Luces de navidad: yo estoy a favor

Creo que es sobradamente conocido que a este humilde picateclas la navidad se la trae bastante al pairo. Es verdad que ya no me provoca quemaduras de tercer grado en mi alma negra, pero solo armado de un estoicismo cultivado a fuerza de renovaciones del carné de identidad, soy capaz de soportar las melosamente llamadas fechas entrañables. Que cada vez se prolongan más, por cierto: mes y medio hace desde que colocaron las baldas de los turrones y los mantecados en los supermercados y cuatro desde que se venden décimos o participaciones de la lotería del soniquete taladrante.

Y también hace ya unos días (o estamos en ello) de los encendidos de la iluminación navideña en nuestros pueblos y capitales. No hace falta decir que, con o sin pandemia, de un tiempo a esta parte se ha instalado una suerte de competición por tener un alumbrado más voltaico, más literalmente deslumbrante y, si se puede, más molón que el de los vecinos, con la incorporación de elementos de los de ¡oh, ah, uh! Seguro que hay mucho de ombliguismo paleto en la pelea a codazos para destacar en el número de bombillas o en lo original de los diseños, que en realidad, tiende a cero porque no pasamos de la estrellita, la velita o el arbolito. Sin embargo, no me pillarán en primera línea de diatriba en esta cuestión. Tengo asumido que hay una docena de buenos motivos para poner las luces y tratar, valga el juego de palabras, de que luzcan. Está la bendita y necesaria parte económica, porque va bien para los pequeños comercios, pero sobre todo, está lo más primario. A miles de mis congéneres las luces les suben el ánimo. No hay más que hablar.

Demasiadas luces

Quién nos iba a decir que viviríamos un nuevo siglo de las luces. Pena que sea de las luces… ¡de Navidad! Y pena mayor, que las denominadas entrañables fechas hayan medrado en el calendario de tal modo que los fastos comienzan en los albores de noviembre, apenas hemos terminado de honrar a los difuntos, digo de entregarnos al jaloguín de importación. La avanzadilla la marca el desembarco de los polvorones y los turrones en los supermercados. Luego llega la torrentera de anuncios de colonias atiborrados de susurros asmáticos gabachizantes y, por fin, la alocada carrera de los munícipes por ver quién coloca más pifostios cegadores en sus jurisdicciones y, sobre todo, de mayor tamaño.

En realidad, la competición en las latitudes peninsulares es por la segunda plaza. De sobra se sabe que la victoria, a traineras de demagogia baratera de distancia, corresponde de saque a Abel Caballero, político otrora medianamente serio que vive su tercera juventud como alcalde bananero de Vigo. Y la cosa es que, tonelada de bombillas a tonelada de bombillas, el tipo incrementa sus mayorías absolutas hasta el infinito y más allá, y consigue que cada año sus delirios lumínicos capten la atención mediática al borde de rayar la náusea.

Ahí es donde toman nota los y las demás regidores —da igual de capitales, ciudades medias o pedanías—, y se lanzan a buscar su minuto de gloria a base de bolas gigantescas, norias fosforescentes y, en fin, toda suerte de quincallería productora de contaminación lumínica a granel. A los que somos refractarios a semejante despliegue refulgente solo nos queda rezar para que llegue pronto el 7 de enero.