Demasiadas luces

Quién nos iba a decir que viviríamos un nuevo siglo de las luces. Pena que sea de las luces… ¡de Navidad! Y pena mayor, que las denominadas entrañables fechas hayan medrado en el calendario de tal modo que los fastos comienzan en los albores de noviembre, apenas hemos terminado de honrar a los difuntos, digo de entregarnos al jaloguín de importación. La avanzadilla la marca el desembarco de los polvorones y los turrones en los supermercados. Luego llega la torrentera de anuncios de colonias atiborrados de susurros asmáticos gabachizantes y, por fin, la alocada carrera de los munícipes por ver quién coloca más pifostios cegadores en sus jurisdicciones y, sobre todo, de mayor tamaño.

En realidad, la competición en las latitudes peninsulares es por la segunda plaza. De sobra se sabe que la victoria, a traineras de demagogia baratera de distancia, corresponde de saque a Abel Caballero, político otrora medianamente serio que vive su tercera juventud como alcalde bananero de Vigo. Y la cosa es que, tonelada de bombillas a tonelada de bombillas, el tipo incrementa sus mayorías absolutas hasta el infinito y más allá, y consigue que cada año sus delirios lumínicos capten la atención mediática al borde de rayar la náusea.

Ahí es donde toman nota los y las demás regidores —da igual de capitales, ciudades medias o pedanías—, y se lanzan a buscar su minuto de gloria a base de bolas gigantescas, norias fosforescentes y, en fin, toda suerte de quincallería productora de contaminación lumínica a granel. A los que somos refractarios a semejante despliegue refulgente solo nos queda rezar para que llegue pronto el 7 de enero.