligro de acabar en el abismo, en el punto de no retorno o, qué sé yo, en la exageración que les salga en el momento. A buenas horas vamos a perder el sueño por una práctica, la del insulto de fogueo, tan vieja como el ejercicio del parlamentarismo. Iba a escribir que es dialéctica pura y dura, pero ojalá se tratara de una disciplina tan elevada. Con verborrea cochinera va que chuta.

Otra cosa es que el uso de la palabra golpista como ariete contra el rival resulte de lo más reveladora sobre quien la utiliza para tales menesteres. Más allá de la trivialización del concepto que señaló Aitor Esteban, el perrenque con el término —en fino, su uso y su abuso— opera como retrato preciso de quienes lo escupen una y otra vez. Como no somos nuevos, si de alguien esperamos que apoye un verdadero golpe de estado, con su camista azul y su canesú salvador de la patria en peligro, es del ladrador en sepia Pablo Casado. O, claro, de su guardia de palmeros, empezando por el archiconocido en estos lares Javier Maroto, autor de una frase que es toda una declaración de intenciones. Dijo el nada añorado exalcalde de Gasteiz que los golpes de estado “desgraciadamente, hoy en día, no se dan con tanques o sables como en el siglo pasado”. Desgraciadamente. No hay más preguntas, señoría.

Rivera en Altsasu

Como a Altsasu le faltaban tocapelotas contumaces, ahora se le viene encima ser sede del penúltimo capítulo de la competición entre el PP y Ciudadanos por ver quién es más facha, más cuñao y más casposo. En realidad, es una especie de partido de vuelta, pues como guardamos en nuestra memoria de acontecimientos patéticos y causantes de rabia y vergüenza ajena, el Fuhrercín Casado ya eligió la localidad de Sakana para lanzar algunos regüeldos selectos cuando todavía era candidato a suceder a ese moderado que hoy nos parece Mariano Rajoy. En esta ocasión, es el turno del falangete naranja —Albert Rivera en el españolísimo carné de identidad—, que en su desesperada lid por recuperar el liderazgo de la carcundia hipanistaní, acaba de anunciar que el próximo 4 de noviembre montará su circo en el pueblo que, según brama, “se ha convertido en símbolo para los constitucionalistas que defienden la unión y la igualdad entre los españoles”.

Aparte de que hay que tener los dídimos cuadrados para sostener tal membrillez sobre un lugar en el que su partidillo no llega ni a pedo de monja, el figurín figurón termina de retratarse como el incendiario sin matices que todos sabemos que es. Al plantarse con una colección de sogas en casa del ahorcado, busca descaradamente que su presencia termine en trifulca que abra los telediarios y refuerce su condición de sacrificado héroe de la causa. Quizá por eso, merecerá la pena tragarse las humanísimas ganas de satisfacer su vocación martiriológica para evitar a toda costa que se cumpla su autoprofecía. Aunque cueste, el mejor desprecio hacia su provocación será no hacerle aprecio.