Nuevo curso sin tanto ruido

¡Aleluya! Parece que el nuevo curso escolar ha empezado de un modo infinitamente más razonable y calmado que el año pasado. Es verdad que los contumaces miembros de la tribu de M’Opongo (aprovecho para recomendarles la canción de Académica Palanca) siguen echando cagüentales por las esquinas. Y también se escucha de fondo el rezongar ventajista de ciertos llamados agentes educativos que, siempre al pille, echan la red a las aguas revueltas y, si no pescan algo, por lo menos embarran el patio. Fuera de ese ruido amortizado, la chavalería ha vuelto a las aulas con una normalidad más que notable. La misma que presidió, por otra parte, el curso anterior en cuanto los hechos contantes y sonantes se impusieron a las profecías apocalípticas.

Merece la pena que, como en la genial película Amanece, que no es poco, hagamos flashback y nos remontemos a doce meses atrás. O mejor, doce meses y una semana, porque fue con el comienzo exacto de septiembre cuando empezó todo el ceremonial catastrofista; agosto no es mes para reivindicar. Reconozco, como hará cualquier madre o padre, que yo no era ajeno a un puntito de incertidumbre. Nos enfrentábamos a una situación inédita y el principio más elemental de prudencia invitaba a tomar precauciones. Sin embargo, los Nostradamus de lance anunciaban la multiplicación por ene de los contagios y, sin rubor, culpaban a las autoridades sanitarias del seguro colapso hospitalario y funerario. Las medidas que se adoptaron, el gran trabajo de docentes y no docentes y la actitud del alumnado fueron suficientes para que todo fluyera sin apenas sobresaltos.

Un curso escolar casi normal

Ahora que ha terminado el curso escolar —para muchos, ya lo hizo en mayo; qué suertudos los zagales de esta época—, conviene echar la vista atrás. Sin ira, claro, pero con el ánimo de poner el punto en cada i y de señalar a la legión de profetas del apocalipsis que han quedado con sus generosas posaderas al aire. Los datos contantes y sonantes nos hablan de una extraordinaria falta de acontecimientos reseñables. Ha habido, por supuesto, algún contagio y no pocos aislamientos preventivos. En el caso de los primeros, los positivos, cabe acotar dos realidades: una, su proporción en el ámbito educativo ha sido menor que en cualquier otro; dos, han afectado más a los adultos que a la chavalería.

Es evidente que no ha sido un curso más, como nada lo ha sido en este año y medio en el sector al que dirijamos la mirada, pero a efectos prácticos se ha desarrollado sin que la pandemia haya determinado de modo crucial lo puramente académico. Ningún alumno ha aprobado o suspendido más de lo que lo hubiera hecho en ausencia del virus. Y en cuanto a lo verdaderamente importante, su salud no se ha expuesto a más riesgo en las aulas que en los bancos del parque en los que se sientan arracimados o que en sus propias casas. Al contrario: en el pupitre, en el patio o en el gimnasio han estado infinitamente más protegidos que en los lugares citados. Espero sentado una petición de disculpas y la admisión de su tremendo error de los que a finales de agosto y principios de septiembre de 2020 nos pintaron un panorama de chiquillos y docentes cayendo como moscas y acusaron a las autoridades educativas vascas de promover poco menos que un genocidio.

Golpistas y terroristas

Detesto con todas mis fuerzas a ese Geyperman cañí que atiende por Iván Espinosa de los Monteros. No me cabe ni la menor duda sobre su fachez con olor a Varon Dandy ni sobre su condición de mala persona. Conste en acta antes de anotar que el fulano en cuestión tuvo toda la razón, o sea, todas las razones, para agarrarse un globo y pirarse con cajas destempladas de la sesión de la pomposa comisión para la reconstrucción nacional en la que se le meó encima el vicepresidente del gobierno españolísimo, doctor Pablo Iglesias Turrión, con la ayuda del presidente (manda huevos) de la cosa, Patxi López.

Claro que lo más triste a la par que ilustrativo es que como esto va de banderías y parroquias, la hinchada progresí hace la ola a su ídolo por haberle escupido unas diez veces al fulano no sé qué de un golpe de estado. Quizá si fuéramos una gotita ecuánimes, reconoceríamos que igual que es una barbaridad llamar terrorista a todo quisque, es, como muy poco, una frivolidad tildar de golpismo cada regüeldo cavernario. Dejemos algo, por favor, para los terroristas y los golpistas de verdad.

Por desgracia, volvemos a no estar ante una anécdota sino frente a una categoría. Decenas de miles de muertos y la devastación económica son solo munición para que los desvergonzados engorden su caladero de votos. Y su ego.

Decidir, solo eso

Me resulta un inmenso misterio el miedo cerval que despierta una expresión tan inocente como “Derecho a decidir”. Es mentarla y provocar rayos y truenos dialécticos en los moradores del Olimpo que se tienen por la flor y nata de la tolerancia democrática, la justicia, la libertad, la convivencia y todos los grandes palabros que se pronuncian con inflamación pectoral y mentón enhiesto. Ocurre, me temo, que todos estos paladines de la rectitud son la versión crecida de aquellos niños con posibles que exhibían la propiedad del balón como salvoconducto ventajista. Si no aceptabas su criterio, lo cogían bajo el brazo y se lo llevaban. Cambien la pelota por el marco legal y verán que seguimos en las mismas. O se juega con sus reglas o no se juega.

La penúltima martingala estomagante de los monopolistas de las normas es recitar como papagayos que el derecho a decidir no existe. Más allá de las explicaciones documentadas que les podría aportar cualquier jurista que no sea de parte ni pretenda engañarse al solitario, tal afirmación supone una notable mendruguez. Si vamos a la literalidad, resultaría que tampoco el derecho a la vida, por poner el más obvio de todos, existe como tal. No crece en los árboles, ni se extrae de las minas. Es, como todo el corpus legislativo, una creación humana que ha adquirido carta de naturaleza por consenso mayoritario, ni siquiera unánime. Si prescindiéramos de los dramatismos interesados y exagerados o de los maximalismos obtusos, el caso que nos ocupa no es muy diferente. Claro que para aceptarlo es imprescindible la honestidad de asumir que decidir no necesariamente implica secesión.

Inmutable Constitución

Debo reconocer que me entretiene mucho este día de San Nicolás de Bari, digo de Santa Hispánica Constitución. Los telediarios de las cadenas amigas, enemigas y entreveradas llevan banda sonora de lira patriótica —o sea, patriotera—, y transcurren entre loas y proclamas a cada cual más estridente sobre las sagradas escrituras de la Celtiberia cañí. Chupito, cada vez que oigan que el inmaculado texto fue producto de la generosidad, la altura de miras, la decidida voluntad de superar el pasado y la inconmensurable talla personal y política de sus artífices.

¿Y acaso no fue así? Ustedes y yo llevamos las suficientes renovaciones del carné como para tener claro, incluso sin ánimo desmitificador, que la vaina no pasó de un enjuague oportunista. A la fuerza ahorcaban, y los que todavía tenían la piel teñida del añil de sus ropajes falangistas buscaron la componenda con los teóricos opositores al régimen que no pudieron evitar que el viejo muriera en la cama. Tocaba una de borrón y cuenta nueva, y como se engolfaba en decir el mago Tamariz de la época, Torcuato Fernández Miranda, el birlibirloque consistía en ir de la ley a la ley. En plata, del Fuero de los españoles a la Constitución de 1978.

Fue, sin duda, un mal menor, o si somos medianamente justos, una mejora respecto a lo anterior. Pero si resultaba largamente insuficiente en su génesis a golpe de cenicero lleno, cambalache y ocurrencias, cumplidos hoy los 41 años, la pretendida ley de leyes apesta a chotuno. Pide a gritos una puesta al día que, lamentablemente, no se acometerá porque sigue siendo la piedra angular de un régimen más sólido de lo que parece.

Demasiadas luces

Quién nos iba a decir que viviríamos un nuevo siglo de las luces. Pena que sea de las luces… ¡de Navidad! Y pena mayor, que las denominadas entrañables fechas hayan medrado en el calendario de tal modo que los fastos comienzan en los albores de noviembre, apenas hemos terminado de honrar a los difuntos, digo de entregarnos al jaloguín de importación. La avanzadilla la marca el desembarco de los polvorones y los turrones en los supermercados. Luego llega la torrentera de anuncios de colonias atiborrados de susurros asmáticos gabachizantes y, por fin, la alocada carrera de los munícipes por ver quién coloca más pifostios cegadores en sus jurisdicciones y, sobre todo, de mayor tamaño.

En realidad, la competición en las latitudes peninsulares es por la segunda plaza. De sobra se sabe que la victoria, a traineras de demagogia baratera de distancia, corresponde de saque a Abel Caballero, político otrora medianamente serio que vive su tercera juventud como alcalde bananero de Vigo. Y la cosa es que, tonelada de bombillas a tonelada de bombillas, el tipo incrementa sus mayorías absolutas hasta el infinito y más allá, y consigue que cada año sus delirios lumínicos capten la atención mediática al borde de rayar la náusea.

Ahí es donde toman nota los y las demás regidores —da igual de capitales, ciudades medias o pedanías—, y se lanzan a buscar su minuto de gloria a base de bolas gigantescas, norias fosforescentes y, en fin, toda suerte de quincallería productora de contaminación lumínica a granel. A los que somos refractarios a semejante despliegue refulgente solo nos queda rezar para que llegue pronto el 7 de enero.

Todo mal

Lo leí en uno de esos medios digitales que expiden certificados de ciudadanía fetén en régimen de oligopolio. Abandonen toda esperanza de conseguir uno. De hecho, lo que deben hacer es sacar el flagelo del nueve largo y comenzar a fustigarse como los recalcitrantes pecadores medioambientales que son. ¿Por no haberse desprendido del utilitario Diésel? ¿Por no ir al súper con bolsitas de algodón para la fruta? También por eso, por supuesto, pero además, por ver series y películas en Netflix o cualquier otra plataforma satánica por el estilo Sí, sí, sí, incluso aunque se trate de esos documentales requetebuenrollistas que trufan la oferta de los expendedores de productos audiovisuales de consumo masivo.

La fuente es una beatifica organización francesa llamada The Shift Project, que asegura haber echado cuentas de los estragos que causan lo que creíamos inocentes pasatiempos modernos. Según esos cálculos que a ver quién es el guapo que demuestra o desmiente, media hora de La casa de papel, Juego de Tronos o un partido de la Champions por streaming emite la misma cantidad de CO2 que un coche chungo durante 6,3 kilómetros. Y si suman todos los vídeos descargados en un año, les saldrá el equivalente a las emisiones de dióxido de carbono de España o Bélgica.

Les dejo que saquen sus propias conclusiones. La mía es que va llegando el momento de entregarse con armas y bagajes al imperio de sabiondos apocalípticos para que dispongan de nuestras destructivas existencias a su justo entender. O quizá proceda mandarles a esparragar y, en nombre de su propia buena causa, exigirles que depongan el sensacionalismo de una vez.